domingo, 29 de noviembre de 2009

Vivir en la mirada...

Acabo de leer una bellísima descripción de la experiencia vivida por Romano Guardini, pensador y teólogo alemán del siglo XX, en su visita a la Catedral de Monreale (Sicilia). Por su interés la ofrezco a todos. El texto es traducción de un fragmento de la obra Reise nach Sizilien [Viaje a Sicilia]:

"Hoy he visto algo grandioso: Monreale. Reboso de un sentimiento de gratitud por su existencia. El día era lluvioso. Cuando llegamos -era jueves santo- la misa solemne había pasado ya el momento de la consagración. El arzobispo, para la bendición de los óleos sagrados, estaba sentado sobre un sitio elevado bajo el arco triunfal del coro. El amplio espacio estaba abarrotado. Por todas partes las personas estaban sentadas en sus sillas, silenciosas, y miraban.

¿Qué podría decir del esplendor de este lugar? La mirada del visitante ve, en primer lugar, una basílica de proporciones armoniosas. Después percibe un movimiento en su estructura, y ésta se enriquece con algo nuevo, con un deseo de transcendencia que la atraviesa hasta traspasarla; pero todo ello progresa hasta culminar en una espléndida luminosidad.

Un breve instante histórico, por tanto. No dura mucho, le sucede algo completamente distinto. Pero este instante, aunque breve, es de una inefable belleza.

Oro en todas las paredes. Figuras y figuras, en todas las bóvedas y en todas las arcadas. Emergían del fondo áureo como de un cosmos. Del oro irrumpían por todas partes colores que tienen en sí algo de radiante.

Sin embargo la luz estaba atenuada. El oro dormía, y todos los colores dormían. Se veía que estaban ahí y esperaban. ¡Cómo serían si refulgiesen en todo su esplendor! Sólo aquí o allí destellaba un borde, y un aura claroscura se extendía sobre el manto azul de la figura de Cristo en el ábside.

Cuando llevaron los óleos sagrados a la sacristía, mientras la procesión -acompañada por la insistente melodía del antiguo himno- se desataba a través de aquella muchedumbre de figuras de la catedral, ésta se reanimó.

Sus formas se movieron. Entrando en relación con las personas que avanzaban con solemnidad, en el rozarse de los vestidos y de los colores de las paredes y las arcadas, los espacios se pusieron en movimiento. Los espacios vinieron al encuentro de los oídos tensos en la escucha y los ojos en contemplación.

La multitud estaba sentada y miraba. Las mujeres llevaban velo. En sus vestidos y en sus telas los colores esperaban el sol para poder resplandecer. Los acusados rostros de los hombres eran bellos. Casi nadie leía. Todos vivían en la mirada, todos estaban en tensión contemplativa.

Entonces se me hizo evidente cuál es el fundamento de una verdadera piedad litúrgica: la capacidad de captar lo “santo” en la imagen y en su dinamismo.

Monreale, sábado santo. A nuestra llegada la ceremonia sagrada estaba en la bendición del cirio pascual. Inmediatamente después el diácono avanzó solemnemente a lo largo de la nave principal llevando el Lumen Christi.

El Exsultet fue cantado delante del altar mayor. El obispo estaba sentado en su trono de piedra elevado a la derecha del altar y escuchaba. Siguieron las lecturas tomadas de los profetas, y allí volví a encontrar el significado sublime de las imágenes murales.

Después la bendición del agua bautismal en medio de la iglesia. En torno a la fuente estaban sentados todos los asistentes, con el obispo en el centro y la gente alrededor. Llevaron a los niños -se notaba el orgullo conmovido de sus padres- y el obispo los bautizó.

Todo era así de familiar. La conducta del pueblo era al mismo tiempo desenvuelta y devota, y cuando uno hablaba al vecino, no molestaba. De este modo la sagrada ceremonia continuó su curso. Se desplegaba un poco por toda la gran iglesia: ora se desarrollaba en el coro, ora en las naves, ora bajo el arco triunfal. La amplitud y la majestuosidad del lugar abrazaron cada movimiento y cada figura, haciéndolos compenetrarse recíprocamente hasta unirse.

