domingo, 29 de noviembre de 2009

Vivir en la mirada...

Acabo de leer una bellísima descripción de la experiencia vivida por Romano Guardini, pensador y teólogo alemán del siglo XX, en su visita a la Catedral de Monreale (Sicilia). Por su interés la ofrezco a todos. El texto es traducción de un fragmento de la obra Reise nach Sizilien [Viaje a Sicilia]:

"Hoy he visto algo grandioso: Monreale. Reboso de un sentimiento de gratitud por su existencia. El día era lluvioso. Cuando llegamos -era jueves santo- la misa solemne había pasado ya el momento de la consagración. El arzobispo, para la bendición de los óleos sagrados, estaba sentado sobre un sitio elevado bajo el arco triunfal del coro. El amplio espacio estaba abarrotado. Por todas partes las personas estaban sentadas en sus sillas, silenciosas, y miraban.

¿Qué podría decir del esplendor de este lugar? La mirada del visitante ve, en primer lugar, una basílica de proporciones armoniosas. Después percibe un movimiento en su estructura, y ésta se enriquece con algo nuevo, con un deseo de transcendencia que la atraviesa hasta traspasarla; pero todo ello progresa hasta culminar en una espléndida luminosidad.

Un breve instante histórico, por tanto. No dura mucho, le sucede algo completamente distinto. Pero este instante, aunque breve, es de una inefable belleza.

Oro en todas las paredes. Figuras y figuras, en todas las bóvedas y en todas las arcadas. Emergían del fondo áureo como de un cosmos. Del oro irrumpían por todas partes colores que tienen en sí algo de radiante.

Sin embargo la luz estaba atenuada. El oro dormía, y todos los colores dormían. Se veía que estaban ahí y esperaban. ¡Cómo serían si refulgiesen en todo su esplendor! Sólo aquí o allí destellaba un borde, y un aura claroscura se extendía sobre el manto azul de la figura de Cristo en el ábside.

Cuando llevaron los óleos sagrados a la sacristía, mientras la procesión -acompañada por la insistente melodía del antiguo himno- se desataba a través de aquella muchedumbre de figuras de la catedral, ésta se reanimó.

Sus formas se movieron. Entrando en relación con las personas que avanzaban con solemnidad, en el rozarse de los vestidos y de los colores de las paredes y las arcadas, los espacios se pusieron en movimiento. Los espacios vinieron al encuentro de los oídos tensos en la escucha y los ojos en contemplación.

La multitud estaba sentada y miraba. Las mujeres llevaban velo. En sus vestidos y en sus telas los colores esperaban el sol para poder resplandecer. Los acusados rostros de los hombres eran bellos. Casi nadie leía. Todos vivían en la mirada, todos estaban en tensión contemplativa.

Entonces se me hizo evidente cuál es el fundamento de una verdadera piedad litúrgica: la capacidad de captar lo “santo” en la imagen y en su dinamismo.

Monreale, sábado santo. A nuestra llegada la ceremonia sagrada estaba en la bendición del cirio pascual. Inmediatamente después el diácono avanzó solemnemente a lo largo de la nave principal llevando el Lumen Christi.

El Exsultet fue cantado delante del altar mayor. El obispo estaba sentado en su trono de piedra elevado a la derecha del altar y escuchaba. Siguieron las lecturas tomadas de los profetas, y allí volví a encontrar el significado sublime de las imágenes murales.

Después la bendición del agua bautismal en medio de la iglesia. En torno a la fuente estaban sentados todos los asistentes, con el obispo en el centro y la gente alrededor. Llevaron a los niños -se notaba el orgullo conmovido de sus padres- y el obispo los bautizó.

Todo era así de familiar. La conducta del pueblo era al mismo tiempo desenvuelta y devota, y cuando uno hablaba al vecino, no molestaba. De este modo la sagrada ceremonia continuó su curso. Se desplegaba un poco por toda la gran iglesia: ora se desarrollaba en el coro, ora en las naves, ora bajo el arco triunfal. La amplitud y la majestuosidad del lugar abrazaron cada movimiento y cada figura, haciéndolos compenetrarse recíprocamente hasta unirse.

De vez en cuando un rayo de sol penetraba en la bóveda, y entonces una sonrisa áurea invadía las alturas. Y allí donde, en un vestido o en velo hubiera un color en espera, era reclamado por el oro que llenaba cada ángulo, era conducido a su verdadera fuerza y asumido en una trama armoniosa que colmaba el corazón de felicidad.

Lo más bello, sin embargo, era el pueblo. Las mujeres con sus pañuelos, los hombres con sus capas sobre los hombros. Por todas partes rostros acentuados y un comportamiento sereno. Casi nadie leía, casi nadie se inclinaba para rezar solo. Todos miraban.

La sagrada ceremonia se prolongó durante más de cuatro horas, y sin embargo siempre hubo una viva participación. Hay diversos modos de participación orante. Uno se realiza escuchando, hablando, gesticulando. Otro por el contrario se desarrolla mirando. El primero es bueno, y nosotros los del Norte de Europa no conocemos otro. Pero hemos perdido algo que en Monreale todavía existía: la capacidad de vivir-en la-mirada, de estar en la visión, de acoger lo sagrado en la forma y en el acontecimiento, contemplando.

Estaba a punto de irme cuando, de repente, descubrí todos aquellos ojos vueltos a mí. Casi horrorizado aparté la mirada, como si experimentase pudor en mirar aquellos ojos que habían sido ya abiertos en el altar".

R. Guardini, Spiegel und Gleichnis. Bilder und Gedanken, Grünewald-Schöningh, Mainz-Paderbon, 1990, pp. 158-161.

viernes, 20 de noviembre de 2009

Santo Tomás y la reina bella

Recojo una anécdota que acabo de leer. Me hace más amigo aún de Santo Tomás:

Relatan los biógrafos de Santo Tomás de Aquino que un día, camino del concilio de Lyon, se quedó en París porque fue invitado a comer con el rey San Luis IX. El santo durante la cena no comió nada, lo único que hizo fue contemplar a la reina, la esposa de San Luis IX, quien un poco nervioso y celoso le preguntó:

“Tomás ¿por qué miras a mi señora en lugar de comer?”

Y Santo Tomás de Aquino le contestó:

“Majestad, miro a su señora, la reina, porque es bellísima. Y si ella es así, ¿cómo será Quien la ha creado?”

lunes, 16 de noviembre de 2009

La manifestación de la Iglesia al final de los tiempos

Con ocasión de las lecturas del pasado domingo, que hablaban del fin de los tiempos, recojo este himno de la escritora alemana Gertrude Von le Fort, convertida en edad adulta del protestantismo al catolicismo. Es la Iglesia la que habla en primera persona:

“Pero cuando un día se inicie
el gran fin de todos los misterios,
cuando el Escondido surja como un relámpago
en las tremendas tempestades
del amor desencadenado,
cuando su regreso suene como tormenta
por el universo,
y dé gritos de júbilo la soterrada añoranza
de su creación,
cuando los globos de los astros estallen en llamas
y surja de su ceniza la luz liberada,
cuando se rompan los sólidos diques de la materia
y se abran todas las esclusas de lo invisible,
cuando los milenios vuelvan con rumor de águilas
y regresen a la eternidad
las escuadras de los eones,
cuando se rompan los recipientes de los idiomas
y se precipiten las aguas torrenciales de lo nunca dicho,
cuando las almas más solitarias salgan a la luz
y se manifieste lo que ninguna sabía de sí misma:
Entonces el Revelado levantará mi cabeza
y, ante su mirada, mis velos se alzarán en fuego,
y yo estaré postrada
cual espejo desnudo ante la faz de los mundos.
Y los astros reconocerán en mí su luz glorificante
y los tiempos reconocerán en mí lo que tienen de eterno,
y las almas reconocerán en mí lo que tienen de divino,
y Dios reconocerá su amor en mí.
Y ya no recaerá sobre mi cabeza ningún velo
como el deslumbramiento de mi Juez.
En él se sumergirá el mundo.
Y el velo se llamará Gracia,
y la gracia se llamará Infinitud...
y la Infinitud de llamará Bienaventuranza.
Amén”.

Gertrud Von le Fort, Himnos a la Iglesia.

domingo, 15 de noviembre de 2009

La Madre en cuyo regazo lo he aprendido todo

Homilía del domingo 15 de noviembre de 2009 (XXXIII del tiempo ordinario, ciclo B)

Hermanos, celebramos en esta mañana el día de la Iglesia diocesana. ¿Qué es la iglesia diocesana? ¿Es quizá una “sucursal” de la Iglesia católica, como los bancos y las cajas tienen sus oficinas centrales y sus sucursales? No. No es esa la verdad de la Iglesia. Nuestra diócesis de Alcalá no es sino la Iglesia, la única Iglesia de Jesucristo, que vive entre nosotros, que nos circunda, a la que pertenecemos. Es la Iglesia local, presidida por nuestro Obispo, D. Juan Antonio, uno de los sucesores del Colegio de los Apóstoles. Así pues, celebrar la Iglesia diocesana es celebrar nuestra pertenencia a la Iglesia católica.

Entonces la pregunta es: ¿y qué es la Iglesia para mí? ¿Qué importancia tiene? El poeta y escritor francés Paul Claudel, convertido en edad adulta, resume su experiencia de la Iglesia en estas pocas palabras: “El gran libro que se me abrió y en el que hice mis estudios fue la Iglesia. ¡Sea eternamente alabada esta Madre grande y majestuosa, en cuyo regazo lo he aprendido todo!”

¡Este es ya otro lenguaje! La Iglesia es Madre y Maestra. “Esta Madre grande y majestuosa, en cuyo regazo lo he aprendido todo”. Si esto es así para nosotros también, y en mi caso desde luego lo es, entonces no puedo sentir sino afecto hacia la Iglesia, agradecimiento, y también responsabilidad. Porque deseo que así como yo he encontrado este libro vivo que es la vida de la Iglesia, sus santos, su arte, su enseñanza, deseo que muchos otros puedan también encontrarla.

El papa Benedicto XVI, en una visita reciente a la diócesis de Brescia, en Italia, ha hecho una alabanza de la Iglesia, recordando las palabras de Pablo VI: “Podría decir que siempre la he amado -es Pablo VI quien habla- y que por ella, no por otra cosa, he vivido... Quisiera abrazarla, saludarla, amarla en cada ser que la compone, en cada obispo y sacerdote que la asiste y guía, en cada alma que la vive y la ilustra: bendecirla”. Y le dirige las últimas palabras, como si se tratara de la esposa de toda una vida: “Y a la Iglesia, a la que le debo todo y que fue mía, ¿qué le diré? Que Dios te bendiga, sé consciente de tu naturaleza y de tu misión, ten conciencia de las verdaderas y profundas necesidades de la humanidad; y camina pobre, es decir, libre, siendo fuerte y amando a Cristo”.

La Iglesia es, pues, un misterio. Misterio de Amor, del amor de Cristo. Acabamos de celebrar la fiesta anual de San Diego, este pasado viernes. San Diego, nos recordaba nuestro Obispo, es el testimonio vivo y elocuente, cercano a nosotros, de la caridad de Cristo. Un hombre apasionado por Dios, que lo buscó en la vida eremítica y en la vida conventual, en la estricta observancia franciscana. Que encontró a Dios y lo comunicó mediante sencillos pero elocuentes actos de caridad. Un hombre que murió abrazado a la cruz, signo insuperable del amor de Dios. Ahora que asistimos al debate sobre la presencia de la cruz en lugares públicos hemos de recordar que para nosotros los cristianos, y para todos aquellos hombres y mujeres que conozcan verdaderamente el anuncio cristiano, la cruz no puede ser motivo de amenaza, de ofensa, de violencia. ¡Todo lo contrario! Es el mayor signo de amor, el signo de la nueva alianza de Dios con la humanidad. Justamente porque la cruz ha sido plantada en el corazón del mundo, en el corazón de Europa, puede esperarse un futuro de convivencia, de tolerancia, de amor y perdón. Es la cruz la que permite que convivan con nosotros personas de otras religiones, de otras culturas, porque si el brazo vertical de la cruz de Cristo nos asegura el respeto a la libertad religiosa, la relación sagrada de todo hombre con Dios, su brazo horizontal nos revela nuestra hermandad, nuestra fraternidad. La cruz es garantía de libertad, de amor y de fraternidad. Por eso, si llegara el día en que fueran prohibidos los signos religiosos deberíamos recordar que cada uno de nosotros es una cruz viva, que cada cristiano ha nacido de la cruz redentora de Cristo, que el signo de la cruz da comienzo a todas nuestra celebraciones y a cada día de nuestra vida. Debemos ser cruces vivientes, como San Diego, testigos elocuentes del amor de Dios.

