miércoles, 31 de diciembre de 2008

Shalom

Mañana 1 de enero se celebra la Jornada Mundial de la Paz, mientras piedras y obuses llueven de nuevo sobre Tierra Santa, un triste recordatorio de la convulsa situación del mundo. ¡Qué necesario es abrir de nuevo el corazón al primer canto de la Navidad!:

"El primer cántico navideño de la historia, con en el que se fijó para todos los tiempos el sonido interior de la Navidad, no proviene de seres humanos. San Lucas nos lo transmite como el cántico de los ángeles, que fueron los "evangelistas" de la Nochebuena: gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz a los hombres, objeto de su amor, a los hombres de buena voluntad.

Este cántico establece un criterio, nos ayuda a entender de qué trata la Navidad. Contiene un término clave que, justamente en nuestro tiempo, mueve a los seres humanos como casi ningún otro: la paz. La palabra bíblica shalom, que traducimos por paz, dice mucho más que la mera ausencia de guerra: afirma el recto estado de los asuntos humanos, el estado de salvación; un mundo en el que reinan la confianza y la fraternidad, en el que no haya temor ni indigencia, engaño ni falsedad.

Paz en la tierra: éste es el objetivo de la Navidad. Pero el cántico de los ángeles presupone un primer elemento sin el cual no puede haber una paz duradera: la gloria de Dios. Ésta es la doctrina de Belén sobre la paz: la paz entre los hombres desciende de la gloria de Dios. Quien se interesa por los hombres y por su salvación debe preocuparse ante todo de dar gloria a Dios. La gloria de Dios no es un asunto privado, que cada uno puede gestionar según sus gustos, sino un asunto público. Es un bien común, y allí donde los hombres no dan gloria a Dios tampoco el hombre a la larga es honrado. La Navidad tiene que ver con la paz entre los hombres justamente porque en ella fue restablecida entre los hombres la gloria de Dios".

J. Ratzinger, La bendición de la Navidad, Herder 2007, pp. 89-90.

El sentido del tiempo

Último día del año. Recojo unas interesantes reflexiones del teólogo Ratzinger, escritas en el ya lejano año de 1974:

"Se concluye un año. Lo cual comporta siempre un momento de reflexión. Se hacen balances, se intenta una previsión para el futuro. Por un instante nos damos cuenta de esa extraña realidad llamada 'tiempo', que en otras ocasiones usamos simplemente sin percatarnos. Mirando hacia atrás los días difíciles resultan transfigurados y el afán, ya casi olvidado, nos permite estar más tranquilos y confiados, más calmados ante lo que nos supera: también eso pasará. Con el año viejo no solamente pasan muchos afanes, sino también algunas cosas bellas y, cuanto más supera una persona la mitad del camino de su vida, con tanta mayor fuerza experimenta el transformarse en pasado de lo que para él una vez fue futuro y presente. No es posible decirle al instante fugaz: ¡Detente, eres tan hermoso! Lo que es tiempo se va, como había venido.Así las últimas horas del año pueden hacernos reflexionar sobre el sentido del tiempo.

El hombre tiene más tiempo. La medicina ha alargado el tiempo del hombre. Pero ¿tenemos de verdad tiempo? ¿O es el tiempo el que nos posee? La mayor parte de los hombres no tiene, en cualquier caso, tiempo para Dios; emplea su tiempo para sí mismo, como cree. Pero ¿tenemos realmente tiempo para nosotros mismos? ¿O no nos falta también éste? ¿Acaso no vivimos sin pensar en nostros mismos? Y sin embargo, el verdadero tiempo del hombre ¿no es aquél que tiene para Dios?... Hay muchas razones por las que ese tiempo, del que ya no dispone, nos engulle y sólo el tener tiempo para Dios nos da tiempo para el hombre y con ello la verdadera libertad".

J. Ratzinger, Dogma e predicazione, Queriniana, 1974.

lunes, 29 de diciembre de 2008

El rito cotidiano de la resurrección

Último. Mario visita el Nirmal Hriday, la Casa del Corazón Puro, hogar de los enfermos y moribundos abandonados. Allí asiste al espectáculo de la victoria sobre el último enemigo humano: la muerte.

"Esa mañana de Nochebuena -24 de diciembre de 1993-, cerca de las siete, entré por primera vez en el Hogar de los Moribundos. El silencio era sobrecogedor. Tuve una sensación extraña en el estómago. Tal vez mezcla de temor, nervios y rechazo. Al bajar la mirada me crucé, durante algunos segundos, con la de un hombre acostado en el primer camastro de la sala y envuelto en una manta harapienta de un color impreciso. Esa manta también envolvía su cráneo, que percibí casi rapado y que apenas dejaba al descubierto parte de su rostro. Me refiero a sus ojos. Me impresionaron. Cuencas oscuras forzadamente abiertas, como transpirando un dolor que imaginé muy intenso. Los huesos de los pómulos se marcaban en el rostro como lastimando la piel, de color acre y cubierta de pequeñas llagas y manchas de color oscuro. En unos segundos, que se me antojaron una eternidad, ese hombre no quitó su mirada de la mía. Tuve yo finalmente que girar mi cabeza. Fueron segundos dolorosamente insoportables. Y por primera vez en mi vida profesional bajé mi cámara resistiendo la tentación de estampar ese rostro, el rostro de la muerte, en la mente y el corazón de miles de seres humanos que más tarde verían esas imágenes... Al volver a entrar, aquel hombre de los inmensos ojos llenos de dolor ya no estaba. Había muerto.