De vez en cuando un rayo de sol penetraba en la bóveda, y entonces una sonrisa áurea invadía las alturas. Y allí donde, en un vestido o en velo hubiera un color en espera, era reclamado por el oro que llenaba cada ángulo, era conducido a su verdadera fuerza y asumido en una trama armoniosa que colmaba el corazón de felicidad.

Lo más bello, sin embargo, era el pueblo. Las mujeres con sus pañuelos, los hombres con sus capas sobre los hombros. Por todas partes rostros acentuados y un comportamiento sereno. Casi nadie leía, casi nadie se inclinaba para rezar solo. Todos miraban.

La sagrada ceremonia se prolongó durante más de cuatro horas, y sin embargo siempre hubo una viva participación. Hay diversos modos de participación orante. Uno se realiza escuchando, hablando, gesticulando. Otro por el contrario se desarrolla mirando. El primero es bueno, y nosotros los del Norte de Europa no conocemos otro. Pero hemos perdido algo que en Monreale todavía existía: la capacidad de vivir-en la-mirada, de estar en la visión, de acoger lo sagrado en la forma y en el acontecimiento, contemplando.

Estaba a punto de irme cuando, de repente, descubrí todos aquellos ojos vueltos a mí. Casi horrorizado aparté la mirada, como si experimentase pudor en mirar aquellos ojos que habían sido ya abiertos en el altar".

R. Guardini, Spiegel und Gleichnis. Bilder und Gedanken, Grünewald-Schöningh, Mainz-Paderbon, 1990, pp. 158-161.

viernes, 20 de noviembre de 2009

Santo Tomás y la reina bella

Recojo una anécdota que acabo de leer. Me hace más amigo aún de Santo Tomás:

Relatan los biógrafos de Santo Tomás de Aquino que un día, camino del concilio de Lyon, se quedó en París porque fue invitado a comer con el rey San Luis IX. El santo durante la cena no comió nada, lo único que hizo fue contemplar a la reina, la esposa de San Luis IX, quien un poco nervioso y celoso le preguntó:

“Tomás ¿por qué miras a mi señora en lugar de comer?”

Y Santo Tomás de Aquino le contestó:

“Majestad, miro a su señora, la reina, porque es bellísima. Y si ella es así, ¿cómo será Quien la ha creado?”

lunes, 16 de noviembre de 2009

La manifestación de la Iglesia al final de los tiempos

Con ocasión de las lecturas del pasado domingo, que hablaban del fin de los tiempos, recojo este himno de la escritora alemana Gertrude Von le Fort, convertida en edad adulta del protestantismo al catolicismo. Es la Iglesia la que habla en primera persona:

“Pero cuando un día se inicie
el gran fin de todos los misterios,
cuando el Escondido surja como un relámpago
en las tremendas tempestades
del amor desencadenado,
cuando su regreso suene como tormenta
por el universo,
y dé gritos de júbilo la soterrada añoranza
de su creación,
cuando los globos de los astros estallen en llamas
y surja de su ceniza la luz liberada,
cuando se rompan los sólidos diques de la materia
y se abran todas las esclusas de lo invisible,
cuando los milenios vuelvan con rumor de águilas
y regresen a la eternidad
las escuadras de los eones,
cuando se rompan los recipientes de los idiomas
y se precipiten las aguas torrenciales de lo nunca dicho,
cuando las almas más solitarias salgan a la luz
y se manifieste lo que ninguna sabía de sí misma:
Entonces el Revelado levantará mi cabeza
y, ante su mirada, mis velos se alzarán en fuego,
y yo estaré postrada
cual espejo desnudo ante la faz de los mundos.
Y los astros reconocerán en mí su luz glorificante
y los tiempos reconocerán en mí lo que tienen de eterno,
y las almas reconocerán en mí lo que tienen de divino,
y Dios reconocerá su amor en mí.
Y ya no recaerá sobre mi cabeza ningún velo
como el deslumbramiento de mi Juez.
En él se sumergirá el mundo.
Y el velo se llamará Gracia,
y la gracia se llamará Infinitud...
y la Infinitud de llamará Bienaventuranza.
Amén”.

