martes, 7 de julio de 2009

La fe estaba viva y lo penetraba todo

Tras su experiencia en el Monasterio, van der Meer y su mujer viajan por Italia. Allí descubren un arte espléndido nacido de la fe cristiana, y se sorprenden por la unidad de vida de los hombres que lo generaron:

"Me es imposible separar el presente del pasado, mi imaginación ve la vida de siglos atrás como una realidad, y me siento contemporáneo del Giotto, de Dante; me represento entre la jubilosa multitud que acompaña a la Madonna del Cimabue desde el taller de éste hasta Santa María Novella; asisto a las fiestas, participo en la lucha siempre exaltada entre güelfos y gibelinos; esos siglos idos están para mí más vivientes que todo el ruido vano de hoy. ¡Qué vehemencia magnífica, qué estilo, qué ardiente belleza descubro en ellos!

Los hombres de nuestra época con sus blandas costumbres y el tonto orgullo de su universalidad y de su "amplia comprensión", si los comparo con esas almas simples pero ¡cuán luminosas! de la Edad Media, se me aparecen como tristes sombras, como pobres y tímidos fantasmas. ¡A qué miseria quedamos reducidos, con nuestro eclecticismo presuntuoso, cuando pensamos en el robusto fervor de esos seres, en su actividad apasionada tanto en el bien como en el mal! Había grandeza en las buenas acciones y hasta en los crímenes. y además, por sobre el tumulto salvaje de esos siglos formidables, siento siempre el pensamiento de Dios, ya oculto, ya ardiente, pero siempre activo y quemante. A pesar de las discordias y de los desgarramientos, había una unidad; porque la fe estaba viva y lo penetraba todo; el arte estaba totalmente animado e impulsado por ella. Los hombres creían, conocían a Jesús y sabían por qué vino a este mundo; honraban a María y a los Santos, y cada hecho de, sus Vidas, cada leyenda, narrada con palabras o con imágenes, era para sus almas un trampolín espiritual para subir hasta Dios. En ciertos momentos sus corazones palpitaban de dolor, de amor y de la más intensa compasión por el Hijo de Dios que había dado su sangre y que se había dejado clavar en la Cruz por ellos. Se sabían dueños de un alma, creada a imagen de Dios, y cuyo último fin es el de contemplarle por toda la eternidad en el Paraíso celestial.

En la construcción de sus iglesias, en los frescos, en los himnos y en los cuadros, en la música y en los más bellos cuentos y leyendas, en todo el arte medieval, ¡con cuánta fuerza repercute ese deseo, esa gloriosa nostalgia! No puedo saciarme de contemplar los primitivos que veo por primera vez, Cimabue, el Giotto, Orcagna y otros. Encuentro en su arte una concepción más vasta, una aspiración más profunda, más mística que en el de nuestros primitivos del Norte. Me obligan a pensar que los acontecimientos han sucedido tal como ellos los representan, su sueño se me convierte en realidad. Su piedad intensa, sencilla, fuerte, me conmueve hasta las lágrimas. Mi espíritu es transportado muy lejos por este arte; él me hace presentir cosas que me es imposible nombrar, me abre un mundo que no puedo expresar, y algo análogo me ocurre con la liturgia de la Iglesia".

P. van der Meer, Nostalgia de Dios, Desclée de Brouwer, 1948, p. 70-71.

lunes, 6 de julio de 2009

Debes estar a la espera

Pero la fe se impone sobre las dudas e incertidumbres. En el silencio de la noche se le concede al autor de Nostalgia de Dios ver el mundo y a los hombres como los ve Dios, y se le invita a esperar con confianza:

"Noche y silencio. Después, clara como si fuese de plata, suena la campana de la iglesia. Contra los ventanales se acoda la noche. Respiro el silencio. Por un ventanuco veo las estrellas lejanas, inaccesibles; esta noche brillan en forma extraña en las profundidades del cielo... Entre la sillería del coro hay algunas lámparas encendidas, pero las bóvedas y el fondo de la capilla donde están los hermanos se hunden en la penumbra...

El mundo duerme, y aquí, delante mío, en este espacio débilmente iluminado hay hombres que velan, cantan y oran. ¿Soy yo el que se equivoca? ¿Son ellos los locos? El canto sonoro y monótono de los salmos transporta mi alma... Me es imposible expresar lo que siento; es nostalgia y es felicidad, y otras cosas completamente distintas. Palpo un mundo que no está en ninguna parte; comprendo cosas que no puedo nombrar.