... En ese momento tuve la estremecedora sensación de que todo lo que estaba presenciando era parte de un digno acuerdo que estos seres humanos hacen con la muerte. Y el rito cotidiano de la resurrección".

Se hizo la luz...

Una nueva entrega sobre la Madre Teresa a través de los ojos de Mario Podestá. No os perdáis la primera frase; cada vez me parece más cierta. El periodista relata de nuevo su primer encuentro con la Madre, en ámbito litúrgico, aunque se nota su poca familiaridad con la eucaristía.

"Hay momentos en que todos los lugares del mundo son iguales... sólo depende de quién nos espere en alguno de ellos. Yo sentía que Madre me esperaba en Calcuta. Voy a hablar con ella y traerme su palabra.

Eran poco más de las cinco de la mañana cuando salí del hotel en dirección a la Casa Madre de las Misioneras de la Caridad... Entré sin llamar. Me quité los zapatos, subí las escaleras y aguardé. Faltaban algunos minutos para las seis de la mañana. Comenzaría la misa diaria. De pronto, un coro de monjas comenzó a entonar, a varias voces, bellísimos cantos religiosos. Todos ellos muy alegres.

Un grupo de personas se había congregado en el primer piso, a la salida de la capilla. A punto de las seis se corrió la cortina que separa la recepción del primer piso y apareció Madre. Frotando enérgicamente sus manos, descalza, y con un cierto apuro. Se hizo la luz...

Sólo se detuvo unos instantes a bendecir a una joven madre y su pequeño recién nacido, y al notar mi presencia me pidió que participara del oficio y luego nos sentaríamos a conversar. Madre eligió para esa mañana la liturgia del Nacimiento... Fue una ceremonia conmovedoramente humilde, en la que Madre, hermanas, hermanos, sacerdotes, voluntarios y visitantes, en comunión de los santos, compartimos el pan y el vino.

¡Si Vd. se queda aquí una semana saldrá en estado de gracia!- me dijo con una amorosa sonrisa, algo cómplice".

Estaba preparado para recibir...

Sigo con la Madre Teresa y Mario Podestá, el fotógrafo argentino que le dedicó un espléndido reportaje. Así describe el periodista su situación existencial y sus impresiones de Calcuta cuando viajó a la India para conocer a la Madre. ¡Qué terribles y conmovedoras palabras! Recomiendo su lectura pausada:

"En aquel viaje a India pude comprobar nuevamente mis intuiciones acerca del valor de la vida humana según su color. Ese viaje significaba en aquel preciso momento histórico una suerte de retorno a las fuentes. De alguna forma, desde algún lugar, era un alma arrastrando un cuerpo. Las sombras se alargaban dentro mío. Me sentía partido en dos mitades y cada una de ellas corría en sentido contrario. Hacía más de dos años que no me detenía, de guerra en guerra, pasando por la vida sin vivirla. Me sentía un marginal ininteligible, capaz de internarme en los laberintos de las experiencias límite y regresar de allí con testimonios terribles y creíbles. Dicen que uno no deja la profesión de periodista, ella lo deja a uno. Finalmente llegué a Calcuta. Mi primera vez...

Al llegar quedé fascinado en el acto. Amor a primera vista. Aunque, como aquellas mujeres de las que uno se enamora, aun sabiendo que sufrirá por causa de ellas. Calcuta entró sin llamar y se instaló en mi espíritu para siempre. Quise abrir el corazón y permitirme 'cruzar la línea'. Luego de ello sabía que ya no habría retorno. Se es antes y después de Calcuta.

... Calcuta es una especie de 'collage' inquietante. Vibra con millones de luces sobrenaturales, que parecen brotar de entrañas dolientes y manantiales invisibles. Embates de aromas cargados de sudor, hambre y furia, es la ciudad de los olores terribles. El hambre y la furia tienen olor a fin del mundo. Había llevado muy poco equipaje. Sólo ropa para un par de cambios, tabletas purificadoras de agua, mi equipo de fotografía, un grabador de mano, unas cintas con Nocturnos de Chopin y un maletín lleno de cartas de amor. Sentía que Calcuta sería un buen lugar para releerlas.

... No esperaba nada. Estaba preparado para recibir. No tenía idea de lo que buscaba. Imaginé entonces que lo sabría cuando lo encontrara. Y sólo si ello sucedía.

Y finalmente sucedió, al regreso, en soledad, y sobre mi mesa de luz, al ver las fotografías obtenidas. La cámara nos proporciona una suerte de blindaje momentáneo y casi infantil que nos ayuda a no involucrarnos con el espanto mientras realizamos las imágenes... Creí sentir el grito de la ciudad. Esa especie de grito ahogado, egoísta, por momentos gracioso y por momentos profundamente canalla. El grito de una ciudad tremendamente vulnerable, aunque despótica y soberbia. El alarido desde la carne quemada de una ciudad triunfante, apocalíptica y miserable.

Y comencé a darme cuenta... de que había soñado cada rincón y cada rostro de Calcuta antes de saber siquiera que existían. Los bellísimos rostros de los niños de Calcuta. Rostros con millones de años de luz en la mirada.

Esa maravillosa ciudad, herida sangrante de una humanidad morena, inconmovible y olvidada, se sumergía una y otra vez en la noche más espantosa con su respiración húmeda y agitada, para volver a nacer en la mañana del primer amanecer del mundo.