Gertrud Von le Fort, Himnos a la Iglesia.

domingo, 15 de noviembre de 2009

La Madre en cuyo regazo lo he aprendido todo

Homilía del domingo 15 de noviembre de 2009 (XXXIII del tiempo ordinario, ciclo B)

Hermanos, celebramos en esta mañana el día de la Iglesia diocesana. ¿Qué es la iglesia diocesana? ¿Es quizá una “sucursal” de la Iglesia católica, como los bancos y las cajas tienen sus oficinas centrales y sus sucursales? No. No es esa la verdad de la Iglesia. Nuestra diócesis de Alcalá no es sino la Iglesia, la única Iglesia de Jesucristo, que vive entre nosotros, que nos circunda, a la que pertenecemos. Es la Iglesia local, presidida por nuestro Obispo, D. Juan Antonio, uno de los sucesores del Colegio de los Apóstoles. Así pues, celebrar la Iglesia diocesana es celebrar nuestra pertenencia a la Iglesia católica.

Entonces la pregunta es: ¿y qué es la Iglesia para mí? ¿Qué importancia tiene? El poeta y escritor francés Paul Claudel, convertido en edad adulta, resume su experiencia de la Iglesia en estas pocas palabras: “El gran libro que se me abrió y en el que hice mis estudios fue la Iglesia. ¡Sea eternamente alabada esta Madre grande y majestuosa, en cuyo regazo lo he aprendido todo!”

¡Este es ya otro lenguaje! La Iglesia es Madre y Maestra. “Esta Madre grande y majestuosa, en cuyo regazo lo he aprendido todo”. Si esto es así para nosotros también, y en mi caso desde luego lo es, entonces no puedo sentir sino afecto hacia la Iglesia, agradecimiento, y también responsabilidad. Porque deseo que así como yo he encontrado este libro vivo que es la vida de la Iglesia, sus santos, su arte, su enseñanza, deseo que muchos otros puedan también encontrarla.

El papa Benedicto XVI, en una visita reciente a la diócesis de Brescia, en Italia, ha hecho una alabanza de la Iglesia, recordando las palabras de Pablo VI: “Podría decir que siempre la he amado -es Pablo VI quien habla- y que por ella, no por otra cosa, he vivido... Quisiera abrazarla, saludarla, amarla en cada ser que la compone, en cada obispo y sacerdote que la asiste y guía, en cada alma que la vive y la ilustra: bendecirla”. Y le dirige las últimas palabras, como si se tratara de la esposa de toda una vida: “Y a la Iglesia, a la que le debo todo y que fue mía, ¿qué le diré? Que Dios te bendiga, sé consciente de tu naturaleza y de tu misión, ten conciencia de las verdaderas y profundas necesidades de la humanidad; y camina pobre, es decir, libre, siendo fuerte y amando a Cristo”.

