miércoles, 6 de enero de 2010

En la solemnidad de la Epifanía

Homilía pronunciada el 6 de enero de 2010 en el Monasterio de Clarisas de San Pascual, de Madrid, en la Misa retransmitida por la Cadena Cope:


SOLEMNIDAD DE LA EPIFANÍA DEL SEÑOR
6 enero 2010

"Queridos amigos que asistís a esta Eucaristía en la Solemnidad de la Epifanía del Señor, y todos aquellos que seguís la celebración desde vuestros hogares, desde los hospitales, las residencias, las cárceles, o los que quizá estáis en estos momentos de viaje. Renovemos también hoy nuestro alegre saludo de fe: ¡feliz Navidad, feliz año nuevo, feliz día de Reyes!

Hoy celebramos con gratitud la Solemnidad de la Epifanía del Señor, la “manifestación” del Misterio oculto desde antes de los siglos -como dice hoy san Pablo- y finalmente revelado a los hombres mediante la carne de Cristo, nacida de la bendita y gloriosa Virgen María. Este designio de salvación, misterio de la “filantropía” de Dios, de su amor al hombre, ha comenzado a irradiar su luz en Belén, nos ha alcanzado en la unción de la humanidad del Verbo en las aguas bautismales del Jordán y ha manifestado su gloria en el inicio de la actividad pública de Jesús en las bodas de Caná. Hemos proclamado hace un momento el “anuncio de la Pascua”, porque a lo largo del año la Santa Liturgia despliega ante nosotros el Misterio manifestado, que es Cristo. La gruta de Belén y el Santo Sepulcro de Jerusalén son los lugares de nuestra redención.

La Epifanía es la fiesta de la “santa luz” como canta el oriente cristiano, luz anhelada desde antiguo y anunciada hoy por el profeta: “¡Levántate, brilla, Jerusalén, que llega tu luz; la gloria del Señor amanece sobre ti!”. ¡Cómo anhela el enfermo la llegada del amanecer! ¡Con qué ansia espera el insomne el fin de sus terrores nocturnos! ¡Qué hermosa es la llegada de un nuevo día, la vuelta a la vida, la luz de los rostros, la epifanía del mundo! ¡Qué importante es no acostumbrarnos a la gracia de la luz, que bautiza cada mañana el mundo, como en una nueva creación!

“Fiat lux!” ¡Hágase la luz!, dijo Dios al comienzo del mundo, y el universo emprendió su aventura, y millones de soles, millones de estrellas comenzaron a emitir su luz. Y el hombre, varón y mujer, vio también la luz, creado a imagen y semejanza de Dios. Pero los hombres recayeron en las tinieblas, preferían con frecuencia la oscuridad mortal a la luz, buscaban a tientas, guiados únicamente por la gloria manifestada en la creación y por la luz de su razón, luz hermosa pero débil, insuficiente para el camino.

El ser humano miraba al cielo, plagado de estrellas, y se sentía perdido en la soledad de los mundos. Veía las luces en el firmamento, pero no podía alcanzarlas. Cuanto más conocía, más pequeño se veía a sí mismo. Y entonces Dios tuvo misericordia de su criatura, y Él mismo, en Persona, salvó la distancia. No se contentó con ser luz... se hizo camino. ¡Con qué hermosas palabras constataba con asombro don Manuel García Morente en 1940, en carta escrita a don José María García Lahiguera, entonces director espiritual del Seminario de Madrid, la iniciativa de Dios al encarnarse!:

“Si Dios no hubiera venido al mundo, si Dios no se hubiera hecho carne de hombre en el mundo, el hombre no tendría salvación, porque entre Dios y el hombre habría siempre una distancia infinita, que jamás podría el hombre franquear... Demasiado lejos, demasiado abstracto... Pero Cristo, pero Dios hecho hombre, Cristo sufriendo como yo, más que yo, a ése sí que lo entiendo y ése sí que me entiende”.

El “hecho extraordinario” -epifanía del Dios vivo- que vivió el profesor García Morente en la noche del 29 al 30 de abril de 1937, en París, tras escuchar un fragmento de La infancia de Cristo de Berlioz, cambiaría para siempre su vida.