Calcuta desafiaba la vida desde el espanto. Y el espanto desde el espíritu.

No le concedí tiempo al sueño. Caminé como sonámbulo entre sombras flacas y olores siniestros hasta el amanecer. La vida me urgía. Siempre suele ser más tarde de lo que uno cree.

Debo reconocer que siempre he puesto mi fe en lo que puedo tocar y ver. Calcuta desafiaba todo cálculo racional. Me hacía estar con todos mis sentidos en alerta. Sentía que creía en esta ciudad a partir de la incertidumbre, lo que la convertía en poderosa. La incertidumbre como fundamento de todo poder. Y el poder como cimiento de toda fe.

Calcuta me observaba con esos millones de ojos fijos. Con sus océanos de lágrimas secas.... Caminaba como un fantasma desquiciado, en una geografía húmeda, caliente y desolada, esquivando los cuerpos ocultos entre las sombras, cubiertos con mugrientos trapos grises y marrones. Mi cabeza era como un tambor golpeado por un demente.

Cada ciudad tiene sus fantasmas... Los de Calcuta, cuerpos yacentes en la noche espantosa. La ciudad de aquellos que han nacido, sobreviven y habrán de morir en las calles... Calcuta duele. Y no existe dolor que no tenga significado. Y esta ciudad se clavó como una espina ardiente en las profundidades más insondables de mi espíritu para el resto de los tiempos".

Un gesto digno del cielo

Sigue hablando Mario Podestá, evocando su primer encuentro con Madre Teresa:

"Aquella mañana se había juntado una pequeña multitud... De pronto te abriste paso entre todos ellos y te acercaste a una muy joven y agitada madre que sostenía un bebé en brazos. Aquella tímida y bella madre soltera de las piernas vendadas. Cubierta por un vestido que era poco más que un trapo andrajoso y emparchado... Elegiste a aquel niño. Cuando lo tomaste en brazos descubriendo la gastada manta que lo envolvía pude ver sus piernas deformes y un escalofrío nuevo me bajó por la espalda. Le regalaste tu enorme sonrisa y lo llenaste de caricias... tu mano se apoyó en su cabeza y luego tomaste de tu bolsillo la vieja medallita de lata, la besaste y la pusiste sobre el pecho de ese bebé que te miraba con esos enormes ojos fijos... Jamás olvidaré aquel momento. En aquel instante supe que sólo por ese gesto deberías ir al cielo.

Había en aquel recién nacido, exaltado, harapiento y maloliente, mayor santidad que en todas las grandes iglesias del lujoso primer mundo.

... Esa inolvidable mañana sería para mí el comienzo de una bella amistad... He sido un afortunado desde el momento en que me diste el privilegio de tu amistad".

La fiesta de la dignidad humana

La Navidad es la fiesta de la dignidad humana, del valor inconmensurable de cada ser humano. Soy amado hasta el punto de que mi Creador se ha hecho hombre por mí, ha salvado la distancia, se ha hecho vulnerable hasta la Cruz. Es como para llorar de alegría.

He rescatado en estos días unos apuntes de algo que me impresionó vivamente en el año 2003. La editorial Esfera de los Libros publicó un libro de fotografías -en blanco y negro- del fotógrafo argentino Mario Podestá, corresponsal de guerra que en el encuentro con la Madre Teresa de Calcuta descubrió la paz y el sentido que había ido perdiendo al fotografiar tantas escenas de muerte y desolación. Antes de este encuentro se preguntaba el periodista argentino: "¿Alguien puede ser feliz porque resultó premiada la fotografía del rostro de un niño que va a morir?".

En 1993 la vida de Mario sufrió un vuelco. Madre Teresa le abrió sus puertas para que pudiera documentar fotográficamente su obra. Conocer a esta mujer, convivir con ella, presenciar tan de cerca el dolor que ella asistía lo conmovió de tal manera que su vida cambió.

Cada vez que abandonaba su profesión porque no soportaba tanto horror, o porque necesitaba encontrarse consigo mismo, viajaba a Calcuta, a visitar a la Madre Teresa, su amiga, su confidente. LLevó hasta la muerte -acaecida en 2003 al volcar su vehículo en Irak- la medallita de plata que ella le había regalado. Recojo algunos pasajes especialmente conmovedores en los que Mario Podestá narra su encuentro con Calcuta y con la Madre Teresa:

"Cuando en Nochebuena de 1993 me recibiste en tu casa, en las entrañas dolientes de la terrible y luminosa Calcuta, supe que probablemente nada sería ya lo mismo...

Me resultaba definitivamente imposible imaginar Calcuta sin ti, como también imaginarte sin Calcuta. La Ciudad de la Noche Espantosa, como la llamaba Rudyard Kipling... La ciudad de los olores terribles. La ciudad de los que nacen, sobreviven y mueren en las calles. La Ciudad de la Alegría...

Una hermana me pidió que subiera por las escaleras hasta el primer piso y esperara. Creí escuchar cantos que provenían de lo que parecía ser una capilla. Cantos de una armonía, color y afinación indescriptibles. Cantos que tenían alas. Oceános de bellísima música. Sentí que se abrían los párpados de mis oídos en una emoción nueva.