La Iglesia es, pues, un misterio. Misterio de Amor, del amor de Cristo. Acabamos de celebrar la fiesta anual de San Diego, este pasado viernes. San Diego, nos recordaba nuestro Obispo, es el testimonio vivo y elocuente, cercano a nosotros, de la caridad de Cristo. Un hombre apasionado por Dios, que lo buscó en la vida eremítica y en la vida conventual, en la estricta observancia franciscana. Que encontró a Dios y lo comunicó mediante sencillos pero elocuentes actos de caridad. Un hombre que murió abrazado a la cruz, signo insuperable del amor de Dios. Ahora que asistimos al debate sobre la presencia de la cruz en lugares públicos hemos de recordar que para nosotros los cristianos, y para todos aquellos hombres y mujeres que conozcan verdaderamente el anuncio cristiano, la cruz no puede ser motivo de amenaza, de ofensa, de violencia. ¡Todo lo contrario! Es el mayor signo de amor, el signo de la nueva alianza de Dios con la humanidad. Justamente porque la cruz ha sido plantada en el corazón del mundo, en el corazón de Europa, puede esperarse un futuro de convivencia, de tolerancia, de amor y perdón. Es la cruz la que permite que convivan con nosotros personas de otras religiones, de otras culturas, porque si el brazo vertical de la cruz de Cristo nos asegura el respeto a la libertad religiosa, la relación sagrada de todo hombre con Dios, su brazo horizontal nos revela nuestra hermandad, nuestra fraternidad. La cruz es garantía de libertad, de amor y de fraternidad. Por eso, si llegara el día en que fueran prohibidos los signos religiosos deberíamos recordar que cada uno de nosotros es una cruz viva, que cada cristiano ha nacido de la cruz redentora de Cristo, que el signo de la cruz da comienzo a todas nuestra celebraciones y a cada día de nuestra vida. Debemos ser cruces vivientes, como San Diego, testigos elocuentes del amor de Dios.

Y el cuerpo incorrupto de San Diego nos recuerda también lo que rezábamos en el salmo: “Mi suerte está en tu mano... Por eso se me alegra el corazón, se gozan mis entrañas, y mi carne descansa serena, porque no me entregarás a la muerte, ni dejarás a tu fiel conocer la corrupción. Me enseñarás el sendero de la vida, me saciarás de gozo en tu presencia, de alegría perpetua a tu derecha”.

Lo decía Jesús en el Evangelio. “El cielo y la tierra pasarán. Mis palabras no pasarán”. Todo lo que nos rodea, el mundo visible, los astros, la realidad material, pasará, pero Dios no pasa, el sol de Dios no se pone, su palabra, que es Jesucristo, es eterna y ha vencido a la muerte. Dice Jesús en el Evangelio: “Os aseguro que no pasará esta generación antes que todo se cumpla”. Pero murieron los apóstoles, y sus sucesores, y han pasado veinte siglos y el mundo sigue evolucionando y el universo continúa su expansión. ¿A qué se refería entonces Jesús? Es esta una lección importante. El fin del mundo, que a tantos atemoriza y que da lugar a películas apocalípticas, tendrá ciertamente lugar, porque nuestro mundo no es eterno, pero nadie sabe el día ni la hora. Lo cierto es que nuestra vida personal en este mundo tendrá término, aunque seguimos también en esto sin saber ni el día ni la hora. Pero las palabras de Jesús se cumplieron ya en su muerte y resurrección. Allí aconteció el fin del mundo, el juicio de la historia. Su muerte y resurrección marcan un antes y un después radical. Y nosotros, que hemos venido después de este acontecimiento, y que hemos sido bautizados en Él, ya no tenemos nuestra muerte delante, sino detrás. Es esta una imagen preciosa de un teólogo de nuestros días: para nosotros cristianos la muerte ya no está delante, sino detrás, porque ha sido ya vencida y transformada por Cristo. Nuestra vida es vida nueva, y nuestra muerte no será ya la muerte pagana, que aterroriza al hombre, sino la “hermana muerte” que cantaba San Francisco.

Hemos leído en el profeta Daniel: “Entonces se salvará tu pueblo: todos los inscritos en el libro... Los sabios brillarán como el fulgor del firmamento, y los que enseñaron a muchos la justicia como las estrellas, por toda la eternidad”.

Este es nuestro destino, este es el anuncio de la Iglesia. Terminemos con la invitación del papa Benedicto XVI: “Recemos para que el fulgor de la belleza divina resplandezca en cada una de nuestras comunidades y la Iglesia sea signo luminoso de esperanza para la humanidad del tercer milenio. Que nos alcance esta gracia María, Madre de la Iglesia. Amén!”