Y el cuerpo incorrupto de San Diego nos recuerda también lo que rezábamos en el salmo: “Mi suerte está en tu mano... Por eso se me alegra el corazón, se gozan mis entrañas, y mi carne descansa serena, porque no me entregarás a la muerte, ni dejarás a tu fiel conocer la corrupción. Me enseñarás el sendero de la vida, me saciarás de gozo en tu presencia, de alegría perpetua a tu derecha”.

Lo decía Jesús en el Evangelio. “El cielo y la tierra pasarán. Mis palabras no pasarán”. Todo lo que nos rodea, el mundo visible, los astros, la realidad material, pasará, pero Dios no pasa, el sol de Dios no se pone, su palabra, que es Jesucristo, es eterna y ha vencido a la muerte. Dice Jesús en el Evangelio: “Os aseguro que no pasará esta generación antes que todo se cumpla”. Pero murieron los apóstoles, y sus sucesores, y han pasado veinte siglos y el mundo sigue evolucionando y el universo continúa su expansión. ¿A qué se refería entonces Jesús? Es esta una lección importante. El fin del mundo, que a tantos atemoriza y que da lugar a películas apocalípticas, tendrá ciertamente lugar, porque nuestro mundo no es eterno, pero nadie sabe el día ni la hora. Lo cierto es que nuestra vida personal en este mundo tendrá término, aunque seguimos también en esto sin saber ni el día ni la hora. Pero las palabras de Jesús se cumplieron ya en su muerte y resurrección. Allí aconteció el fin del mundo, el juicio de la historia. Su muerte y resurrección marcan un antes y un después radical. Y nosotros, que hemos venido después de este acontecimiento, y que hemos sido bautizados en Él, ya no tenemos nuestra muerte delante, sino detrás. Es esta una imagen preciosa de un teólogo de nuestros días: para nosotros cristianos la muerte ya no está delante, sino detrás, porque ha sido ya vencida y transformada por Cristo. Nuestra vida es vida nueva, y nuestra muerte no será ya la muerte pagana, que aterroriza al hombre, sino la “hermana muerte” que cantaba San Francisco.

Hemos leído en el profeta Daniel: “Entonces se salvará tu pueblo: todos los inscritos en el libro... Los sabios brillarán como el fulgor del firmamento, y los que enseñaron a muchos la justicia como las estrellas, por toda la eternidad”.

Este es nuestro destino, este es el anuncio de la Iglesia. Terminemos con la invitación del papa Benedicto XVI: “Recemos para que el fulgor de la belleza divina resplandezca en cada una de nuestras comunidades y la Iglesia sea signo luminoso de esperanza para la humanidad del tercer milenio. Que nos alcance esta gracia María, Madre de la Iglesia. Amén!”

Juan Miguel Prim Goicoechea

domingo, 8 de noviembre de 2009

La lógica del Evangelio

Homilía del domingo 8 de noviembre de 2009 (XXXII del tiempo ordinario, ciclo B)

En el Evangelio de hoy encontramos una invitación del Señor a dar nuestra vida por amor, a darnos por completo a Él para encontrar la felicidad y la vida eterna.

Cuenta San Marcos que un día Jesús se encontraba en el templo, sentado frente al cepillo de las limosnas, observando cómo la gente echaba allí sus monedas. Jesús era un gran observador, traspasaba las apariencias para leer en el corazón, y es lo que hace también en este evangelio. Observa cómo muchos fieles depositan sus ofrendas, cómo echan su dinero -algunos mucho dinero- al cepillo, pero le llama la atención una mujer, una pobre viuda que acercándose echa dos moneditas de muy poco valor. Es un gesto que podría haber pasado desapercibido, entre tantas personas como acudían diariamente al templo de Jerusalén, entre tantas ofrendas como se realizaban continuamente. Pero Jesús lo ve y llamando a sus discípulos les dice: “Yo os aseguro que esa pobre viuda ha echado en el cepillo más que todos. Porque los demás han echado de lo que les sobra; pero ésta, en su pobreza, ha echado todo lo que tenía para vivir”.

Jesús no critica que se hagan ofertas al templo, ni juzga la cantidad de lo donado, pues cada uno puede dar según su capacidad, sino que señala la verdadera actitud religiosa, la de aquel que se entrega por completo al Señor. Es lo mismo que sucede con la viuda de Sarepta, en la primera lectura. Cuando el profeta Elías le pide un poco de agua y algo de pan, ella desesperada le expone su pobreza, su miseria, diciéndole: “Te juro por el Señor, tu Dios, que no me queda ni un pedazo de pan; tan solo me queda un puñado de harina en la tinaja y un poco de aceite en la vasija: Ya ves que estaba recogiendo unos cuantos leños. Voy a preparar un pan para mí y para mi hijo. Nos lo comeremos y luego moriremos”.

Pero el profeta le invita a confiar en el Señor, que “sustenta al huérfano y a la viuda... proporciona pan a los hambrientos... y alivia al agobiado”, como hemos rezado en el salmo. Y así fue, ni la harina se acabó, ni el aceite se acabó.

¿Qué nos quiere decir el Señor? ¡Que cada uno de nosotros se lo pregunte! Yo me he hecho esta pregunta y me he respondido: el Señor no quiere mis cosas, me quiere a mí. El Señor no me pide un poco de tiempo, un poco de dinero, un poco de afecto. El Señor es Dios, es el Señor y me quiere por completo. Su amor es totalizante. Si no fuera así no sería un verdadero amor.

Porque, hermanos, pasa algo parecido en la experiencia del amor humano. Aquellos que nos quieren no esperan de nosotros las migajas, no quieren lo que nos sobra. Nos quieren a nosotros. Lo quieren todo, aunque saben que no podemos dárselo. Amar es desear darse por completo. Es quererlo todo del otro. “Los demás han dado de lo que les sobra”, dice Jesús, “en cambio esta mujer ha dado todo lo que tenía para vivir”. No demos sobras a los demás, démosles lo mejor de nosotros mismos. El cristianismo es una religión de excelencia. No se nos pide ser un poco buenos, se nos pide ser santos. No se nos pide aceptar algunos sufrimientos, se nos pide tomar la cruz detrás de Jesús. No se nos promete pequeñas alegrías -esas ya las da el mundo-, se nos promete la felicidad eterna.

¿Qué sucede? Que tenemos miedo a darlo todo, tenemos miedo a salir perdiendo. Tenemos miedo a sufrir, a estar en desventaja. Y así no amamos plenamente, no nos entregamos por completo.

Pero la lógica del Evangelio es otra: lo que no se da se pierde. Lo que no se entrega se corrompe. Hay más alegría en dar que en recibir. Y el Señor ha prometido el ciento por uno. Pero para recibir el ciento hay que dar el uno. Hermanos, el amor no se agota, aunque nos parezca mentira tenemos una capacidad ilimitada de amar, porque hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios. No hay que reservarse, hay que darse sin medida.

Es el ejemplo cercano a nosotros de un santo que vivió sus últimos años y murió en nuestra ciudad. Me refiero a San Diego, cuya fiesta celebraremos el próximo viernes, día 13. Él se dio por completo y por eso sigue entre nosotros, por eso heredó la vida eterna. Dio sus bienes, dio los bienes de sus hermanos franciscanos -recordemos el célebre milagro de los panes y las rosas- y se dio a sí mismo. Es un testimonio vivo de caridad. Invoquemos durante esta próxima semana a San Diego, para que nos haga generosos en la vida, entregados, verdaderamente amantes. Sólo lo que damos al Señor se salva, sólo eso no se corrompe. Ofrezcámosle nuestros afectos, nuestros proyectos, nuestras alegrías y nuestros dolores, nuestras personas.

Y que María, la Virgen Madre de Cristo, nos sostenga en el amor, ella que dio al Señor “todo cuanto tenía para vivir”: sus proyectos de vida, su cuerpo, su tiempo y su alma. En ella vemos cómo paga el Señor, cómo recompensa. Que así sea.

Juan Miguel Prim Goicoechea

domingo, 1 de noviembre de 2009

Los mejores hijos de la Iglesia

Homilía del domingo 1 de noviembre de 2009 (XXXI del tiempo ordinario, ciclo B)

Queridos hermanos, con gran alegría celebramos hoy, 1 de noviembre, la Solemnidad de Todos los Santos. La feliz circunstancia de que este año la celebración de Todos los Santos coincida con el domingo, el Día del Señor, nos ayuda a comprender mejor el sentido de esta fiesta.

La Iglesia propone al mundo un modelo de humanidad, un ideal de hombre y de mujer. Para algunas culturas, como la civilización griega, la máxima realización de la grandeza humana se identificaba con la sabiduría, siendo el filósofo o el sabio el hombre en plenitud. El problema es que sólo algunos conseguían esa dignidad. En otras culturas, como la romana, el hombre ideal era el guerrero, el jefe militar que rendía pueblos e imponía la ley de Roma. Y así eran los hombres de armas, los políticos astutos, los que podían elevarse a la gloria de los Arcos de Triunfo que han llegado hasta nuestros días. Ha habido épocas, como el Renacimiento, en que el hombre ideal era el inventor, o el artista, o el príncipe. Y en nuestros días, por desgracia, el ideal humano es el de los que triunfan, los que tienen éxito, sin importar realmente el mérito de sus conquistas o la moralidad de sus triunfos.

Frente a estos, y otros muchos modelos de humanidad que las diversas civilizaciones han soñado, ¿que propone la Iglesia? ¿Qué propuso Cristo? Jesús no elogió al César, ni al Sumo Sacerdote, no señaló como ideal al hombre rebelde que conquista violentamente su libertad, ni al hombre de negocios que astutamente sabe aumentar día tras día sus beneficios. Jesús proclamó dichosos a los pobres en el espíritu; a aquellos cuya humanidad se conmueve ante el que llora y sufre; a los que tienen hambre y sed de justicia, de verdad, de paz; a los que tienen un corazón limpio y misericordioso; a los que aceptan la persecución sin negar la verdad y están dispuestos a dar su vida por amor, por el amor de Cristo. A esos llamó Jesús dichosos, bienaventurados, santos. Es lo que hemos oído en el Evangelio de la fiesta de hoy. “Estad alegres y contentos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo”.

Hermanos, nuestro ideal de hombre es Jesucristo. Nosotros miramos su Humanidad divinizada y deseamos “tener los mismos sentimientos de Cristo Jesús”. Él es el Hombre de las bienaventuranzas, el Dios con nosotros. Nuestro ideal es la santidad. “Seréis santos porque Yo, vuestro Dios, soy Santo”.

La Iglesia del siglo IV, al comenzar a usar las basílicas romanas para sus celebraciones eucarísticas, decoró sus paredes y sus arcos no con héroes, caudillos o personajes mitológicos, sino con los mártires y los santos. Esa era y es la humanidad que la Iglesia celebra y propone a todos sus hijos. Por eso la Solemnidad de Todos los Santos -con la que comienza el mes de noviembre- es un recordatorio, un anuncio del camino que el Señor nos propone para alcanzar nuestra felicidad, nuestra bienaventuranza. Si quieres ser grande, nos dice el Señor, aspira a la santidad, desea participar de la humanidad de Cristo, de la humanidad de los santos. Ellos son, como dice el Prefacio de la Liturgia de hoy, “los mejores hijos de la Iglesia”.

En el catálogo de los santos hay hombres y mujeres, ancianos y niños, sacerdotes y laicos, esposos y religiosas... La santidad no conoce barreras de raza, sexo o condición social. Así nos lo enseña la Iglesia en cada canonización, haciéndonos ver -con amor de Madre- que todos podemos alcanzar nuestro destino, ya que el Destino, que es Cristo, ha venido a nosotros, acompañándonos en el camino de la vida.

Decía hace unos años el papa Benedicto XVI al celebrar esta misma Solemnidad:

“Hoy contemplamos el misterio de la comunión de los santos del cielo y de la tierra. No estamos solos; estamos rodeados por una gran nube de testigos... ¡Alégrese el cielo y exulte la tierra! El glorioso ejército de los santos intercede por nosotros ante el Señor, nos acompaña en nuestro camino hacia el Reino y nos estimula a mantener nuestra mirada fija en Jesús, nuestro Señor, que vendrá en la gloria de sus santos”.