... Pequeña, muy pequeña, casi arrastrando tus gastados pies, frotando enérgicamente tus grandes manos, ese gesto tan tuyo, con esas profundas arrugas que se me antojaron mapas de guerra. De esa guerra que peleabas con amor y pasión desde hace casi cincuenta años por tus leprosos, tus desamparados, tus enfermos, tus moribundos, tus desnudos, tus hambrientos, tus postergados, los más pobres de los pobres... Si veías un hambriento, lo alimentabas; un desnudo, lo vestías; un sediento, le dabas de beber; un enfermo, lo curabas; un desamparado, le dabas techo; un moribundo, lo abrazabas para que no muriera abandonado y solo. Y antes de la partida le dabas el 'ticket para San Pedro'. Llamabas así al bautismo. Simplemente el ideal evangélico. El Evangelio vivo. El amor en acción".

domingo, 28 de diciembre de 2008

Una breve cita de Chesterton

Hablando del intento de censurar o reinterpretar la Navidad dice el escritor inglés:

"Eliminad lo sobrenatural y lo que queda es lo antinatural".

G. K. Chesterton, Herejes, Acantilado 2007, p. 74.

sábado, 27 de diciembre de 2008

Si Dios no hubiera venido al mundo...

Último fragmento del relato del "hecho extraordinario" de García Morente. Dios ha eliminado la distancia:

"No me cabe la menor duda que esta especie de visión no fue sino producto de la fantasía excitada por la dulce y penetrante música de Berlioz. Pero tuvo un efecto fulminante en mi alma. Ese es Dios, ese es el verdadero Dios, Dios vivo; esa es la Providencia viva -me dije a mí mismo-. Ese es Dios, que entiende a los hombres, que vive con los hombres, que sufre con ellos, que los consuela, que les da aliento y les trae la salvación. Si Dios no hubiera venido al mundo, si Dios no se hubiera hecho carne de hombre en el mundo, el hombre no tendría salvación, porque entre Dios y el hombre habría siempre una distancia infinita que jamás podría el hombre franquear.

Yo lo había experimentado por mí mismo hacía pocas horas. Yo había querido con toda sinceridad y devoción abrazarme a Dios, a la Providencia de Dios; yo había querido entregarme a esa providencia, que hace y deshace la vida de los hombres. ¿Y qué me había sucedido? Pues que la distancia entre mi pobre humanidad y ese Dios teórico de la filosofía me había resultado infranqueable. Demasiado lejos, demasiado ajeno, demasiado abstracto, demasiado geométrico e inhumano.

Pero Cristo, pero Dios hecho hombre, Cristo sufriendo como yo, más que yo, muchísimo más que yo, a ése sí que lo entiendo y ése sí que me entiende. A ése sí que puedo entregarle filialmente mi voluntad entera, tras de la vida. A ése sí que puedo pedirle, porque sé de cierto que sabe lo que es pedir y sé de cierto que da y dará siempre, puesto que se ha dado entero a nosotros los hombres. ¡A rezar, a rezar! Y puesto de rodillas empecé a balbucir el Padrenuestro. Y ¡horror... se me había olvidado!

Permanecí de rodillas un gran rato, ofreciéndome mentalmente a Nuestro Señor Jesucristo con las palabras que se me ocurrían buenamente. Recordé mi niñez; recordé a mi madre, a quien perdí cuando yo contaba nueve años de edad; me representé claramente su cara, el regazo en que me acostaba, estando de rodillas para rezar con ella; lentamente, con paciencia, fui recordando trozos del Padrenuestro; algunos se me ocurrieron en francés, pero al traducirlos restituí fielmente el texto español. Al cabo de una hora de esfuerzos logré restablecer íntegro el texto sagrado y lo escribí en un librito de notas. También pude restablecer el Avemaría. Pero de aquí no pude pasar. El Credo se me resistió por completo, así como la Salve y el Señor mío Jesucristo. Tuve que contentarme con el Padrenuestro -que leía en mi papel-, no atreviéndome a fiar en un recuerdo tan difícilmente restaurado, y el Avemaría, que repetí innumerables veces, hasta que las dos oraciones se me quedaron ya perfectamente grabadas en la memoria.

Una inmensa paz se había adueñado de mi alma. Es verdaderamente extraordinario e incomprensible cómo una transformación tan profunda pueda verificarse en tan poco tiempo... Sea lo que fuere el hecho es que me veía a mí mismo hecho otro hombre...

¡Querer libremente lo que Dios quiera! He aquí el ápice supremo de la condición humana... Y postrado de rodillas, perdida la mirada en el lejano horizonte del caserío de París, recité con íntimo fervor una vez más el Padrenuestro, entregando libremente toda mi voluntad en las manos llagadas de Nuestro Señor Jesucristo".

M. García Morente, El "Hecho Extraordinario", Rialp, 2002, 3ª ed., pp. 37-41.

La "Infancia de Jesús" de Berlioz

Seguimos con García Morente. Lo dejábamos agotado, debatiéndose en el caracter contradictorio de sus propios pensamientos. Pero he aquí que de repente sucede lo imprevisto:

"Haciendo un esfuerzo enorme de voluntad me impuse la obligación de tomar algún descanso... Se me ocurrió poner en marcha la radio para ayudarme a la distracción".

"Estaban radiando música francesa: final de un sinfonía de Cesar Franck; luego, al piano, la Pavane pour une infante défunte, de Ravel: luego, en orquesta, un trozo de Berlioz intitulado L'enfance de Jesus. No puede Vd. imaginarse lo que es esto si no lo conoce: algo exquisito, suavísimo, de delicadeza y ternura tales que nadie puede escucharlo con los ojos secos. Cantábalo un tenor magnífico, de voz dulce, aterciopelada, flexible y suave, que matizaba incomparablemente la melodía pura, ingenua, verdaderamente divina."