Juan Miguel Prim Goicoechea

domingo, 8 de noviembre de 2009

La lógica del Evangelio

Homilía del domingo 8 de noviembre de 2009 (XXXII del tiempo ordinario, ciclo B)

En el Evangelio de hoy encontramos una invitación del Señor a dar nuestra vida por amor, a darnos por completo a Él para encontrar la felicidad y la vida eterna.

Cuenta San Marcos que un día Jesús se encontraba en el templo, sentado frente al cepillo de las limosnas, observando cómo la gente echaba allí sus monedas. Jesús era un gran observador, traspasaba las apariencias para leer en el corazón, y es lo que hace también en este evangelio. Observa cómo muchos fieles depositan sus ofrendas, cómo echan su dinero -algunos mucho dinero- al cepillo, pero le llama la atención una mujer, una pobre viuda que acercándose echa dos moneditas de muy poco valor. Es un gesto que podría haber pasado desapercibido, entre tantas personas como acudían diariamente al templo de Jerusalén, entre tantas ofrendas como se realizaban continuamente. Pero Jesús lo ve y llamando a sus discípulos les dice: “Yo os aseguro que esa pobre viuda ha echado en el cepillo más que todos. Porque los demás han echado de lo que les sobra; pero ésta, en su pobreza, ha echado todo lo que tenía para vivir”.

Jesús no critica que se hagan ofertas al templo, ni juzga la cantidad de lo donado, pues cada uno puede dar según su capacidad, sino que señala la verdadera actitud religiosa, la de aquel que se entrega por completo al Señor. Es lo mismo que sucede con la viuda de Sarepta, en la primera lectura. Cuando el profeta Elías le pide un poco de agua y algo de pan, ella desesperada le expone su pobreza, su miseria, diciéndole: “Te juro por el Señor, tu Dios, que no me queda ni un pedazo de pan; tan solo me queda un puñado de harina en la tinaja y un poco de aceite en la vasija: Ya ves que estaba recogiendo unos cuantos leños. Voy a preparar un pan para mí y para mi hijo. Nos lo comeremos y luego moriremos”.

Pero el profeta le invita a confiar en el Señor, que “sustenta al huérfano y a la viuda... proporciona pan a los hambrientos... y alivia al agobiado”, como hemos rezado en el salmo. Y así fue, ni la harina se acabó, ni el aceite se acabó.

¿Qué nos quiere decir el Señor? ¡Que cada uno de nosotros se lo pregunte! Yo me he hecho esta pregunta y me he respondido: el Señor no quiere mis cosas, me quiere a mí. El Señor no me pide un poco de tiempo, un poco de dinero, un poco de afecto. El Señor es Dios, es el Señor y me quiere por completo. Su amor es totalizante. Si no fuera así no sería un verdadero amor.

Porque, hermanos, pasa algo parecido en la experiencia del amor humano. Aquellos que nos quieren no esperan de nosotros las migajas, no quieren lo que nos sobra. Nos quieren a nosotros. Lo quieren todo, aunque saben que no podemos dárselo. Amar es desear darse por completo. Es quererlo todo del otro. “Los demás han dado de lo que les sobra”, dice Jesús, “en cambio esta mujer ha dado todo lo que tenía para vivir”. No demos sobras a los demás, démosles lo mejor de nosotros mismos. El cristianismo es una religión de excelencia. No se nos pide ser un poco buenos, se nos pide ser santos. No se nos pide aceptar algunos sufrimientos, se nos pide tomar la cruz detrás de Jesús. No se nos promete pequeñas alegrías -esas ya las da el mundo-, se nos promete la felicidad eterna.

¿Qué sucede? Que tenemos miedo a darlo todo, tenemos miedo a salir perdiendo. Tenemos miedo a sufrir, a estar en desventaja. Y así no amamos plenamente, no nos entregamos por completo.

Pero la lógica del Evangelio es otra: lo que no se da se pierde. Lo que no se entrega se corrompe. Hay más alegría en dar que en recibir. Y el Señor ha prometido el ciento por uno. Pero para recibir el ciento hay que dar el uno. Hermanos, el amor no se agota, aunque nos parezca mentira tenemos una capacidad ilimitada de amar, porque hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios. No hay que reservarse, hay que darse sin medida.