De pronto la música me abandona; y entonces caigo y yazgo perdido, como despojo en una costa desierta. En torno mío el silencio está de rodillas, con millares de manos extendidas y millares de bocas que oran. Al mismo tiempo contemplo las ciudades del mundo en la noche, veo rondar la miseria, el sufrimiento y los pecados por los caminos y por las habitaciones de los hombres. Escucho el lamento de los desdichados y veo también los claustros y se me figuran haces de luz purísima en la desesperante noche. Son las bocas de la humanidad que expresan lo que hay de más bello y de más profundo en el mundo; son como montañas que realizan el anhelo de los valles...

He entrevisto un abismo en las alturas, como un vórtice luminoso que me enceguecía. Ahora pienso en la fe, y comprendo que es necesario apartar de nuestro espíritu la duda y las vanas preguntas. Me parece escuchar una voz que me dice: Conserva puros tus pensamientos y estate siempre alerta. Porque el Espíritu puede venir tanto en el momento más negro de tu desesperación como cuando te encuentres en la cúspide de tu felicidad. Él sabe cuándo puede entrar en tu corazón. Debes estar a la espera".

P. van der Meer, Nostalgia de Dios, Desclée de Brouwer, 1948, p. 67-68.

El orden, la paz... y la muerte

Tras haber asistido al rezo de Maitines con los monjes -en plena noche- van der Meer regresa a su celda y se pregunta por el sentido de lo que acaba de vivir:

"Estoy solo, me siento en una silla, quisiera reflexionar. La vida me parece incomprensible. Si Dios no existe, si Él no es más que la invención del deseo del hombre, una visión que le ha sido sugerida por la desesperación que le provoca su espantosa soledad, entonces, ¿no es acaso una locura, un crimen, encerrarse así, privarse voluntariamente de los goces y de las bellezas de la vida, y dedicarse a adorar y a exaltar una cosa inexistente?

Pero, sin embargo, aquí siento el orden y la paz; la atención está dirigida hacia el alma, hacia lo que es interior, hacia lo eterno. Y la vida, la pretendida vida que nos tiene asidos a mí y a casi todos los hombres, y que nos empuja a ciegas, es una fuerza caótica; vivimos para las cosas exteriores, para saciar todos nuestros deseos; nos contentamos con lo transitorio. Buscamos aturdirnos, porque en el fondo tenemos miedo, porque al final de todas las aventuras está la muerte. Tengo fiebre, pienso en mi propia vida, en las estrellas, en la belleza, en los monjes que, muy cerca mío, descansan al otro lado del muro; pienso en el poder de la fe y luego en la duda que todo lo destruye. No encuentro un sostén en parte alguna, todo escapa a mi comprensión, hasta que surge en mi cerebro este pensamiento: la única certidumbre es la muerte. Y con nueva fuerza me abruman todos los misterios".

P. van der Meer, Nostalgia de Dios, Desclée de Brouwer, 1948, p. 66.

Música que revela una presencia muy dulce

Van der Meer es invitado por un amigo a pasar unos días en un Monasterio trapense. Junto al silencio le conmueve el canto litúrgico en el que participa por primera vez:

"Yo escuchaba inmóvil. Todo era tan nuevo, tan absolutamente desconocido para mí. Jamás hubiera creído posible que existiesen aún en nuestros días hombres que consagran su vida íntegra a la oración y al culto de un Dios.

De pronto se entonaron los Salmos. El canto de los versículos salmodiados ondulaba como las olas poderosas y sonoras del mar; mi alma se sentía arrastrada por el oleaje de ese coro de voces masculinas, hacia un inmenso espacio luminoso. Escuchaba, escuchaba con todo mi ser... cuando después de un breve silencio una voz entonó la Salve. Me estremezco, me arrebujo en mi emoción. Esa magnífica antífona, esa plegaria cantada, sube y baja siguiendo un ritmo grandioso muy sencillo y muy grave. Me impresiona la ausencia de pasión, de sensualidad, en esa maravillosa música; ella no despierta en mí la inquietud ni todas las angustias que en mí se albergan; me hace un bien inmenso, me cura. Sus notas giran como un vuelo de pájaros gloriosos. Y sin embargo, ¡qué gravedad, qué indecible nostalgia vibra en ella! Música que revela una presencia muy fuerte y muy dulce, y lleva en sí un evidente resplandor de la divina luz".