"Cuando terminó, cerré la radio para no perturbar el estado de deliciosa paz en que esa música me había sumergido. Y por mi mente comenzaron a desfilar -sin que yo pudiera oponerles resistencia- imágenes de la niñez de Nuestro Señor Jesucristo. Vile en la imaginación caminando de la mano de la Santísima Virgen, o sentado en un banquillo y mirando con grandes ojos atónitos a San José y a María. Seguí representándome otros periodos de la vida del Señor: el perdón que concede a la mujer adúltera, la Magdalena lavando y secando con sus cabellos los pies del Salvador, Jesús atado a la columna, el Cireneo ayudando al Señor a llevar la Cruz, las santas mujeres al pie de la Cruz."

"Y así poco a poco se fue agrandando en mi alma la visión de Cristo, de Cristo hombre, clavado en la Cruz, en una eminencia dominando un paisaje de inmensidad, una infinita llanura pululante de hombres, mujeres y niños sobre los cuales se extendían los brazos de Nuestro Señor Crucificado. Y los brazos de Cristo crecían, crecían y parecían abrazar a toda aquella humanidad doliente y cubrirla con la inmensidad de su amor. Y la Cruz subía, hasta el Cielo y llenaba el ámbito todo y tras ella también subían muchos... Subían todos, ninguno se quedaba atrás, sólo yo, clavado en el suelo, veía desaparecer en lo alto a Cristo rodeado por el enjambre inacabable de los que subían con él; sólo yo me veía a mí mismo, en aquel paisaje ya desierto, arrodillado y con los ojos puestos en lo alto y viendo desvanecerse los últimos resplandores de aquella gloria infinita, que se alejaba de mí."

M. García Morente, El "Hecho Extraordinario", Rialp, 2002, 3ª ed., pp. 36-37.

El hecho extraordinario

Hoy he releído con verdadera emoción el relato de la conversión del profesor García Morente, lo que él designó como "el hecho extraordinario". El que fuera catedrático de Ética y decano de Filosofía de la Universidad de Madrid se encontraba en París, exiliado tras el asesinato político de un familiar a manos de milicianos y avisado de que su propia vida corría serio peligro. Era la noche del 29 al 30 de abril de 1937.

Tras esta experiencia Manuel García Morente ingresaría en el Seminario de Madrid para hacerse sacerdote. El relato fue escrito por el propio protagonista en septiembre de 1940 para dar a conocer a su director espiritual, D. José María García Lahiguera, el itinerario de su acercamiento a Dios y a la fe de la Iglesia. El texto permaneció inédito hasta después de su muerte. Transcribo algunos fragmentos en varias entradas del blog para utilidad de quien no lo conozca o no lo tenga a mano.

Comienza D. Manuel describiendo su atormentada vida en el exilio -alejado de su familia- y su estado de rebeldía ante Dios. Y sin embargo le sucedían hechos que parecían confirmar la acción providente de Dios:

"El conjunto de lo que me estaba sucediendo tenía caracteres verdaderamente extraños e incomprensibles. Alrededor de mí o, mejor dicho, sobre mí e independientemente de mí, se iba tejiendo, sin la más mínima intervención de mi parte, toda mi vida... Yo permanecía pasivo por completo e ignorante de todo lo que me sucedía. Dijérase que algún poder incógnito, dueño absoluto del acontecer humano, arreglaba sin mí todo lo mío... Tuve profunda y punzante la sensación de ser una miserable briznilla de paja empujada por un huracán omnipotente".

"Por tercera vez la idea de la Providencia se clavó en mi mente. Por tercera vez, empero, la rechacé con terquedad y soberbia. Pero también con un vago sentimiento de confusión y angustia. Era demasiado evidente que yo por mí mismo no podía nada y que todo lo bueno y lo malo que me estaba sucediendo tenía su origen y propulsión en otro poder bien distinto y harto superior. Con todo, refugiábame en la idea cósmica del determinismo universal, y una vez que se me ocurrió tímidamente el pensamiento de pedir, de pedir a Dios, esto es, de rezar, de orar -que era sin duda la actitud más lógica y congruente con todo lo que me estaba sucediendo- rechacelo también como necia puerilidad. ¡Qué demencia!..."

Pero las cosas se torcían, la angustia le invadía, estaba en manos de la desesperanza:

"Derrumbose otra vez en mi alma la confianza en la determinación natural de causas y efectos, y la inquietud profunda se apoderó otra vez de mí. No podía hacer nada. Lo que quiera que hubiese de acontecer, allá se fraguaba, lejos, sin la más mínima posibilidad de una acción eficaz por mi parte... Aquellas noches fueron atroces. ¿Qué está haciendo de mí -pensaba- Dios, la Providencia, la Naturaleza, el Cosmos, lo que sea? La impotencia, la ignorancia, una noche sombría en derredor y nada, nada absolutamente, sino esperar la sentencia de los acontecimientos. ¡Esperar! ¿Y cómo esperar sin saber? ¿Qué esperanza es esa esperanza que no sabe lo que espera? Una esperanza que no sabe lo que espera es propiamente... la desesperación".