Es el ejemplo cercano a nosotros de un santo que vivió sus últimos años y murió en nuestra ciudad. Me refiero a San Diego, cuya fiesta celebraremos el próximo viernes, día 13. Él se dio por completo y por eso sigue entre nosotros, por eso heredó la vida eterna. Dio sus bienes, dio los bienes de sus hermanos franciscanos -recordemos el célebre milagro de los panes y las rosas- y se dio a sí mismo. Es un testimonio vivo de caridad. Invoquemos durante esta próxima semana a San Diego, para que nos haga generosos en la vida, entregados, verdaderamente amantes. Sólo lo que damos al Señor se salva, sólo eso no se corrompe. Ofrezcámosle nuestros afectos, nuestros proyectos, nuestras alegrías y nuestros dolores, nuestras personas.

Y que María, la Virgen Madre de Cristo, nos sostenga en el amor, ella que dio al Señor “todo cuanto tenía para vivir”: sus proyectos de vida, su cuerpo, su tiempo y su alma. En ella vemos cómo paga el Señor, cómo recompensa. Que así sea.

Juan Miguel Prim Goicoechea

domingo, 1 de noviembre de 2009

Los mejores hijos de la Iglesia

Homilía del domingo 1 de noviembre de 2009 (XXXI del tiempo ordinario, ciclo B)

Queridos hermanos, con gran alegría celebramos hoy, 1 de noviembre, la Solemnidad de Todos los Santos. La feliz circunstancia de que este año la celebración de Todos los Santos coincida con el domingo, el Día del Señor, nos ayuda a comprender mejor el sentido de esta fiesta.

La Iglesia propone al mundo un modelo de humanidad, un ideal de hombre y de mujer. Para algunas culturas, como la civilización griega, la máxima realización de la grandeza humana se identificaba con la sabiduría, siendo el filósofo o el sabio el hombre en plenitud. El problema es que sólo algunos conseguían esa dignidad. En otras culturas, como la romana, el hombre ideal era el guerrero, el jefe militar que rendía pueblos e imponía la ley de Roma. Y así eran los hombres de armas, los políticos astutos, los que podían elevarse a la gloria de los Arcos de Triunfo que han llegado hasta nuestros días. Ha habido épocas, como el Renacimiento, en que el hombre ideal era el inventor, o el artista, o el príncipe. Y en nuestros días, por desgracia, el ideal humano es el de los que triunfan, los que tienen éxito, sin importar realmente el mérito de sus conquistas o la moralidad de sus triunfos.

Frente a estos, y otros muchos modelos de humanidad que las diversas civilizaciones han soñado, ¿que propone la Iglesia? ¿Qué propuso Cristo? Jesús no elogió al César, ni al Sumo Sacerdote, no señaló como ideal al hombre rebelde que conquista violentamente su libertad, ni al hombre de negocios que astutamente sabe aumentar día tras día sus beneficios. Jesús proclamó dichosos a los pobres en el espíritu; a aquellos cuya humanidad se conmueve ante el que llora y sufre; a los que tienen hambre y sed de justicia, de verdad, de paz; a los que tienen un corazón limpio y misericordioso; a los que aceptan la persecución sin negar la verdad y están dispuestos a dar su vida por amor, por el amor de Cristo. A esos llamó Jesús dichosos, bienaventurados, santos. Es lo que hemos oído en el Evangelio de la fiesta de hoy. “Estad alegres y contentos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo”.

Hermanos, nuestro ideal de hombre es Jesucristo. Nosotros miramos su Humanidad divinizada y deseamos “tener los mismos sentimientos de Cristo Jesús”. Él es el Hombre de las bienaventuranzas, el Dios con nosotros. Nuestro ideal es la santidad. “Seréis santos porque Yo, vuestro Dios, soy Santo”.