P. van der Meer, Nostalgia de Dios, Desclée de Brouwer, 1948, p. 65.

Aquel viernes en el Gólgota

La atracción del catolicismo, decía en el texto anterior; y ahora la percepción del acontecimiento único de la Pasión y Muerte de Cristo. ¡No estás lejos del Reino de los Cielos!:

"En la Vulgata que poseo desde hace algún tiempo he leído la Pasión según San Lucas. No sé ni cómo ni por qué, pero el incomprensible acontecimiento de aquel Viernes en el Gólgota se me apareció como el centro, como el eje de la eternidad. Presentía como por inspiración que en el Gólgota, en el espacio entre la hora sexta y la hora nona -mientras que las tinieblas cubren toda la tierra-, se encuentra la luz que aclara todos los misterios a quienes recibieron el don de ver. El universo fue creado con el fin de que se pudiera realizar aquel acontecimiento único: la Crucifixión y Muerte del Hombre-Dios. Verdaderamente la Biblia es un libro extraordinario".

P. van der Meer, Nostalgia de Dios, Desclée de Brouwer, 1948, p. 61.

Visitando Notre-Dame de París

Van der Meer visita la Catedral de París. Como les ha pasado a tantas personas a lo largo de la historia, la Catedral -obra de la fe de un pueblo erigida para Dios- le sobrecoge. He aquí sus reflexiones:

"Ayer al mediodía fui solo a Notre-Dame; vagué durante horas por la iglesia, admirando el contorno del coro con sus hermosas imágenes, los viejos vitrales, la bóveda, y luego me senté en un lugar de donde podía ver la lamparilla que arde ante el altar y que para los fieles significa que Jesús está allí... La iglesia estaba casi desierta. Desde las altas bóvedas donde se concentraba la sombra, descendía una deliciosa paz sobre mi alma inquieta. En mí se sucedían innumerables pensamientos e imágenes. Miraba la luz entre las columnas y los arcos ojivales que se juntan como manos en oración; mis ojos reflejaban el incendio del rosetón y de los vitrales. Mi alma se estremecía hasta lo más hondo, con todos los ensueños y deseos a los que no puedo darles un nombre, y que me causan tristeza y alegría.

Lo que me llama singularmente la atención es que cada forma es la vestidura de un pensamiento. Comprendo la coherencia interior, el lazo entre la belleza visible y el mundo espiritual. El creyente, para quien cada forma es el símbolo de una realidad viviente, tiene que sentir una fuerte impresión ante una iglesia como ésta; en cuanto a mí, me siento conmovido hasta lo más hondo del ser, y pienso en la fe católica que tan poderosamente ha animado el arte gótico. Admiro al catolicismo, desearía conocerlo mejor".

P. van der Meer, Nostalgia de Dios, Desclée de Brouwer, 1948, p. 52.

Algo más bello que nuestro mismo amor

El hombre se justifica a sí mismo con pasmosa facilidad, y cuanto más inteligente es, más fácilmente puede mentirse a sí mismo con razones adaptadas a su propio temperamento o trayectoria vital. Pero sólo puede hacerlo al precio de reducir su deseo: las últimas líneas de este texto desvelan la posición auténtica del corazón humano, la estatura de nuestro verdadero deseo:

"Mis camaradas y amigos, como la generalidad de los hombres, se han fabricado -cuando no son miembros de alguna secta- una especie de sistema filosófico que cuidan de poner en perfecta armonía con su propio temperamento; y de esa manera tienen siempre preparados uno o muchos argumentos para explicar y defender cualquier mala acción. Uno pretende esto; otro, aquello; un tercero tiene opiniones diametralmente opuestas a las del primero; otro zigzaguea hábilmente entre todas las dificultades, y logra que su alma tranquila se pasee por la ancha senda del justo medio. Pero yo nada hago; sigo viviendo, y espero junto con Cristina la llegada de algo que será más bello que nuestro mismo amor, y que debe ser eterno".

P. van der Meer, Nostalgia de Dios, Desclée de Brouwer, 1948, p. 48.