"Empezó a invadirme un sentimiento raro, una especie de depresión total, absoluta, de todo mi ser, una dejadez infinita, de la que salía, como por el estímulo de un latigazo interior, para precipitarme en estados de sobreexcitación febril".

Sopesaba el profesor en sus razonamientos, alternativamente, la idea de Dios y su negación:


"Claro está que en seguida se me apareció en la mente la idea de Dios. Pero también en seguida debió de asomar en mis labios la sonrisa irónica de la soberbia intelectual. Vamos -pensé-, Dios, si lo hay, no se cura de otra cosa que de ser. Dejémonos de puerilidades".

Confianza y rebelión se sucedían hasta llevar a D. Manuel al extremo:


"...El solo pensamiento de que hay una Providencia sabia bastó para tranquilizarme; aunque no comprendía ni veía la razón o causa concreta de la crueldad que esa misma Providencia practicaba conmigo, negándome el retorno de mis hijas."

"...Pensaba en Dios, pero siempre en el Dios del deísmo, en el Dios de la pura filosofía, en ese Dios intelectual en el que se piensa, pero al que no se reza"...

"En mi alma se produjo una especie de protesta, y creo, Dios me perdone, que algo así como una blasfemia subió a mi mente. Creo que acusé de cruel, de indiferente, de burlona, de sarcástica, esa Providencia que se complacía en zarandear mi vida, en traerla y llevarla a su antojo inexplicablemente, en darle y atribuirle acontecimientos y hechos que yo no quería. ¿Qué puedo esperar -pensaba yo- de un Dios que así se complace en jugar conmigo...? No me someto al destino que Dios quiere darme; no quiero nada con Dios, con ese Dios inflexible, cruel, despiadado... Me apareció claramente que sólo una cosa era libre de hacer para mostrar mi oposición a esa Providencia, que se me antojaba inaccesible y hostil: quitarme la vida..."

"Pero tan pronto como me di cuenta de la conclusión a que había llegado me espanté de mí mismo. No por la idea del suicidio en sí, que ya en otras ocasiones había entrado en los ámbitos de mi conciencia, sino más bien por la absoluta ineficacia de un acto así, que a nada conducía, que nada resolvía... Seriamente me entró la preocupación de si no estaría empezando a desvariar. En realidad, había llegado al fondo de un callejón sin salida".

Manuel García Morente, El "Hecho Extraordinario", Rialp, 2002, 3ª ed., pp. 21-36.

viernes, 26 de diciembre de 2008

Esteban y Cristo

No deja de resultar paradójico que al día siguiente de festejar el nacimiento de Cristo la liturgia católica conmemore el martirio de San Esteban, llamado 'protomártir', es decir, el primer mártir. Pero en realidad el hecho tiene pleno sentido: el nacimiento de Cristo es la condición que hace posible su pasión, muerte y resurrección, los hechos redentores que nos salvan, y el mártir es el testigo de esta victoria de Cristo sobre la muerte. Esteban además reproduce en su martirio los rasgos inconfundibles del "testigo veraz", Cristo: ofrece a todos la buena noticia del evangelio, muere perdonando a sus lapidadores y entrega su espíritu al Padre. Esta estrecha relación entre Esteban y Jesús ya fue señalada por san Fulgencio, obispo de Ruspe a comienzos del siglo VI:

"Ayer celebrábamos el nacimiento temporal de nuestro Rey eterno; hoy celebramos el triunfal martirio de su soldado. Ayer nuestro Rey, revestido con el manto de nuestra carne y saliendo del recinto del seno virginal, se dignó visitar el mundo; hoy el soldado, saliendo del tabernáculo de su cuerpo, triunfador, ha emigrado al cielo. Nuestro Rey, siendo la excelsitud misma, se humilló por nosotros; su venida no ha sido en vano, pues ha aportado grandes dones a sus soldados, a los que no sólo ha enriquecido abundantemente, sino que también los ha fortalecido para luchar invenciblemente. Ha traído el don de la caridad, por la que los hombres se hacen partícipes de la naturaleza divina... Así, pues, la misma caridad que Cristo trajo del cielo a la tierra ha levantado a Esteban de la tierra al cielo".

Y un versículo de la liturgia de las horas lo resume con preciosas palabras:

"Ayer nació el Señor en la tierra, para que hoy Esteban naciera en el cielo; el Señor entró en el mundo, para que Esteban entrara en la gloria".

El Evangelio está aún en los inicios...

Leo un pasaje de Ratzinger, escrito en 1992, sobre la gran pregunta que en estas fechas nos quema a tantos creyentes: ¿cuál es el balance de 2000 años de cristianismo?, ¿ha mejorado el mundo gracias al anuncio cristiano?:

"En veinte siglos de proclamación del anuncio cristiano el mundo no se había vuelto manifiestamente mejor, ya que los horrores que ahora sucedían no eran de hecho inferiores, en cuanto a su atrocidad, a los de las épocas precristianas. Los años desde el advenimiento de Cristo en adelante ¿podían seguirse llamando aún realmente 'tiempo de gracia'? ¿No teníamos a nuestras espaldas siglos terribles de irredención, y no debíamos esperarnos, si fuera posible, cosas aún peores?