La luz que se encendió en Belén fue irradiando en círculos concéntricos. Primero iluminó a María y a José, como vemos en muchas hermosas representaciones del arte cristiano, en las que la luz procedente del niño caldea y hermosea los rostros de ambos. Después alcanzó a los pastores de Belén, que advertidos por el ángel llegaron enseguida al pesebre. Como nos recordaba hace unos días el Santo Padre en su homilía de Nochebuena, los pastores, almas sencillas, tardaron poco en llegar al portal, porque no estaban lejos de Dios. Por último, la luz de Cristo atrajo a los magos de oriente, sabios escrutadores de los misterios celestes, de los que decía san Agustín que “no se pusieron en camino porque vieran la estrella, sino que vieron la estrella porque estaban en camino”. “Su viaje -dijo Benedicto XVI en Colonia- fue motivado por una fuerte esperanza, que luego tuvo en la estrella su confirmación y guía”.

El suyo fue un itinerario largo, difícil, como el nuestro, pues como hijos de nuestro tiempo hemos olvidado el camino a Belén. Les guió un astro, les guió su deseo. “Los magos partieron porque tenían un deseo grande”. No olvidemos que la palabra “de-siderium”, deseo, tiene que ver con “sidera”, las estrellas. “Era como si hubieran esperado siempre aquella estrella”. Hemos de volver a ser “peregrinos del absoluto” (y es bueno recordarlo en el inicio de un nuevo año santo jacobeo). Hemos de desear de nuevo ver a Dios. ¡Con qué fuerza clamaba Leon Bloy, el genial escritor francés!:

“Hay muchos animales llamados racionales que parecen haber vivido sesenta u ochenta años y a los que un día se les lleva al cementerio sin que jamás hayan logrado salir de la nada. Muchos de ellos hasta han sido famosos en su viaje ‘del útero al sepulcro’... Distinguida multitud que ignora el tormento del Misterio... Pero los verdaderos hombres, los verdaderos vivos, los que ‘no han recibido sus almas en vano’, sufren y lloran como seres abandonados mientras no encuentran a la Iglesia, que guarda la llave de todos los misterios”.

El hombre de hoy, que ya no mira al cielo -o que si mira piensa con tristeza que la luz que ve quizá haga mucho tiempo que se haya extinguido-, necesita “signos”, necesita nuevas “epifanías” de Dios, pues está firmemente convencido de que el cristianismo, y la misma historia de Belén, no son sino “reliquias” -que se resisten a desaparecer- de una luz hace mucho tiempo extinguida.

Pero entonces, ¿qué espera?, ¿espera algo? Si lo espera, no lo espera ciertamente de la Iglesia, y entonces necesita inventar elefantes, y dragones, y bandas de nueva Orleans, para completar el pobre cortejo de la cabalgata de Reyes; necesita entretenerse, porque ésa es la cuestión. El hastío de la vida, la monotonía de todo exige distracción. No se puede mirar durante mucho tiempo la nada. Nosotros, queridos hermanos -laicos, religiosas, sacerdotes-, somos la respuesta de Dios, el signo de Dios para nuestro mundo. La Iglesia es la humanidad iluminada, bautizada en el esplendor de la gloria, “lumen gentium”, luz de las naciones... ¡Abramos de par en par las puertas de la Iglesia a todos los hombres, pues la luz de Cristo es para todos! También para los palacios del poder y de la ambición, donde la noticia del nacimiento de un niño no trae alegría, sino hostilidad y violencia. Cristo ha nacido también para iluminar la conciencia y el corazón de Herodes.

Como los magos, caigamos también nosotros de rodillas ante el Señor, ante su “epifanía eucarística”, y ofrezcámosle “el oro de nuestra libertad, el incienso de nuestra oración fervorosa y la mirra de nuestro afecto más profundo”. ¡Y que María, estrella de la mañana, la “que a Cristo más se asemeja” -como decía Dante-, nos acompañe siempre e interceda por nosotros! Amén".


Juan Miguel Prim