La lectura del Apocalipsis que hemos proclamado habla de 144.000 “marcados”, pero no nos engañemos. No es ese el número de los salvados, pues el número 144, resultado de multiplicar 12 por 12 es una cifra simbólica del pueblo de Israel, un número de elección y de plenitud. Y además, el texto dice a continuación que “después apareció en la visión una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de toda nación, raza, pueblo y lengua, de pie delante del trono y del Cordero, vestidos con vestiduras blancas y con palmas en las manos”.

“Este es el grupo que viene a tu presencia, Señor”, hemos cantado en el salmo. Esta es la Iglesia, el pueblo de los santos. Repetidas veces ha dicho el Santo Padre que el verdadero rostro de la Iglesia se manifiesta en los santos y en la belleza de la vida eclesial. Lo dijo siendo aún cardenal Ratzinger, en la famosa entrevista con Vitorio Messori, que dio lugar al libro Informe sobre la fe:

“La única apología verdadera del cristianismo puede reducirse a dos argumentos: los santos que la Iglesia ha elevado a los altares y el arte que ha surgido en su seno. El Señor se hace creíble por la grandeza sublime de la santidad y por la magnificencia del arte desplegadas en el interior de la comunidad creyente... Si la Iglesia debe seguir convirtiendo, y por lo tanto humanizando, el mundo, ¿cómo puede renunciar en su liturgia a la belleza que se encuentra íntimamente unida al amor y al esplendor de la Resurrección? No, los cristianos no deben contentarse fácilmente; deben hacer de su Iglesia hogar de la belleza -y por lo tanto de la verdad- sin la cual el mundo no sería otra cosa que antesala del infierno”.

Pues bien, hermanos, frente a un mundo que celebra el terror de los muertos y la mascarada de brujas y vampiros, testimoniemos con humildad y caridad la belleza de nuestra fe, la esperanza de nuestro destino, que sobrepasa las fronteras de la muerte, y la grandeza de nuestra vida llamada a la santidad. Dice el apóstol Juan que “ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos... Seremos semejantes a Él, porque lo veremos tal cual es”.

Y pidamos para todos nuestros seres queridos que han muerto en el Señor, la participación en la gloria de los Santos. Que así sea.

Juan Miguel Prim Goicoechea

domingo, 25 de octubre de 2009

Mi corazón grita más que nunca

Homilía del domingo 25 de octubre de 2009 (XXX del tiempo ordinario, ciclo B)

“El Señor ha estado grande con nosotros y estamos alegres”, hemos cantado con el salmista. Sí, la diócesis de Alcalá está contenta, por muchas razones, entre ellas por la ordenación ayer mismo, en esta Catedral, de tres nuevos diáconos al servicio de nuestra Iglesia. Juan Jesús, Álvaro y Miguel Ángel -todos ellos de Alcalá- recibieron de manos de nuestro Obispo, D. Juan Antonio, la ordenación diaconal y si Dios quiere serán ordenados sacerdotes en el próximo mes de mayo. Durante este curso ejercerán su ministerio en Rivas Vaciamadrid, San Fernando de Henares y Torrejón de Ardoz. Es pues una buena noticia; el Señor sigue llamando, y hay quien escucha y responde.

Pero hay muchas más razones para la alegría. Esta semana hemos conocido una noticia excepcional: medio millón de anglicanos, entre los que se cuentan fieles, seminaristas, sacerdotes e incluso obispos -unos 20-, serán admitidos a la comunión plena con la Iglesia Católica. El Papa promulgará una Constitución Apostólica para regular el paso de estos fieles desde la Comunión Anglicana a la Iglesia Católica. Se respetarán las peculiaridades de su tradición espiritual y litúrgica en la plena asunción de la doctrina católica. Es esta también una excelente noticia en el campo del diálogo ecuménico. En la primera lectura de hoy, del profeta Jeremías, leíamos: “Gritad de alegría... regocijaos... Yo os traeré del país del norte... una gran multitud retorna”. Esta palabras, originalmente referidas al pueblo de Israel, podemos hoy aplicarlas a aquellos que procedentes del país del norte, Inglaterra, y de otros lugares de fe anglicana, retornan a la comunión plena con la Iglesia Católica.

Pero vayamos al Evangelio de este domingo, en el capítulo 10 de San Marcos. Jesús sale de Jericó, acompañado de sus discípulos y de un gran gentío, y encuentra, sentado al borde del camino, a un ciego, llamado Bartimeo, pidiendo limosna. Hasta aquí resulta una escena normal en tiempos de Jesús. Muchos ciegos, lisiados y mendigos llenaban las calles y los caminos de Palestina. La civilización cristiana no había llegado aún, y no existían los hospitales, los sanatorios, los albergues que hoy en día consideramos imprescindibles. Pero este ciego, que pide limosna, al oír que era Jesús quien pasa, comienza a gritar: “Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí”. No le pide limosna, ¡sería demasiado poco! Pide compasión, pide un milagro. Sabe que Jesús tiene poder, ha oído hablar de él. Le llama Hijo de David, es decir, le reconoce como Mesías, enviado de Dios. También nosotros podemos hacer nuestra su petición: “Jesús, hijo de David, ten compasión de mí”.

Pero fijaos lo que sucede. Dice el Evangelio que “muchos lo regañaban para que se callara”. Les resultaba desagradable, no querían que molestara al maestro, les parecía impropio. Pero el ciego “gritaba más” fuerte: “Hijo de David, ten compasión de mí”.

A mí esta escena me hace pensar en nuestros días, en nuestros tiempos. También hoy se quiere acallar la pregunta, la petición, el grito dirigido a Jesús, a Dios. No es “políticamente correcto” expresar en público nuestra oración, nuestro grito a Dios. También hoy se intenta muchas veces acallar las preguntas más serias del corazón. Y así ante la muerte, ante una gran tragedia ya no se pregunta ¿qué será de ellos, de los que han muerto?, sino que se llama a los psicólogos, para acallar la pregunta, considerada casi patológica.

“Todo conspira para acallarnos”, para acallar nuestras preguntas últimas, que son en realidad las primeras, las más urgentes: ¿qué sentido tiene la vida?, ¿es posible amar para siempre?, ¿existe el perdón para el mal que yo cometo?, ¿tiene salvación nuestro mundo, nuestra vida?... ¿Será posible ser feliz?

Os leo las palabras de una chica, llamada Laura, que hablaba así de la tentación de sofocar las preguntas: “Algunas mañanas, cuando me despierto y me asaltan estas cuestiones, casi pienso que es mejor no tenerlas en cuenta, que es mejor acallarlas, porque me obligan a tomar en serio mi vida. Mil veces caigo en este punto, es decir, prefiero escapar de estas cuestiones con la esperanza de que pasen pronto y todo se resuelva sin que yo sufra demasiado, esforzándome lo mínimo por encontrar una respuesta... Pero hay un problema: puedo pasar días enteros ignorando ciertas circunstancias, me he vuelto una experta en hacerlo, pero no puedo acallar mi corazón, y esto es lo que me salva, lo que hace que esté viva todavía. Mi corazón grita, grita ahora más que nunca”.

Es lo que hace el ciego del Evangelio. “Gritaba con más fuerza”. Entonces, Jesús, al escuchar su grito, se detiene y lo llama a su presencia. “LLamaron al ciego diciéndole: Ánimo, levántate, que te llama. Soltó el manto, dio un salto y se acercó a Jesús”. Era ciego, pero no paralítico. “Dio un salto”, lleno de alegría, de esperanza... “y se acercó a Jesús”. ¿Os dais cuenta? Esto también lo podemos hacer nosotros. Gritar a Cristo, acercarnos a Él. Jesús le dijo: “¿Qué quieres que haga por ti?” Es fantástico. Jesús ve que es ciego, sabe lo que quiere. Pero se lo pregunta, para hacerle consciente de su necesidad. Cristo no puede obrar en nosotros, no puede curar nuestra ceguera si no se lo pedimos, si no le gritamos.

Cristo nos pregunta hoy, ahora: “¿Qué quieres que haga por ti?” ¿Qué necesitas? No salgáis de este templo, no salgamos, sin identificar nuestra necesidad más radical, sin responder a la pregunta de Cristo, que nos habla hoy a través de la liturgia, de la Palabra proclamada, de la Eucaristía.

El ciego pidió ver y Jesús se lo concedió, pero le dijo: “Tu fe te ha curado”. Es como si le dijera: “No ha sido magia, sino un milagro posible por tu fe en mí”. La fe, hermanos, nos cura, nos salva. Bartimeo, el ciego del Evangelio, “recobró la vista” al momento y -añade el Evangelio- lo seguía por el camino”.

Concluyo con esta observación: el ciego recobró la vista, pero no volvió al lugar de antes -al borde del camino-, ni se fue a su casa, sino que siguió a Jesús, se convirtió en discípulo suyo. Al recobrar la vista pudo ver a Jesús, en quien ya había creído. Por eso el mayor milagro es la fe, es ver a Jesús y ser discípulos suyos. Hermanos, no ahoguemos el grito de nuestro corazón, no acallemos las preguntas. Gritemos al Señor y aumentará nuestra fe. Sigamos a Jesús por el camino de la vida y podremos cantar cada día: “El Señor ha estado grande conmigo y estoy alegre”. Que así sea.

Juan Miguel prim Goicoechea

martes, 20 de octubre de 2009

Apartarse para abarcar mejor el mundo

Estoy leyendo un libro que reúne artículos breves de Gilbert Cesbron, escritor católico francés (1913-1979). Lo compré hace unos días en la feria del Libro de Alcalá de Henares. He encontrado estas páginas sobre la oración contemplativa, escritas en 1954, que os ofrezco:

"En un siglo que confunde Caridad y Bondad, tenemos que seguir afirmando este escándalo: que el Desprendimiento es poco sin la Plegaria y que, si hay que establecer entre ellos un orden de precedencia, lo primero es la Plegaria.

Pero, ¿no se está también muy tranquilo tras los muros de un monasterio? Una vida regulada con exactitud y rosas en el jardín del claustro; se come todos los días (poco, pero con seguridad); y todas las noches se duerme (poco, pero apaciblemente). ¿Qué importa que el mundo se hunda con tal de que sigan sólidos los muros que rodean al convento? ¿A quién podremos hacerle creer que esa vida sea más meritoria, más eficaz, más heroica que la del misionero o de la hermanita de los pobres? ¿A quién se lo haríamos creer?

Pues a nosotros, a los cristianos. A nosotros que, por vocación, aceptamos lo imposible. En un mundo donde los ricos son desgraciados y felices los que lloran, en un mundo en que lo que permanece oculto para los sabios se les revela a los pobres de espíritu, no podemos sorprendernos de que los más silenciosos e inmóviles puedan ser los más eficaces, y los más recluidos y aislados del peligro, resulten los más heroicos (...)

En cualquier cosa se puede creer a medias -lo cual viene a ser incluso una cierta definición de la inteligencia- pero en Cristo, en cambio, no se puede creer a medias (...) Ya veis que es imposible escapar. El cristianismo no es una religión de viejas sino de hombres hechos. Sería tan cómodo creer sólo a medias... Pero eso no vale. Hay que enfrentarse decididamente con un cierto número de verdades escandalosas. Y ésta es una de ellas precisamente: que la plegaria es más operante que la acción y que los conventos son tan útiles como los dispensarios por la sencilla razón de que el alma es más importante que el cuerpo.

Es muy conveniente para todos nosotros, muertos y vivos, cristianos o no, es muy bueno para todos -pues todos somos hijos de Dios- que los monjes y las monjas, mientras nosotros dormimos aún, recen en el frío y en la soledad. Nos beneficia mucho a todos, cardenales o ateos, que esos hombres y mujeres vayan llenando gota a gota, en su aislamiento, esa doble cisterna de agua viva de la que también depende lo que llamamos nuestra salvación y que nos permitirá la alegría de contemplar juntos a Cristo en toda su gloria, su justicia y su verdad. Es muy bueno para todos nosotros que mientras nos afanamos y hacemos nuestras cuentas, mientras que caemos en esa sutil trampa del «deber cumplido», unos hombres y unas mujeres restablezcan con sus oraciones el equilibrio de un mundo del que sólo se han apartado para abarcarlo mejor, de un modo total y sin distinguir ya entre círculos, clases ni naciones, sin esos límites tan frágiles que los hombres han impuesto a la Creación. Es muy saludable para nuestra alma que ellos estén en silencio mientras que nosotros discurseamos, que obedezcan mientras que nosotros creemos mandar y que la grave campana de los monasterios suene más fuerte, sin saberlo nosotros, que el timbre de nuestro teléfono.