La Iglesia del siglo IV, al comenzar a usar las basílicas romanas para sus celebraciones eucarísticas, decoró sus paredes y sus arcos no con héroes, caudillos o personajes mitológicos, sino con los mártires y los santos. Esa era y es la humanidad que la Iglesia celebra y propone a todos sus hijos. Por eso la Solemnidad de Todos los Santos -con la que comienza el mes de noviembre- es un recordatorio, un anuncio del camino que el Señor nos propone para alcanzar nuestra felicidad, nuestra bienaventuranza. Si quieres ser grande, nos dice el Señor, aspira a la santidad, desea participar de la humanidad de Cristo, de la humanidad de los santos. Ellos son, como dice el Prefacio de la Liturgia de hoy, “los mejores hijos de la Iglesia”.

En el catálogo de los santos hay hombres y mujeres, ancianos y niños, sacerdotes y laicos, esposos y religiosas... La santidad no conoce barreras de raza, sexo o condición social. Así nos lo enseña la Iglesia en cada canonización, haciéndonos ver -con amor de Madre- que todos podemos alcanzar nuestro destino, ya que el Destino, que es Cristo, ha venido a nosotros, acompañándonos en el camino de la vida.

Decía hace unos años el papa Benedicto XVI al celebrar esta misma Solemnidad:

“Hoy contemplamos el misterio de la comunión de los santos del cielo y de la tierra. No estamos solos; estamos rodeados por una gran nube de testigos... ¡Alégrese el cielo y exulte la tierra! El glorioso ejército de los santos intercede por nosotros ante el Señor, nos acompaña en nuestro camino hacia el Reino y nos estimula a mantener nuestra mirada fija en Jesús, nuestro Señor, que vendrá en la gloria de sus santos”.

La lectura del Apocalipsis que hemos proclamado habla de 144.000 “marcados”, pero no nos engañemos. No es ese el número de los salvados, pues el número 144, resultado de multiplicar 12 por 12 es una cifra simbólica del pueblo de Israel, un número de elección y de plenitud. Y además, el texto dice a continuación que “después apareció en la visión una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de toda nación, raza, pueblo y lengua, de pie delante del trono y del Cordero, vestidos con vestiduras blancas y con palmas en las manos”.

“Este es el grupo que viene a tu presencia, Señor”, hemos cantado en el salmo. Esta es la Iglesia, el pueblo de los santos. Repetidas veces ha dicho el Santo Padre que el verdadero rostro de la Iglesia se manifiesta en los santos y en la belleza de la vida eclesial. Lo dijo siendo aún cardenal Ratzinger, en la famosa entrevista con Vitorio Messori, que dio lugar al libro Informe sobre la fe:

“La única apología verdadera del cristianismo puede reducirse a dos argumentos: los santos que la Iglesia ha elevado a los altares y el arte que ha surgido en su seno. El Señor se hace creíble por la grandeza sublime de la santidad y por la magnificencia del arte desplegadas en el interior de la comunidad creyente... Si la Iglesia debe seguir convirtiendo, y por lo tanto humanizando, el mundo, ¿cómo puede renunciar en su liturgia a la belleza que se encuentra íntimamente unida al amor y al esplendor de la Resurrección? No, los cristianos no deben contentarse fácilmente; deben hacer de su Iglesia hogar de la belleza -y por lo tanto de la verdad- sin la cual el mundo no sería otra cosa que antesala del infierno”.

Pues bien, hermanos, frente a un mundo que celebra el terror de los muertos y la mascarada de brujas y vampiros, testimoniemos con humildad y caridad la belleza de nuestra fe, la esperanza de nuestro destino, que sobrepasa las fronteras de la muerte, y la grandeza de nuestra vida llamada a la santidad. Dice el apóstol Juan que “ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos... Seremos semejantes a Él, porque lo veremos tal cual es”.

Y pidamos para todos nuestros seres queridos que han muerto en el Señor, la participación en la gloria de los Santos. Que así sea.

Juan Miguel Prim Goicoechea