Cincuenta años más tarde esas preguntas que entonces me planteaba las he encontrado formuladas con toda su crudeza en Julien Green, aunque con una respuesta que a decir verdad no puedo compartir. En la conclusión de su libro sobre Francisco de Asís el gran novelista escribe:

La segunda guerra mundial me derribó interiormente como un golpe del destino... El mundo, que se combatía a sí mismo con una lucha sin cuartel, me parecía horrible, y lentamente en mi interior se formó la idea de que el evangelio había fracasado. Cristo mismo se preguntó si encontraría fe a su regreso a esta tierra... Las almas, que él había tocado y unido a sí, daban la impresión de un pequeño grupo de dispersos en este huracán desencadenado por locos. Casi a mitad de camino entre la noche que había acogido a Jesús y el infierno en el que la humanidad ahora se debatía había aparecido sobre la tierra otro Cristo, el Francisco de Asís de mi juventud. También él había fracasado. ¿Había fracasado realmente? Sólo aparentemente... Él estaba convencido de que la salvación vendría por obra del evangelio. El evangelio era la eternidad. El evangelio estaba apenas en los inicios. ¿Qué eran veinte siglos a los ojos de Dios?"

J. Ratzinger, Svolta per l'Europa? Chiesa e modernità nell'Europa dei rivolgimenti, Paoline 1992, 2ª ed., p.51.

martes, 23 de diciembre de 2008

Dulce Jesús, Niña bella

Poema de Lope de Vega en el que la Virgen, "Niña bella", le canta al "dulce Jesús" una canción de cuna para que deje de llorar:

"La Niña a quien dijo el Ángel
que estaba de gracia llena,
cuando de ser de Dios madre
le trujo tan altas nuevas,

ya le mira en un pesebre,
llorando lágrimas tiernas,
que obligándose a ser hombre,
también se obliga a sus penas.

¿Qué tenéis, dulce Jesús?,
le dice la Niña bella;
¿tan presto sentís mis ojos
el dolor de mi pobreza?

Yo no tengo otros palacios
en que recibiros pueda,
sino mis brazos y pechos,
que os regalan y sustentan.

No puedo más, amor mío,
porque si yo más pudiera,
vos sabéis que vuestros cielos
envidiaran mi riqueza.

El niño recién nacido
no mueve la pura lengua,
aunque es la sabiduría
de su eterno Padre inmensa.

Mas revelándole al alma
de la Virgen la respuesta,
cubrió de sueño en sus brazos
blandamente sus estrellas.

Ella entonces desatando
la voz regalada y tierna,
así tuvo a su armonía
la de los cielos suspensa.

Pues andáis en las palmas,
Ángeles santos,
que se duerme mi niño,
tened los ramos.
Palmas de Belén
que mueven airados
los furiosos vientos
que suenan tanto.
No le hagáis ruido,
corred más paso,
que se duerme mi niño,
tened los ramos.

El niño divino,
que está cansado
de llorar en la tierra
por su descanso,
sosegar quiere un poco
del tierno llanto,
que se duerme mi niño,
tened los ramos.
Rigurosos yelos
le están cercando,
ya veis que no tengo
con qué guardarlo.

Ángeles divinos
que vais volando,
que se duerme mi niño,
tened los ramos".

Lope de Vega

El maravilloso trueque

San Juan de la Cruz retoma en su Romance del Nacimiento la antigua doctrina del "admirable intercambio". Dios se hace hombre para que el hombre se haga Dios. Dios se hace mortal para que el hombre devenga inmortal. Dios llora en Belén para que el hombre experimente la alegría:

... "pero Dios en el pesebre
allí lloraba y gemía,

...y la Madre estaba en pasmo
de que tal trueque veía:

el llanto del hombre en Dios,
y en el hombre la alegría" ...

San Juan de la Cruz

En la gozosa contemplación del Niño sorprendida...

Recojo un nuevo poema de Luis Rosales sobre el misterio de la Navidad. El poeta se ensimisma con la mirada de María sobre el Niño Dios:

"De lirio en oración, de espuma herida
por ella paso del alba silenciosa,
de carne sin pecado en la gozosa
contemplación del Niño sorprendida;

de nieve que detiene su caída
sobre la paja que al Señor desposa,
de sangre en asunción junto a la rosa
del virginal regazo desprendida;

de mirar levantado hacía la altura
como una fuente con el agua helada
donde el gozo encontró recogimiento;

de manos que juntaron su hermosura
para calmar, en la extensión nevada,
su angustia al hombre y su abandono al viento".

Luis Rosales

sábado, 20 de diciembre de 2008

Sartre y la Navidad

Recojo un interesantísimo -y largo- artículo del filósofo y ensayista italiano Massimo Borghesi sobre la obra de teatro de Sartre Barioná o el hijo del trueno, escrita en 1940 en el campo de concentración alemán en el que estaba prisionero el escritor francés. Perdonad la longitud excesiva de esta entrada del blog, pero es que considero el artículo de máxima importancia para comprender no sólo la aventura humana de Sartre, sino la naturaleza del cristianismo. Y recomiendo vivamente la lectura de Barioná -para quien aún no lo haya hecho-, editada en España por LibrosLibres.


El filósofo francés y la natividad de Jesús

por Massimo Borghesi

Navidad de 1940: Sartre, el escritor francés, internado en un campo de prisioneros alemán, compone un cuento para interpretar en un barracón. Es la obra teatral Bariona, ou le Fils du tonnerre. Estamos ante un Sartre inédito, que por un instante parece conmoverse por el cariño asombrado de María, la mirada de José y la esperanza de los Reyes Magos y de los pastores frente al Dios niño. «Han unido las manos y piensan: algo ha empezado. Pero se equivocan...»