¿Con qué derecho vamos a establecer un orden jerárquico entre el sacerdote y el monje si Dios se ha tomado el trabajo de llamarlos claramente por uno u otro camino? Asimismo, ¿cómo nos atreveríamos a juzgar inútil o parásito a uno de esos caminos sólo porque es más secreto, más exigente, más desnudo? ¿Qué sería el día sin la noche que lo separa del siguiente y nos permite reparar nuestras fuerzas? ¿O la primavera sin el invierno silencioso, en que la tierra descansa? ¿O la fruta sin el hueso que la perpetúa? ¿Y qué sería el hombre sin la mujer? Así, la Iglesia es doble; militante y de clausura, Iglesia de acción y de plegaria en donde el sacerdote de la misión obrera y la carmelita, hermanos que nos parecen tan distanciados, viven unidos bajo la mirada de Dios.

Es muy beneficioso para todo el mundo que el hijo del multimillonario y del general en jefe y el del gran político, le anuncien solemnemente a su padre que han elegido el Silencio, la Obediencia y la Pobreza y no ya que «renuncien» al mundo sino que se entreguen verdaderamente a él detrás de los muros infranqueables de un monasterio...

Gilbert Cesbron, ¡Soltad a Barrabás!, Ediciones Destino, 1976, pp. 40-43

domingo, 18 de octubre de 2009

La petición de los hijos de Zebedeo

Homilía del domingo 18 de octubre de 2009 (XXIX del tiempo ordinario, ciclo B)

"El Evangelio de este domingo nos presenta a dos de los discípulos de Jesús, Santiago y Juan -los hijos de Zebedeo- formulando una petición, o más bien casi una orden, a Jesús: “Maestro, queremos que hagas lo que te vamos a pedir”. ¿Cómo reaccionaríais vosotros si uno de vuestros hijos os dijera “quiero que hagas lo que te voy a pedir”? Probablemente todos responderíamos algo así como: “lo haré si quiero”, o al menos, “lo haré si lo considero oportuno”. Desde luego no parece una forma adecuada de pedirle algo a Jesús, y sin embargo muchas veces es lo que hacemos con Dios; le decimos lo que debe hacer por nosotros.

Ahora bien, Jesús parece no ofenderse, ya que hay confianza entre los discípulos y Él. Entonces les pregunta: “¿Qué queréis que haga por vosotros?” A ver si por lo menos el contenido de la petición es justo. Pero fijaros, lo que le piden los dos hermanos, nada menos que Santiago y Juan, es “sentarnos en tu gloria uno a tu derecha y otro a tu izquierda”. ¡Caramba! ¡El tráfico de influencias está ya presente en el Evangelio! Quieren llegar alto. Es lógica la reacción de los demás discípulos “que se indignaron contra Santiago y Juan”, no sabemos si porque se les habían adelantado en pedir este privilegio o porque les parecía indigno de un discípulo buscar el poder y el prestigio de esa manera.

Lo cierto es que los discípulos dan muestras de no haber comprendido el sentido de la realeza de Cristo. Pese al tiempo que llevan conviviendo estrechamente con Jesús no han entendido ni su mensaje, ni su Persona. Jesús, con paciencia pero también con firmeza les responde: “No sabéis lo que pedís. ¿Sois capaces de beber el cáliz que yo he de beber o de bautizaros con el bautismo con que yo me voy a bautizar?” Jesús sabe que al trono de gloria, a la gloria del cielo se llega por la humildad, por la obediencia a la voluntad del Padre, por la entrega de la propia vida. Por eso les habla del cáliz... de la pasión -el cáliz que alzamos en la Eucaristía cada domingo-, que es su sangre derramada por amor; y les habla del bautismo por el que ha de pasar, también éste de sangre, el bautismo de la pasión, muerte y resurrección. Pero ellos no entienden. Todavía no han comprendido que el Hijo del hombre, el Buen Pastor, debe padecer y derramar su sangre por la redención de los hombres. Con una enorme audacia, hija de la ignorancia, afirman: “Lo somos”. “Somos capaces”. Jesús entonces les anticipa la participación en su mismo destino: “El cáliz que yo voy a beber lo beberéis, y os bautizaréis con el bautismo con que yo me voy a bautizar, pero el sentarse a mi derecha o a mi izquierda no me toca a mí concederlo; está ya reservado”. Los discípulos llegarán a la gloria, ciertamente, pero pasando por el martirio, por la entrega de sus vidas. Es la condición del discípulo, que no es más que su maestro.

Jesús aprovecha esta situación para dar una lección a sus amigos, y con ello nos alecciona también a nosotros. “Sabéis -les dice- que los que son reconocidos como jefes de los pueblos los tiranizan, y que los grandes los oprimen. Vosotros, nada de eso: el que quiera ser grande, sea vuestro servidor; y el que quiera ser primero, sea esclavo de todos. Porque el Hijo del hombre no ha venido para que le sirvan, sino para servir y dar su vida en rescate por todos”.

Esto es lo que siempre diferenciará al cristianismo de cualquier filosofía, sistema político o ideología. Jesús invierte los valores. No es más grande el que domina, sino el que sirve. No es primero el que tiene el poder de oprimir, el más fuerte, sino el que más ama, el que más sirve a sus hermanos y a Dios. Es el ejemplo de los santos. Es el ejemplo de la liturgia.

Quizá alguno de vosotros se haya detenido un momento en estos días a leer un cartelillo que hay a la entrada de esta iglesia, aunque seguramente os haya pasado desapercibido. En él se dan las razones por las que los cristianos nos arrodillamos en misa en el momento de la consagración, cosa que no todos hacen, por una mala comprensión del gesto de arrodillarse. Recoge el cartel una frase de Benedicto XVI que dice: “Arrodillarse en adoración ante el Señor es el remedio más válido y radical contra las idolatrías de ayer y hoy. Arrodillarse ante la Eucaristía es una profesión de libertad: quien se inclina ante Jesús no puede y no debe postrarse ante ningún poder terreno, por más fuerte que sea. Nosotros los cristianos sólo nos arrodillamos ante el Santísimo Sacramento”.

Es una afirmación revolucionaria. Nunca es el hombre más grande que cuando se arrodilla ante el Señor, cuando reconoce su fragilidad y su grandeza. Todo lo contrario de lo que sostenía Nietzsche, el profeta de la muerte de Dios, del nihilismo y del superhombre, quien creía que el cristianismo era la religión de los débiles, de los pusilánimes, de los resentidos. Pero hay que ser fuerte para reconocer la propia fragilidad, para luchar todos los días por la propia conversión. El único superhombre es Cristo, porque siendo hombre verdadero es a la vez Dios. Él es, como dice hoy la Carta a los Hebreos, “el sumo sacerdote grande, que ha atravesado el cielo, Jesús, Hijo de Dios”. Él no es “incapaz de compadecerse de nuestras debilidades”, pues “ha sido probado en todo exactamente como nosotros, menos en el pecado”.

Cristo, como decía la lectura del profeta Isaías fue “triturado con el sufrimiento” y entregó su vida “como expiación”. Pero “verá su descendencia, prolongará sus años, lo que el Señor quiere prosperará por su mano”. La descendencia de Cristo la vemos todos los días en la vida de la Iglesia. La veíamos el pasado viernes en la Vigilia de Oración por la Vida que presidía en esta Catedral nuestro Obispo, D. Juan Antonio. La vimos ayer en el clamor, pacífico pero profético, de un pueblo que afirma la vida, que defiende a la mujer, que respeta y apoya la maternidad. La vemos también -hoy, día del Domund- en los miles de misioneros y misioneras que anuncian incansablemente el Evangelio en los cinco continentes, sirviendo al hombre, a su promoción integral. Como nos recuerda el Papa en su Mensaje de este año para el Domund: “La Iglesia no actúa para extender su poder o afirmar su dominio, sino para llevar a todos a Cristo”. Y afirma también: “La misión de la Iglesia es la de ‘contagiar’ de esperanza a todos los pueblos”. Somos “germen de esperanza”.

“El Señor ama la justicia y el derecho y su misericordia llena la tierra”, hemos cantado con el salmista. Que luchemos incansablemente por la justicia y el derecho, oponiéndonos siempre -de manera pacífica- a las leyes injustas, a las situaciones de violencia hacia la mujer embarazada y hacia la vida humana en el seno materno, hacia toda forma de violencia o de injusticia. Que, como nos exhortaba nuestro Pastor en la Vigilia del viernes pasado, promovamos la cultura de la vida, no juzguemos nunca a quien sufre los errores y la violencia de esta sociedad, y ejercitemos la misericordia con todos. El más fuerte es el que ama más, el que abraza más, el que no se resigna al mal. Que la Virgen María, nuestra Señora del Val, nos alcance la gracia de ser verdaderos discípulos de su Hijo, Jesucristo nuestro Señor. Así sea".

Juan Miguel Prim

domingo, 11 de octubre de 2009

El joven y triste rico

Homilía del domingo 11 de octubre de 2009 (XXVIII del tiempo ordinario, ciclo B)

“La Palabra de Dios es viva y eficaz, más tajante que espada de doble filo, penetrante... juzga los deseos e intenciones del corazón”. Son palabras de la segunda lectura de hoy, de la Carta a los Hebreos.

Hermanos, cuando cada domingo atravesamos el umbral, la puerta de esta Catedral, estamos aceptando ser iluminados, fortalecidos y también corregidos por la Palabra del Señor, Palabra viva y eficaz. Eso implica en nosotros una disposición básica, pero que no podemos dar por supuesta: la de aquellos que buscan humilde y sinceramente la Verdad.

“Todo está patente -sigue diciendo la Carta a los Hebreos-, todo está patente y descubierto a los ojos de aquél a quien hemos de rendir cuentas”. “No hay criatura que escape a su mirada”. Hay muchas personas a las que este vivir siempre bajo la mirada de Dios les agobia, les resulta insoportable, como si Dios fuera el “Gran Hermano”, o mejor el “Gran Padre” que continuamente nos acecha. Pero mirad, igual que no nos molesta vivir bajo la luz del sol que da vida, el sol que alegra y caldea nuestros días, no sólo no debe darnos miedo la mirada de Dios, sino que debe infundirnos alegría, esperanza, pues hay Alguien que nos ama, Alguien que sabe realmente lo que nos pasa, Alguien que valora y premia nuestros esfuerzos.

Hemos rezado con el salmo 89: “Sácianos de tu misericordia y toda nuestra vida será alegría”. La alegría no nos la da el que lo hagamos todo bien, ni el no equivocarnos, sino el saber que estamos en el camino justo, que nos arrepentimos del mal que hacemos, que vivimos bajo la mirada misericordiosa de Dios.

Lo contrario a la alegría es la tristeza y ése es el sentimiento que experimentó el personaje del evangelio de hoy, el joven rico, como la tradición cristiana le ha denominado, pues no conocemos su nombre. Él llegó corriendo ante Jesús, impulsado por su deseo sincero de ver a este hombre del que sin duda le habían hablado. Se pone de rodillas ante Él y le pregunta: “Maestro bueno, ¿qué haré para heredar la vida eterna?” La pregunta es buena: ¿qué he de hacer para tener vida verdadera, para que mi alegría no caduque, para alcanzar la vida eterna? ¿Acaso no es eso lo que todos deseamos: vivir para siempre, vivir bien? Hoy que se habla tanto de “calidad de vida” pensemos que no hay vida de más calidad que la vida eterna.

Pero Jesús, que conoce los deseos e intenciones del corazón, le responde: “¿Por qué me llamas bueno? No hay nadie bueno más que Dios”. Preguntémonos por qué Jesús dice esto. Él mismo es bueno, pues en Jesús no hubo mal deseo, ni mala intención, ni pecado alguno, pero Él mismo es Dios. Y el joven rico no lo ha reconocido todavía como Dios. Para Él Jesús es un maestro de moral, un rabbí. Y además, como veremos a continuación, el joven rico se considera bueno, se cree bueno. Cuando Jesús le dice que el bien consiste en seguir y cumplir los mandamientos el joven responde: “Todo eso lo he cumplido desde pequeño”. Como diría Don Pablo -párroco de Santa María y anterior párroco también de esta iglesia- vamos a bajar la imagen del santo de su peana y te ponemos a ti. El joven se cree bueno. Por eso Jesús le ha dicho: “Sólo Dios es bueno”.
Entonces Jesús -mirándole con cariño- le propone un seguimiento radical, le invita a salir de sí mismo, de su “yo”, que es todavía el centro, para seguirle: “Una cosa te falta: anda, vende todo lo que tienes, dale el dinero a los pobres, así tendrás un tesoro en el cielo, y luego sígueme”. Si Jesús le hubiera dicho que tenía que hacer más ayunos o más oraciones, seguramente las habría hecho, pero hubiera seguido centrado en sí mismo, sin reconocer y amar a Dios. Por eso le dice: “Sígueme”. Comienza a seguir a otro distinto de ti, ama a Otro, con mayúsculas. No estés tan preocupado por tu propia perfección, ni siquiera por tu salvación. Aprende a amar, a olvidarte de ti. Sígueme.

Entonces, “él frunció el ceño y se marchó pesaroso -triste-, porque era muy rico”. ¿Le ataban las riquezas? Sí, desde luego, pero sobre todo le ataba su propio “yo”. Esto es lo que más nos cuesta, hermanos, lo que más nos hace sufrir: el egoísmo, la afirmación suicida, la afirmación a muerte del propio “yo”, la incapacidad de amar y de dejarnos amar sin merecerlo. Queremos merecer el amor, siendo buenos. Pero las cosas no funcionan así.

Ante la retirada del joven, Jesús dice: “¡Qué difícil les va a ser a los ricos entrar en el reino de Dios!” Hoy en día esta afirmación no nos causa demasiados problemas, porque como no somos ricos -al menos según los criterios occidentales- pensamos que estas palabras no tienen que ver con nosotros. Seguimos teniendo metida en la cabeza la lucha de clases. Pobre igual a bueno, rico igual a malo. Pero Jesús no dice exactamente eso. Él dice: “¡Qué difícil les es entrar en el reino de Dios a los que ponen su confianza en el dinero!” Así se explica la reacción de los discípulos, que primero se extrañan y luego se espantan de las palabras de Jesús: “¡Entonces, ¿quién puede salvarse?” Porque todos, también nosotros hermanos, ponemos la confianza de nuestra vida, nuestra alegría y seguridad, en nuestros bienes. “Sólo Dios es bueno”, sólo Él es totalmente libre y vive sólo de Amor. Nosotros mezclamos a Dios y el dinero, ponemos una vela a Dios y otra... ¡Dios sabe a qué!

Como le pasó al joven rico, que se marchó triste renunciando a su deseo, también nosotros tenemos muchas veces miedo a perder algo si seguimos con mayor radicalidad a Cristo. Pero “Cristo no quita nada, sino que lo da todo”. Es la experiencia de los santos, de aquellos canonizados, como hoy lo ha sido en Roma el hermano Rafael, o de los “santos” que viven a nuestro lado, cuya alegría es Dios, su amor. El domingo pasado -día de San Francisco de Asís- acompañé por la tarde a una joven de nuestra parroquia, Sofía, en su entrada en el Monasterio de la Aguilera, de las clarisas de Lerma. La alegría de su rostro y el testimonio luminoso de las otras 138 clarisas de ese monasterio son signo incontestable de que Cristo lo da todo. Decía el hermano Rafael, desde hoy San Rafael Arnáiz: “Dios no nos exige más que sencillez por fuera y amor por dentro”. Lo repito: “Dios no nos exige más que sencillez por fuera y amor por dentro”. Quedaos con esta frase. Que nos acompañe en nuestra vida cotidiana. Seamos sencillos, pobres, y vivamos de amor, amor por dentro, sin alharacas, sin llamar la atención, sin intentar demostrar que somos buenos.

Esta es la sabiduría de la que hablaba la primera lectura: “La preferí a cetros y tronos... No le equiparé la piedra más preciosa, porque todo el oro, a su lado, es un poco de arena, y junto a ella la plata vale lo que el barro. La quise más que a la salud y la belleza, y me propuse tenerla por luz, porque su resplandor no tiene ocaso. Con ella me vinieron todos los bienes”. Hermanos, sigamos a Jesús y heredaremos la vida eterna. Amén".

Juan Miguel Prim

domingo, 4 de octubre de 2009

No es bueno que el hombre esté solo

Homilía del domingo 4 de octubre de 2009 (XXVII del tiempo ordinario, ciclo B)

"Queridos hermanos, la liturgia de la Palabra de este domingo nos habla de una hermosa verdad de nuestra fe: que Dios, en su designio amoroso, ha querido crear al ser humano “a su imagen y semejanza”, a imagen de su naturaleza trinitaria, de modo que “no es bueno que el hombre esté solo”, pues cada uno de nosotros sólo puede alcanzar su verdadera estatura en el amor, en la relación con los demás y con nuestro Creador.

Dicho de otra manera: el ser humano no está condenado a un triste y solitario monólogo, a un soliloquio, sino que está llamado a un diálogo, un diálogo con sus hermanos y con Dios, su primer y principal interlocutor. Esta vocación al amor está presente en la Sagrada Escritura desde sus primeras páginas. En efecto, hemos escuchado en el libro del Génesis -el libro de los orígenes del mundo y de la historia- que Dios, al ver al hombre que acababa de crear, se dijo: “No es bueno que el hombre esté solo. Voy a hacerle a alguien como él, para que lo ayude. Entonces el Señor Dios formó de la tierra todas las bestias del campo y todos los pájaros del cielo y los llevó ante Adán para que les pusiera nombre... Pero no hubo ningún ser semejante a Adán para ayudarlo”.

Fijaos, el mundo es la morada del hombre, su hogar, y todos los animales que en él habitan están a su servicio y él los domina, pues “poner nombre” es conocer la naturaleza de las criaturas y ejercer un dominio sobre ellas. Esta es la verdad de la Revelación: el ser humano no es un animal más en la amplia variedad de la fauna terrestre. No es simplemente un animal que ha tenido suerte, en el que de un modo completamente aleatorio se ha desarrollado la chispa de la inteligencia, del lenguaje, del arte y la espiritualidad. El ser humano, tomado del barro de la tierra, es decir, de la materia cósmica -pues como algunos han dicho somos “polvo de estrellas”-, ha sido sin embargo modelado por las “manos de Dios”, recibiendo en sí mismo el hálito divino, el espíritu. Y así, si bien no hemos de ver ninguna incompatibilidad entre la actual constatación del origen evolutivo de la especie humana y la noción bíblica de la creación del hombre, pues éste fue “formado” y “modelado” pacientemente por el Creador, no podemos renunciar a la afirmación de que el ser humano no existiría sin un principio que no es material, es decir, sin un “alma”, que es relación directa y personal con Dios.

Pues bien, todo el mundo creado -nos recuerda el Génesis-, incluidos los animales más cercanos o queridos por el hombre, no resulta compañía adecuada, que pueda hacerle salir de su soledad. “No hubo ningún ser semejante para ayudarlo”, dice el texto bíblico.

Pensemos por un momento cuál sería nuestra situación si estuviéramos absolutamente solos en el mundo. Sin ningún otro ser humano. Por muy hermosos que fueran los paisajes, por muchas comodidades materiales de que pudiéramos gozar, por mucho alimento o vestido del que dispusiéramos, nuestra soledad sería terrible, radical. “No es bueno que el hombre esté solo”. ¿Qué hace entonces Dios? “Hizo caer al hombre en un profundo sueño...” y de una costilla suya, es decir, de su misma naturaleza, de su misma carne y sangre, formó a Eva, la mujer. Hay en este relato del Génesis una importantísima verdad: hombre y mujer son de la misma naturaleza, no sólo de la misma especie -lo cuál es biológicamente evidente-, sino de la misma condición, del mismo orden de ser, y por eso sólo ellos pueden hacerse mutua compañía de un modo completamente distinto a como puedan hacerlo los animales llamados “de compañía”.

El Génesis nos enseña, además, que no hay un solo modo de ser persona humana, sino dos: hombre y mujer, persona masculina y persona femenina. Hombres y mujeres nos complementamos y nos necesitamos. Y en el amor de predilección y en la unidad de una sola carne hombre y mujer resultan fecundos y pueden dar a luz nuevas vidas.
Pero llegados a este punto surge en nosotros rápidamente una objeción. Es verdad que los seres humanos podemos hacernos mucha compañía, que podemos ser verdadera ayuda en la vida, y ésta es una de las dimensiones más enriquecedoras de la amistad, de la familia, del matrimonio... pero -siempre hay un pero-, con frecuencia la convivencia se hace difícil, es mortificante, nos hace sufrir, hasta el punto de llegar a decir aquello de “más vale solo que mal acompañado”.

Y así, la pregunta que los fariseos formulan a Jesús -“¿le es lícito a un hombre divorciarse de su esposa?”- se convierte también en nuestra propia pregunta, y con frecuencia en una implícita o explícita acusación a la Iglesia, por no ser “comprensiva”, por no “darse cuenta” de que el amor entre el hombre y la mujer puede acabar, por anteponer una “ley externa” a la felicidad del ser humano. Sí, hermanos, posiblemente en algunos de vosotros que habéis experimentado un matrimonio difícil, una separación o un divorcio, posiblemente en vosotros esté presente esta misma pregunta. Pero mirad, los fariseos se la hicieron a Jesús para ponerlo a prueba. Nosotros hemos de hacerla con el deseo sincero de escuchar la respuesta del Señor. ¿Qué respondió Jesús? “Desde el principio, al crearlos, Dios los hizo hombre y mujer; por eso dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su esposa y serán los dos una sola cosa. De modo que ya no son dos, sino una sola cosa. Por eso, lo que Dios unió, que no lo separe el hombre”.

¿Hemos de pensar que Dios quiere la infelicidad de hombres y mujeres al condenarles a una vida común sin posibilidad de “rescisión de contrato”? Seamos sinceros: cuando uno ama, desea que el amor dure, que sea para siempre. Los enamorados de todos los tiempos se han jurado amor eterno. El deseo del corazón es claro... su realización en el tiempo no tanto. Muchas veces fallan los cimientos, no hay madurez afectiva, no hay disponibilidad al perdón, falla la comunicación, no hay voluntad de construir juntos... Somos frágiles y egoístas. Podemos elegir mal, podemos darnos cuenta demasiado tarde de haber cometido un error... y entonces, ¿qué quiere Dios de mí? ¿Qué quiere de nosotros?

Mi experiencia de sacerdote -y la experiencia de muchos de mis amigos y conocidos feliz o tristemente casados- me dice que no hemos de negar el ideal porque no seamos capaces de vivirlo sin caídas o dificultades. Las uvas no dejan de estar maduras y apetitosas porque no seamos capaces de alcanzarlas... Cristo propone una y otra vez el mismo ideal a nuestro corazón: es posible amar, es posible la fidelidad, es posible el perdón... pero hace falta un corazón puro. Lo más realista es reconocer nuestra impotencia, nuestra incapacidad y pedir, mendigar. “Dejad que los niños se acerquen a mí, no se lo impidáis, porque de los que son como ellos es el Reino de Dios”.

La Iglesia es el Cuerpo de Cristo, un cuerpo que junto a miembros sanos y felices tiene también miembros heridos, matrimonios rotos, hijos que abandonan la fe de sus padres, sacerdotes o consagrados que no viven bien su vocación... pero no por eso deja de ser el Cuerpo de Cristo. Somos objeto de la misericordia de Cristo, Él cura nuestras heridas, Él carga con nuestras dolencias. Es tarea de toda la comunidad cristiana educar a los niños y a los jóvenes en la belleza de una vocación al amor, generoso y sacrificado, en la alegría de la donación, en la fecundidad del amor esponsal y virginal. Lo que para nosotros es imposible es posible para Dios, es posible con Dios. Y es tarea también de la comunidad eclesial acoger a aquellos que han sido asaltados en el camino de la vida, que han sido vapuleados, que han sufrido la injusticia y el dolor de un amor egoísta. La Iglesia es madre, y por eso, junto con la acogida y la ternura debe levantar nuestra mirada una y otra vez hacia el destino para el que hemos sido creados: “no es bueno que el hombre esté solo”. Por eso Dios nos ha puesto en la Iglesia, para que aprendamos a amar y a dejarnos querer. Para que cumplamos nuestra vocación esponsal, nuestra vocación al amor, pues “el Creador y Señor de todas las cosas quiere que todos sus hijos tengan parte en su gloria”. Que así sea".

Juan Miguel Prim

jueves, 1 de octubre de 2009

El Papa ha viajado a Praga y en esta hermosa ciudad ha citado a Kafka, quien afirmaba:

"Quien mantiene la capacidad de ver la belleza no envejece nunca".

Ha dicho el Papa, Benedicto XVI:

"Si nuestros ojos permanecen abiertos a la belleza de la creación de Dios y nuestras mentes a la belleza de su verdad, entonces podremos verdaderamente esperar seguir siendo jóvenes y construir un mundo que refleje algo de la belleza divina".

domingo, 13 de septiembre de 2009

¿Quién dices tú que soy Yo?

Homilía del domingo 13 de septiembre de 2009 (XXIV del tiempo ordinario, ciclo B)

"“¿Quién dice la gente que soy yo?” Es la pregunta que Jesús dirige a sus discípulos en el Evangelio de hoy. Es como si Jesús preguntara: “¿Qué piensa la gente de mí? ¿Quién creen que soy yo?” Es una pregunta que no tendría sentido si Jesús no tuviera la pretensión de ser alguien especial.

El otro día, en una reunión de sacerdotes -hablando de los objetivos y de las iniciativas del Año Sacerdotal- un párroco proponía preguntar a nuestros fieles qué piensan de nosotros como sacerdotes, para así saber mejor en qué hemos de corregirnos y qué espera el pueblo de Dios de nosotros. Es interesante, desde luego, ya que es fácil que la imagen que tenemos de nosotros no coincida con el modo en que nos ven los demás. ¿Es eso lo que pretende Jesús al preguntar “¿quién dice la gente que soy yo?” Me parece que no. Jesús no está preocupado por su popularidad, ni por su imagen. Jesús puede leer en los corazones de sus amigos y de sus adversarios, como tantas veces vemos en el Evangelio. No es por curiosidad por lo que hace la pregunta a sus discípulos. Es para que ellos mismos se hagan la pregunta.

Ellos responden enumerando las opiniones que los judíos tenían sobre Jesús: “Unos dicen que eres Juan Bautista”, porque el pueblo estimaba a Juan, que había muerto injustamente por el odio de Herodías y la pusilanimidad de Herodes y pensaban que Dios lo había enviado de nuevo en Jesús, para continuar su misión profética; “Otros dicen que eres Elías”, el gran profeta de Israel, arrebatado al cielo en un carro de fuego, y del que la tradición judía decía que volvería en los tiempos mesiánicos; “otros que uno de los profetas”... es decir, que en realidad el pueblo creía en Jesús como profeta de Israel, veía en él algo especial, lo veía como enviado de Dios.

¡Qué diferencia entre aquellos tiempos y los nuestros! Todos los hombres y mujeres de aquella época creían en Dios, aunque luego pudieran ser impíos o pecadores. Hay un salmo que expresa bien la mentalidad del hombre de casi todas las épocas, menos la nuestra: “Dice el necio para sí: no hay Dios”. Ese versículo del salmo 14 expresa el sentido común del hombre sano: negar a Dios es una necedad, decir que no hay Dios es propio de necios. ¡Cuántos necios hay entonces hoy! Porque hoy lo raro es decir que hay Dios. El necio -hoy- es el hombre creyente, el que sigue creyendo en el mito de Dios, como hoy dirían tantos “profetas” posmodernos.

Hace veinte o treinta años todavía podía darse un fenómeno como Jesucristo Superstar, que llegó a España en 1975. Se trataba desde luego de una visión reductiva de la figura de Jesús, propia de la ideología de la época, pero ponía de manifiesto que Jesús de Nazaret era aún un referente en el mundo de la cultura y de las masas. Hoy algo así parecería imposible. Cuando hace unos años llegó a las pantallas La Pasión de Cristo de Mel Gibson la crítica la despachó rápidamente denunciándola como violenta y sádica, ¡como si Jesús hubiera muerto en la cama, de muerte natural!

“¿Quién dice la gente que soy yo?” ¿Qué responden los hombres de nuestro tiempo a esta pregunta de Jesús? “Unos, que no exististe, que te inventaron los cristianos; otros, que fuiste un judío marginal, opuesto a la casta sacerdotal de la época; otros, que un idealista que acabó mal”. En cualquier caso, nadie al que prestar mucha atención, pues aunque la fe cristiana haya marcado la historia, el arte y la cultura, se trata de algo del pasado, de algo felizmente superado.

“Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?”. Esta es la pregunta radical. No qué piensa la gente de Cristo -pues eso no nos dice sino cuál es el estado actual de nuestra cultura-, sino quién decimos nosotros, los cristianos, los discípulos de Jesús, que es Él.

Pedro, en nombre de los Doce, dijo: “¡Tú eres el Mesías!”, el Ungido, el enviado de Dios. Los discípulos sí habían comprendido quién era Jesús, pero su mentalidad todavía no había cambiado, seguían anclados en sus ideas de las cosas, como se ve en la actitud de Pedro: cuando Jesús anuncia su Pasión, Muerte y Resurrección Pedro se lo lleva aparte e intenta disuadirlo -con toda su buena intención-, pero Jesús -en presencia de los discípulos- increpa a Pedro: “¡Quítate de mi vista, Satanás! ¡Tú piensas como los hombres, no como Dios!” Son las palabras más duras que Jesús dirige a Pedro, el primero entre los discípulos. Le duele más la mentalidad de Pedro que su misma traición. Y es que el problema, hermanos, no es que seamos coherentes, sino que conozcamos a Cristo, que sepamos realmente quién es, que decidamos seguirle como Él quiere ser seguido: “¡El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Pues el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mí y por el Evangelio la salvará”.

¿Quién quiere perder la vida? Yo no, desde luego. Yo quiero salvarla, quiero ser feliz, estar en paz. Pero Jesús me dice cómo estoy hecho, cómo puedo ser feliz. Ya lo decía San Agustín: “Todos están de acuerdo en que quieren ser felices, pero no están de acuerdo de en qué consiste la felicidad”... en los honores, los placeres, las riquezas, el poder, la fama, en Dios...

Jesús me dice que para salvarme debo perderme, lo cual parece contradictorio... pero si lo miro a Él lo entiendo. Dando mi vida, gastándome por aquellos que amo, seré feliz. “La puerta de la felicidad se abre hacia fuera, y a quien intenta abrirla hacia dentro se le cierra cada vez más”. De esto son testigo todos lo que aman: los padres y madres, los enamorados, los buenos amigos, los santos... Nos lo recuerda hoy también el apóstol Santiago: “La fe, si no tiene obras, por sí sola esta muerta”.

Os pongo un ejemplo de ayer mismo. Tengo un amigo sacerdote que es capellán en la cárcel de menores de Brea de Tajo. Comenzó a visitar la cárcel porque el Obispo se lo pidió. Hoy, un año después, acompaña a un grupo de jóvenes presos con los que se encuentra cada domingo, hablan de la vida, de la libertad, de la fe y se están dando casos de verdaderos cambios de mentalidad. Este sacerdote nos comunicaba anoche su alegría, porque ha visto que la fe cuando se pone en obra cambia la vida.

Mañana celebra la Iglesia la Exaltación de la Santa Cruz: ¡no temamos la Cruz de Cristo, pues es Cruz de Amor y de Gloria! ¡Amemos la Cruz de Cristo, pues es la señal de nuestra victoria! ¡No temamos dar la vida, pues hay más gozo en dar que en recibir!

¡Qué María Santísima, a la que estamos honrando en estos días en la novena de la Virgen del Val, nos enseñe a dar la vida con alegría! ¡Qué María Santísima, a la que hoy invocamos como Santina de Covadonga, junto con los amigos de la Casa de Asturias, nos haga amar la vida y encontrar el camino de la felicidad verdadera!"

Juan Miguel Prim

domingo, 6 de septiembre de 2009

Effetá, ábrete

Homilía del domingo 6 de septiembre de 2009 (XXIII del tiempo ordinario, ciclo B)

"La liturgia de la Palabra de este día nos habla de oídos que se abren, de lenguas que se destraban y ojos que se despegan. El profeta Isaías anunciaba en la primera lectura los tiempos del Mesías: “Sed fuertes, no temáis. Mirad a vuestro Dios, que trae el desquite, viene en persona... Se despegarán los ojos del ciego, los oídos del sordo se abrirán..., la lengua del mudo cantará”.

Y en el Evangelio, en el capítulo séptimo de San Marcos, se narra la curación de un sordomudo. Llama la atención el modo en que Jesús realiza el milagro. Dice el texto evangélico que: “apartándolo de la gente a un lado, le metió los dedos en los oídos y con la saliva le tocó la lengua” -¡no parece un gesto muy apropiado para estos tiempos, en los que estamos tan sensibilizados con la transmisión de la gripe!-. Jesús podría curar con sólo su palabra, pero quiere tocar al enfermo. Igual que Dios pudo crear en el origen nuestro universo con sola su Palabra, pero no desdeñó usar sus manos -el Hijo y el Espíritu- para modelar al hombre del barro de la tierra. Es decir, Dios nos creó y Cristo nos recrea. Hay en la curación de este sordomudo un gusto a nueva creación. Necesitamos que Cristo nos toque y libere nuestros sentidos.

Dice el Evangelio: “... y mirando al cielo suspiró y le dijo: Effetá, ábrete”. Effetá, esta palabra evoca inmediatamente uno de los ritos del Bautismo, que desgraciadamente desde hace unos años no siempre se realiza en la administración del sacramento. El sacerdote, tras haber ungido y haber bautizado a la criatura, toca con su dedo pulgar los oídos y la boca del niño mientras dice: “El Señor Jesús, que hizo oír a los sordos y hablar a los mudos, te conceda, a su tiempo, escuchar su Palabra y proclamar la fe, para alabanza y gloria de Dios Padre. Amén”.

Este rito bautismal, llamado exactamente Effetá, indica uno de los efectos en nosotros del bautismo, es decir, de la gracia de Cristo: nuestros oídos, nuestra inteligencia, se abren para que podamos escuchar y comprender la voz de Dios. Y nuestra boca, nuestra lengua, recibe el poder de proclamar las maravillas de Dios. Cristo toca nuestra vida para que no seamos sordos y mudos, para que no seamos irracionales como caballos y mulos -la imagen no es mía sino de la Sagrada Escritura-, para que podamos alabar y dar gloria a Dios Padre.

Si los cristianos no oímos la voz de Dios, decidme, ¿de qué vamos a vivir? ¿Qué va a llenar nuestros pensamientos, en qué vamos a soñar, qué vamos a desear? Seremos esclavos de un mundo finito, cerrado sobre sí mismo, asfixiante. Si nuestros oídos no están abiertos, por la gracia de Dios, sólo retumbarán en nuestras cabezas nuestros propios temores, nuestros miedos, nuestras pesadillas, una y otra vez repetidas. ¿No es así, hermanos, muchas veces en nuestra vida?

Y si nuestros labios no se abren a la alabanza, si no cantan las maravillas de Dios, ¿para qué sirven? ¿Para una cháchara vacía, superficial, inútil? ¡Cuántas palabras se emiten todos los días que no valen nada, que tan pronto como se pronuncian caen en la nada, pues no han pasado -adquiriendo calor y verdad humanas- por la mente y el corazón! La tradición cristiana ha invitado siempre a velar sobre nuestros sentidos, comparando al ser humano con una fortaleza en la que no debe entrar el enemigo. Los centinelas son los sentidos, los ojos, los oídos... No todo nos conviene, hermanos. Hemos de elegir, hemos de preferir ver y escuchar aquello que es noble, que es verdadero, que es bueno. Y también debemos velar sobre lo que sale de nuestros labios, pues podemos hacer mucho mal con nuestros comentarios, con nuestros juicios sin piedad... Effetá, ábrete al bien, a la verdad, a la belleza que Dios continuamente crea.

Pero para oír la Palabra no basta tener los oídos abiertos. Hace falta que se proclame la Palabra. Para ver cosas grandes no basta tener ojos que ven, es necesario estar ante cosas grandes, volver nuestros ojos a la Presencia de Cristo Resucitado. Nuestro problema, hermanos, es que casi siempre separamos las palabras cristianas de los hechos que manifiestan su verdad. Pero como dice uno de los documentos más importantes del Concilio Vaticano II la Revelación, es decir, la comunicación de Dios a los hombres, se produce por “hechos y palabras intrínsecamente unidos”. Y San Agustín decía: “en nuestras manos están los códices -es decir, la sagrada escritura-, en nuestros ojos los hechos”. No podemos reducir el cristianismo a palabras, aunque sean palabras de la tradición cristiana. Necesitamos ver hechos, es decir, necesitamos testigos.

Pablo VI dijo en una ocasión que “el hombre de hoy escucha con más gusto a los que dan testimonio que a los que enseñan, o si escucha a los que enseñan es porque dan testimonio”. Tenemos necesidad de testigos, más que de maestros. Porque podemos escuchar con gusto a un maestro, pero luego ser incapaces de poner en práctica sus enseñanzas. Sin embargo el testigo nos mueve, porque nos conmueve.

El domingo pasado os proponía dos testimonios, el de la mujer curada milagrosamente en Lourdes y el de una mujer ecuatoriana cuya vida triste y dramática había cambiado gracias al encuentro con la Iglesia. Hoy quiero proponeros un testimonio más cercano, el de una joven que durante cuatro años ha participado de la vida de nuestra parroquia. Sofía, estudiante de medicina, a la que muchos de vosotros conocéis, el pasado viernes en la oración de jóvenes en el oratorio de San Felipe Neri anunciaba su próxima entrada en un Monasterio de Clarisas. Os leo solamente dos párrafos del testimonio que ella ha escrito:

“Mi vida ha sido de lo más normal. Hasta el paso a la Universidad yo he vivido junto a mis padres y hermanas en Manzanares (Ciudad Real). Fui a un colegio de religiosas. He crecido en un ambiente cristiano, no sólo en el colegio sino, sobre todo, en mi casa. Recuerdo que con 13 años ya tenía claro que mi vida era para entregarla a Dios, y mi mayor deseo era poder dedicarme a ayudar a los pobres de África. Y fue precisamente por este deseo por el que años después comencé la carrera de Medicina en Alcalá de Henares. Ahora tengo 22 años. Hace unos meses terminé 4º de Medicina y, si Dios quiere, el próximo 4 de octubre haré mi entrada en el Monasterio de Clarisas de la Aguilera, donde hace dos años -cosas del Misterio- entró mi hermana gemela, Estefanía.

A lo largo de todos estos años Dios me ha ido poniendo delante circunstancias y personas muy concretas a través de las cuales he ido conociendo Quién es Cristo. Para mí Cristo no es una idea o un pensamiento, y la fe no es un bonito sentimiento. Para mí Cristo es una Persona, real y presente, aquí y ahora, y la fe es ese gran Don que se nos concede dentro de la Iglesia y que nos permite conocer, reconocer tal Presencia. Realmente no hay que ir a ningún sitio en especial, no hay que salir de la realidad en la que cada uno vive, donde se le puede reconocer, donde se le puede encontrar. Ha sido a través de testigos, a través de testimonios de vida que me han remitido a Otro.

Y es que podemos pasar por encima de la vida como el surfista pasa por encima de las olas, sin preguntarnos, sin estremecernos, sin conmovernos ante hechos que ven nuestros ojos. Podemos pasar por la vida sin juzgar la realidad que vivimos, sin ir hasta el fondo... Yo simplemente he mirado a mi alrededor y he encontrado a personas que viven de una forma distinta. Todos conocemos tales personas que nos llaman la atención porque tienen ese “algo especial”, como solemos decir con frecuencia... personas ante cuyas vidas me he preguntado por qué viven así o Quién hace posible que vivan así. También ante la persona de Jesús se preguntaban “¿quién es éste?, porque no era como los demás. Y lo que he encontrado en estas personas ha sido a Cristo”.

Termino: “Éste es mi deseo -dice Sofía-, que todos conozcan a Cristo... Mi vida por Cristo y desde Él, y a través de la oración, por todos vosotros, por toda la humanidad. Es desde la oración el modo en el que puedo llegar a todos abrazaros a todos”. Hermanos, que Cristo nos abra los ojos y el corazón para dejarnos conmover por testimonios como éste".

Juan Miguel Prim

lunes, 31 de agosto de 2009

Llamados a vivir

Leo una frase de Pasternak, escritor ruso autor de la famosa obra Doctor Zivago. La fe en Cristo es también para esta vida, no sólo para la vida eterna, por eso urge comunicarla:

“Los cristianos están llamados a vivir, no sólo a prepararse para la vida".

Boris Pasternak

La resurrección dentro de la historia

Sigue hablando Mons. Scola, Patriarca de Venecia. La fe es para esta vida, para comenzar a experimentar la resurrección:

"A lo largo de dos mil años, desde el inicio del cristianismo, se han sedimentado equívocos y distorsiones que han llevado a abrir entre el más allá y el más acá una fractura cada vez más profunda, hasta llegar a verlos como opuestos: un más acá alienante, oscuro y triste, sufrido en vista al rescate en un más allá luminoso, finalmente liberador. Una salvación negada en el presente para asegurarla en el futuro: si fuese esta la propuesta del Dios de Jesucristo, sería inaceptable.

Un grave signo de la actual desorientación de la conciencia cristiana es el equívoco, difundido también en parte del mundo católico, que reduce la gracia de la fe a la pura gracia de la salvación. Dios Padre, en el abismo de su misericordia, dará la salvación también a los habitantes de Tamil Nadu que, aun no habiendo oído hablar nunca de Jesús, se comporten según su conciencia. No es para eso para lo que el Señor fundó su Iglesia; no es para eso para lo que existen los cristianos y el bautismo.

La gracia de la fe -que implica la salvación, pero no se limita a ella- se nos da para testimoniar el destino de resurrección dentro de la historia, para testimoniar el ciento por uno aquí".

Angelo Scola, Gesù Destino dell'uomo, San Paolo, Milán 1999, pp. 59, 65, 66.

domingo, 30 de agosto de 2009

El culto verdadero

Homilía del domingo 30 de agosto de 2009 (XXII del tiempo ordinario, ciclo B)

"Queridos fieles de Cristo: asistimos hoy en el Evangelio a la indignación de Cristo ante la actitud de los fariseos, que se escandalizan de que los discípulos de Jesús coman sin lavarse las manos, y les llama hipócritas: “Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí”. “El culto que me dan está vacío”. Las palabras de Jesús también nos juzgan a nosotros. ¿Cómo es nuestro culto? ¿Honramos al Señor de corazón y no sólo con los labios, externamente? No es lo que entra de fuera, sino lo que sale del corazón lo que hace puro o impuro al hombre, dice hoy Jesús.

Pero, ¿cómo tener un corazón puro? Viviendo con Cristo, participando de la vida de la Iglesia, purificándonos constantemente gracias al testimonio de los hermanos.

En la primera lectura escuchamos a Moisés dirigiéndose al pueblo de Israel, hablándoles de los mandatos recibidos de Dios en el Sinaí. Moisés dice: “Escucha, Israel”. Esta es la primera invitación: “Escucha” (Shemá). Igual que acudimos al templo llamados por las campanas de la Catedral, así estamos hoy aquí para escuchar la voz del Señor, para escuchar su propuesta de vida.

“Escucha, Israel, los mandatos y decretos que yo os mando cumplir. Así viviréis y entraréis a tomar posesión de la tierra que el Señor, Dios de vuestros padres, os va a dar”.

Los mandamientos de Dios son para la vida, pero... atención... no sólo para la vida eterna, para la vida después de la muerte, sino para esta vida, para el camino de esta vida. El escritor ruso ortodoxo Boris Pasternak decía: “Los cristianos están llamados a vivir, no sólo a prepararse para la vida”. “Así viviréis -dice Moisés- y entraréis a tomar posesión de la tierra que Dios os va a dar”. La promesa de una vida conforme al designio de Dios es ya para esta vida, para tomar posesión de esta tierra, para vivir bien los días de nuestra vida.

El patriarca de Venecia, Monseñor Scola, en una entrevista reciente decía que a lo largo de dos mil años de cristianismo se han producido a veces equívocos y distorsiones que han llevado a abrir entre el más allá y el más acá -entre el cielo y esta vida- una fractura cada vez más profunda, hasta llegar a verlos como opuestos: un más acá alienante, oscuro, triste, sufrido como condición para un más allá luminoso, finalmente liberador. Una salvación negada en el presente para asegurarla en el futuro. Pero no es este el evangelio de Jesucristo.

La gracia de Cristo no se reduce a la gracia de la salvación en el más allá, pues Dios en su infinita misericordia y por medio de los méritos de Cristo, podrá salvar también -como recuerda el Concilio Vaticano II- a aquellos que no habiendo podido conocer a Cristo hayan vivido bien, rectamente, conforme a su conciencia.

Cristo no fundó la Iglesia sólo para la salvación eterna, sino para la salvación integral del ser humano, ya en esta vida. Cristo entró en el más acá, caminó por los caminos de nuestra tierra, se hizo amigo de los hombres, comió y bebió, amó y sufrió, murió y resucitó.

La gracia de la fe, cuya plenitud es -desde luego- la salvación eterna, se nos da para testimoniar el destino de resurrección dentro de la historia, para testimoniar el ciento por uno aquí.

Por eso Moisés podía decir al pueblo de Israel: “Poned por obra los preceptos del Señor, ya que ellos son vuestra sabiduría y vuestra inteligencia a los ojos de los pueblos que, cuando tengan noticia de todos ellos, dirán: Cierto que esta gran nación es un pueblo sabio e inteligente. Pues, en efecto, ¿hay alguna nación tan grande que tenga los dioses tan cerca como lo está el Señor Dios de nosotros, siempre que lo invocamos? ¿Y cuál es la gran nación cuyos mandatos y decretos sean tan justos como toda esta ley que hoy os doy?” Si Moisés, en el Antiguo Testamento, podía decir esto, qué no podremos decir nosotros, que hemos conocido a Cristo, que vivimos en la Iglesia.

El apóstol Santiago expresa la novedad de la vida cristiana en la segunda lectura: Dios nos engendró “para que seamos como la primicia de sus criaturas”. Fijaos, la primicia es el primer fruto, la primera realización, quizá imperfecta, mejorable, pero realización al fin y al cabo. Los cristianos somos la primicia de la creación de Dios, el inicio de una creación renovada. “Aceptad dócilmente la palabra que ha sido plantada y es capaz de salvaros”. Hay un poder de salvación en nuestra fe. Es capaz de salvarnos. Pero es necesario vivirla, aceptar el desafío de la fe. “No os limitéis a escucharla”, dice Santiago, “engañándoos a vosotros mismos”. Por eso nos juntamos cada domingo, para eso existen las parroquias, para esto existe la Iglesia, para verificar el poder de salvación de la fe.

Hay muchos testimonios de este poder de salvación. Y no hablo sólo de los milagros en sentido estricto, como el que parece que se ha realizado en Lourdes este verano, en la persona de una mujer italiana curada de una esclerosis lateral amiotrófica. Esta mujer decía: “En Lourdes, yo no pedí un milagro. Yo recé a la Virgen para que me diera la fuerza de vivir con dignidad cada instante que me quedaba". Este es el milagro que muchos enfermos obtienen en Lourdes: aceptar su enfermedad y vivirla con dignidad, evitando la tentación de la muerte. Y además hay milagros excepcionales, para que creamos en el poder de Dios, en el poder de la fe.

Os cuento otro testimonio que he tenido ocasión de escuchar este verano: una mujer ecuatoriana, Amparo Espinosa, que trabaja en la actualidad como educadora en un proyecto que ayuda a más de 1500 niños y familias pobres, contaba su historia: Estaba enfadada con Dios. Había sido abandonada por mi marido por segunda vez y se me acababa de morir mi primera hija. ¿Qué quiere de mí el Señor, si yo no soy mala?, se preguntaba. ¿Por qué me pasan estas cosas? No quiero llorar más, ponme donde quieras, pero de manera que pueda ser útil a otros. Por desgracia, también su tercer hijo murió, a causa de una cardiopatía congénita.

¿Qué le ha cambiado la vida? El encuentro con cristianos, que le acompañaron en su dolor y le ofrecieron un lugar donde ayudar a otros. Primero las religiosas del colegio donde estudiaba su segunda hija y luego los miembros de un proyecto de cooperación internacional que le ofrecieron trabajo. Y ahora, ella, que ha pasado por el terrible dolor de ver morir a dos hijos, acompaña a madres en situación de pobreza para que puedan educar y alimentar a sus hijos.
Dios me ha acompañado a través de los rostros que me ha puesto delante, dice. Ya no estoy sola, he encontrado un sentido a mi sufrimiento. Dios está cerca de nosotros. Acojámoslo".

Juan Miguel Prim

Signos visibles que anticipan el Paraíso

En una reciente publicación que recoge conversaciones con el actual Patriarca de Venecia, Mons. Angelo Scola, encontramos estas esperanzadoras palabras:

"Tras la muerte no habrá un salto en la oscuridad. No es que nosotros, aquí en la tierra, estemos viviendo una existencia que sigue su propio ritmo marcado por la finitud y la herida del pecado y que, si nos comportamos bien ahora, recibiremos en el más allá un premio extraordinario e inimaginable. ¡No! ¡Es imaginable, porque es ya visible! Del Reino que se realizará plenamente en el Paraíso nosotros ya conocemos cuanto Jesús ha querido revelarnos para permitirnos desearlo, aspirar a él, perseguirlo: tenemos signos que anticipan el destino que nos aguarda. El Paraíso no es un puro futurible, totalmente ignoto".

Angelo Scola, Il Padre nostro, Cantagalli, Siena 2009, p. 11-12.

martes, 7 de julio de 2009

La fe estaba viva y lo penetraba todo

Tras su experiencia en el Monasterio, van der Meer y su mujer viajan por Italia. Allí descubren un arte espléndido nacido de la fe cristiana, y se sorprenden por la unidad de vida de los hombres que lo generaron:

"Me es imposible separar el presente del pasado, mi imaginación ve la vida de siglos atrás como una realidad, y me siento contemporáneo del Giotto, de Dante; me represento entre la jubilosa multitud que acompaña a la Madonna del Cimabue desde el taller de éste hasta Santa María Novella; asisto a las fiestas, participo en la lucha siempre exaltada entre güelfos y gibelinos; esos siglos idos están para mí más vivientes que todo el ruido vano de hoy. ¡Qué vehemencia magnífica, qué estilo, qué ardiente belleza descubro en ellos!

Los hombres de nuestra época con sus blandas costumbres y el tonto orgullo de su universalidad y de su "amplia comprensión", si los comparo con esas almas simples pero ¡cuán luminosas! de la Edad Media, se me aparecen como tristes sombras, como pobres y tímidos fantasmas. ¡A qué miseria quedamos reducidos, con nuestro eclecticismo presuntuoso, cuando pensamos en el robusto fervor de esos seres, en su actividad apasionada tanto en el bien como en el mal! Había grandeza en las buenas acciones y hasta en los crímenes. y además, por sobre el tumulto salvaje de esos siglos formidables, siento siempre el pensamiento de Dios, ya oculto, ya ardiente, pero siempre activo y quemante. A pesar de las discordias y de los desgarramientos, había una unidad; porque la fe estaba viva y lo penetraba todo; el arte estaba totalmente animado e impulsado por ella. Los hombres creían, conocían a Jesús y sabían por qué vino a este mundo; honraban a María y a los Santos, y cada hecho de, sus Vidas, cada leyenda, narrada con palabras o con imágenes, era para sus almas un trampolín espiritual para subir hasta Dios. En ciertos momentos sus corazones palpitaban de dolor, de amor y de la más intensa compasión por el Hijo de Dios que había dado su sangre y que se había dejado clavar en la Cruz por ellos. Se sabían dueños de un alma, creada a imagen de Dios, y cuyo último fin es el de contemplarle por toda la eternidad en el Paraíso celestial.

En la construcción de sus iglesias, en los frescos, en los himnos y en los cuadros, en la música y en los más bellos cuentos y leyendas, en todo el arte medieval, ¡con cuánta fuerza repercute ese deseo, esa gloriosa nostalgia! No puedo saciarme de contemplar los primitivos que veo por primera vez, Cimabue, el Giotto, Orcagna y otros. Encuentro en su arte una concepción más vasta, una aspiración más profunda, más mística que en el de nuestros primitivos del Norte. Me obligan a pensar que los acontecimientos han sucedido tal como ellos los representan, su sueño se me convierte en realidad. Su piedad intensa, sencilla, fuerte, me conmueve hasta las lágrimas. Mi espíritu es transportado muy lejos por este arte; él me hace presentir cosas que me es imposible nombrar, me abre un mundo que no puedo expresar, y algo análogo me ocurre con la liturgia de la Iglesia".

P. van der Meer, Nostalgia de Dios, Desclée de Brouwer, 1948, p. 70-71.

lunes, 6 de julio de 2009

Debes estar a la espera

Pero la fe se impone sobre las dudas e incertidumbres. En el silencio de la noche se le concede al autor de Nostalgia de Dios ver el mundo y a los hombres como los ve Dios, y se le invita a esperar con confianza:

"Noche y silencio. Después, clara como si fuese de plata, suena la campana de la iglesia. Contra los ventanales se acoda la noche. Respiro el silencio. Por un ventanuco veo las estrellas lejanas, inaccesibles; esta noche brillan en forma extraña en las profundidades del cielo... Entre la sillería del coro hay algunas lámparas encendidas, pero las bóvedas y el fondo de la capilla donde están los hermanos se hunden en la penumbra...

El mundo duerme, y aquí, delante mío, en este espacio débilmente iluminado hay hombres que velan, cantan y oran. ¿Soy yo el que se equivoca? ¿Son ellos los locos? El canto sonoro y monótono de los salmos transporta mi alma... Me es imposible expresar lo que siento; es nostalgia y es felicidad, y otras cosas completamente distintas. Palpo un mundo que no está en ninguna parte; comprendo cosas que no puedo nombrar.

De pronto la música me abandona; y entonces caigo y yazgo perdido, como despojo en una costa desierta. En torno mío el silencio está de rodillas, con millares de manos extendidas y millares de bocas que oran. Al mismo tiempo contemplo las ciudades del mundo en la noche, veo rondar la miseria, el sufrimiento y los pecados por los caminos y por las habitaciones de los hombres. Escucho el lamento de los desdichados y veo también los claustros y se me figuran haces de luz purísima en la desesperante noche. Son las bocas de la humanidad que expresan lo que hay de más bello y de más profundo en el mundo; son como montañas que realizan el anhelo de los valles...

He entrevisto un abismo en las alturas, como un vórtice luminoso que me enceguecía. Ahora pienso en la fe, y comprendo que es necesario apartar de nuestro espíritu la duda y las vanas preguntas. Me parece escuchar una voz que me dice: Conserva puros tus pensamientos y estate siempre alerta. Porque el Espíritu puede venir tanto en el momento más negro de tu desesperación como cuando te encuentres en la cúspide de tu felicidad. Él sabe cuándo puede entrar en tu corazón. Debes estar a la espera".

P. van der Meer, Nostalgia de Dios, Desclée de Brouwer, 1948, p. 67-68.

El orden, la paz... y la muerte

Tras haber asistido al rezo de Maitines con los monjes -en plena noche- van der Meer regresa a su celda y se pregunta por el sentido de lo que acaba de vivir:

"Estoy solo, me siento en una silla, quisiera reflexionar. La vida me parece incomprensible. Si Dios no existe, si Él no es más que la invención del deseo del hombre, una visión que le ha sido sugerida por la desesperación que le provoca su espantosa soledad, entonces, ¿no es acaso una locura, un crimen, encerrarse así, privarse voluntariamente de los goces y de las bellezas de la vida, y dedicarse a adorar y a exaltar una cosa inexistente?

Pero, sin embargo, aquí siento el orden y la paz; la atención está dirigida hacia el alma, hacia lo que es interior, hacia lo eterno. Y la vida, la pretendida vida que nos tiene asidos a mí y a casi todos los hombres, y que nos empuja a ciegas, es una fuerza caótica; vivimos para las cosas exteriores, para saciar todos nuestros deseos; nos contentamos con lo transitorio. Buscamos aturdirnos, porque en el fondo tenemos miedo, porque al final de todas las aventuras está la muerte. Tengo fiebre, pienso en mi propia vida, en las estrellas, en la belleza, en los monjes que, muy cerca mío, descansan al otro lado del muro; pienso en el poder de la fe y luego en la duda que todo lo destruye. No encuentro un sostén en parte alguna, todo escapa a mi comprensión, hasta que surge en mi cerebro este pensamiento: la única certidumbre es la muerte. Y con nueva fuerza me abruman todos los misterios".

P. van der Meer, Nostalgia de Dios, Desclée de Brouwer, 1948, p. 66.

Música que revela una presencia muy dulce

Van der Meer es invitado por un amigo a pasar unos días en un Monasterio trapense. Junto al silencio le conmueve el canto litúrgico en el que participa por primera vez:

"Yo escuchaba inmóvil. Todo era tan nuevo, tan absolutamente desconocido para mí. Jamás hubiera creído posible que existiesen aún en nuestros días hombres que consagran su vida íntegra a la oración y al culto de un Dios.

De pronto se entonaron los Salmos. El canto de los versículos salmodiados ondulaba como las olas poderosas y sonoras del mar; mi alma se sentía arrastrada por el oleaje de ese coro de voces masculinas, hacia un inmenso espacio luminoso. Escuchaba, escuchaba con todo mi ser... cuando después de un breve silencio una voz entonó la Salve. Me estremezco, me arrebujo en mi emoción. Esa magnífica antífona, esa plegaria cantada, sube y baja siguiendo un ritmo grandioso muy sencillo y muy grave. Me impresiona la ausencia de pasión, de sensualidad, en esa maravillosa música; ella no despierta en mí la inquietud ni todas las angustias que en mí se albergan; me hace un bien inmenso, me cura. Sus notas giran como un vuelo de pájaros gloriosos. Y sin embargo, ¡qué gravedad, qué indecible nostalgia vibra en ella! Música que revela una presencia muy fuerte y muy dulce, y lleva en sí un evidente resplandor de la divina luz".

P. van der Meer, Nostalgia de Dios, Desclée de Brouwer, 1948, p. 65.

Aquel viernes en el Gólgota

La atracción del catolicismo, decía en el texto anterior; y ahora la percepción del acontecimiento único de la Pasión y Muerte de Cristo. ¡No estás lejos del Reino de los Cielos!:

"En la Vulgata que poseo desde hace algún tiempo he leído la Pasión según San Lucas. No sé ni cómo ni por qué, pero el incomprensible acontecimiento de aquel Viernes en el Gólgota se me apareció como el centro, como el eje de la eternidad. Presentía como por inspiración que en el Gólgota, en el espacio entre la hora sexta y la hora nona -mientras que las tinieblas cubren toda la tierra-, se encuentra la luz que aclara todos los misterios a quienes recibieron el don de ver. El universo fue creado con el fin de que se pudiera realizar aquel acontecimiento único: la Crucifixión y Muerte del Hombre-Dios. Verdaderamente la Biblia es un libro extraordinario".

P. van der Meer, Nostalgia de Dios, Desclée de Brouwer, 1948, p. 61.

Visitando Notre-Dame de París

Van der Meer visita la Catedral de París. Como les ha pasado a tantas personas a lo largo de la historia, la Catedral -obra de la fe de un pueblo erigida para Dios- le sobrecoge. He aquí sus reflexiones:

"Ayer al mediodía fui solo a Notre-Dame; vagué durante horas por la iglesia, admirando el contorno del coro con sus hermosas imágenes, los viejos vitrales, la bóveda, y luego me senté en un lugar de donde podía ver la lamparilla que arde ante el altar y que para los fieles significa que Jesús está allí... La iglesia estaba casi desierta. Desde las altas bóvedas donde se concentraba la sombra, descendía una deliciosa paz sobre mi alma inquieta. En mí se sucedían innumerables pensamientos e imágenes. Miraba la luz entre las columnas y los arcos ojivales que se juntan como manos en oración; mis ojos reflejaban el incendio del rosetón y de los vitrales. Mi alma se estremecía hasta lo más hondo, con todos los ensueños y deseos a los que no puedo darles un nombre, y que me causan tristeza y alegría.

Lo que me llama singularmente la atención es que cada forma es la vestidura de un pensamiento. Comprendo la coherencia interior, el lazo entre la belleza visible y el mundo espiritual. El creyente, para quien cada forma es el símbolo de una realidad viviente, tiene que sentir una fuerte impresión ante una iglesia como ésta; en cuanto a mí, me siento conmovido hasta lo más hondo del ser, y pienso en la fe católica que tan poderosamente ha animado el arte gótico. Admiro al catolicismo, desearía conocerlo mejor".

P. van der Meer, Nostalgia de Dios, Desclée de Brouwer, 1948, p. 52.

Algo más bello que nuestro mismo amor

El hombre se justifica a sí mismo con pasmosa facilidad, y cuanto más inteligente es, más fácilmente puede mentirse a sí mismo con razones adaptadas a su propio temperamento o trayectoria vital. Pero sólo puede hacerlo al precio de reducir su deseo: las últimas líneas de este texto desvelan la posición auténtica del corazón humano, la estatura de nuestro verdadero deseo:

"Mis camaradas y amigos, como la generalidad de los hombres, se han fabricado -cuando no son miembros de alguna secta- una especie de sistema filosófico que cuidan de poner en perfecta armonía con su propio temperamento; y de esa manera tienen siempre preparados uno o muchos argumentos para explicar y defender cualquier mala acción. Uno pretende esto; otro, aquello; un tercero tiene opiniones diametralmente opuestas a las del primero; otro zigzaguea hábilmente entre todas las dificultades, y logra que su alma tranquila se pasee por la ancha senda del justo medio. Pero yo nada hago; sigo viviendo, y espero junto con Cristina la llegada de algo que será más bello que nuestro mismo amor, y que debe ser eterno".

P. van der Meer, Nostalgia de Dios, Desclée de Brouwer, 1948, p. 48.