1. El ateísmo de Sartre: ¿una filosofía sin paternidad?

«¿Cuál es el verdadero rostro de Sartre?», se preguntaba Charles Moeller en un espléndido ensayo dedicado al autor (1). «¿Es la experiencia existencial de la náusea, ante la superabundancia ciega, obscena, de la naturaleza? ¿O bien esta náusea no es más que una consecuencia? ¿Hay, en su origen, una opción, una decisión a favor de cierto tipo de experiencia humana en detrimento de otras? En otras palabras, ¿es la náusea el hecho fundamental o es la decisión del pensamiento ateo que obliga a ver sólo un lado de la vida, y siempre el mismo?» (2). Para responder a la pregunta, Moeller trata de descifrar la “paradoja” del hombre Sartre, de encontrar el nivel de experiencia en que se basa su pensamiento. Este nivel se establece a partir de una laguna, la de la paternidad, que incide en toda la visión del mundo del filósofo. ¿Acaso no escribió, recordando su infancia, «en aquel tiempo éramos todos, más o menos, huérfanos de padre: los señores padres estaban muertos o en el frente, y los que quedaban, impedidos, apocados, trataban de que sus propios hijos les olvidaran; era el reino de las madres» (3). Según Moeller, «parece como si Sartre hubiera carecido de una experiencia fundamental, la de la paternidad. […] Le faltó la experiencia de la ligazón íntima que une el sentimiento de Dios y el sentimiento de la paternidad» (4). Al quedarse huérfano en su infancia, entró en su casa un padrastro, el nuevo marido de su madre. Es una situación análoga a la de Baudelaire, autor estudiado por Sartre en el que podía hallar una situación similar a la suya. «Quizá él vivió el mismo drama, pero lo resolvió de manera distinta, con la orgullosa negación de la paternidad, con la afirmación violenta de la autonomía absoluta, que bien pronto se convertirá en el eje de su filosofía» (5.) Hipótesis difícil de certificar, según el crítico, y, sin embargo, imposible de descartar. «No consigo deshacerme de la impresión de que uno de los motivos del sentimiento “de estar de más”, que parece tan profundo en la obra (pensemos en la escena de la raíz en La náusea), estriba en el hecho de que Sartre fue huérfano de padre y vivió como un extraño con su padrastro» (6). El rechazo de la condición filial se convierte en rechazo del mundo, vivido como ajeno. Como “extranjero” (A. Camus), el hombre se halla en una existencia absurda, está «de más», criatura no querida por alguien, desolado y anónimo peatón en una metrópolis inmersa en la niebla. Jean-Paul Sartre, según Moeller, «quiso negar que era “hijo”» (7.) Al igual que el hombre moderno, que «quiere ser “sin padre y sin madre”» (8), su filosofía elimina toda idea de dependencia. La libertad, como autonomía absoluta, creadora, es la negación de la otredad, de la naturaleza, de Dios. La libertad es la negación de toda raíz, ligazón, relación. Sartre posee el gusto de la “nada”: el “por sí”, la conciencia, es el vacío que disuelve la fea “cosidad” del mundo. En el medio, entre la “nada” del yo y la realidad cosificada, no hay personas, rostros, sentimientos positivos. La filosofía de la libertad como negatividad excluye, hasta el L’être et le néant, toda experiencia de positividad. Mundo arrasado por la mala fe, el universo sartriano es ambiguo, sórdido, inquietante. La luz de la gracia no disipa la noche. Como observó Gabriel Marcel, el de Sartre es el sistema más lógico de rechazo de cualquier tipo de gracia que nunca se haya presentado. Para Dios, el extraño por excelencia, el enemigo de la libertad y la autonomía, no hay lugar. El existencialismo sartriano es rigurosamente ateo.

Todo ello es verdad. Moeller ha captado muy bien la dinámica que lleva a Sartre a negar toda otredad, a la doble exclusión de Dios y del mundo. Así como también capta la necesidad por la cual el ateísmo ha de radicalizarse en antiteísmo, en opción contra Dios. Pese a ello, en su análisis quedan algunos puntos que merecen una reflexión. En primer lugar, la idea de que el anticristianismo de Sartre esté relacionado con su condición de huérfano, con el resentimiento edípico hacia el padrastro. El problema, en realidad, es más complejo. Moeller no estaba en condiciones de resolverlo porque su ensayo, de 1957, no podía valerse de la preciosa confesión autobiográfica aparecida en Les mots, publicada por Gallimard en 1964. El rechazo sartriano de Dios, su orgullosa autonomía, seguía siendo para él un «nudo secreto», difícil de deshacer pues «Sartre, a diferencia de Gide, nunca se coloca en primer plano» (9). Esto es lo que ocurre en Les mots, donde el filósofo traza un cuadro de su infancia, de sus deseos, de su posición religiosa. Esta última, lejos de estar determinada por la ausencia del padre, está dominada por la figura del abuelo, Charles Schweitzer, protestante y vehemente anticatólico. «En privado, por fidelidad a nuestras provincias perdidas, a la pesada alegría de los antipapalinos, sus hermanos, no se dejaba pasar ninguna ocasión para poner en entredicho el catolicismo: sus discursos de sobremesa se parecían a los de Lutero. Sobre Lourdes era inagotable: Bernadette había visto “una jovencita que se cambiaba la camisa” […]. Contaba la vida de san Labre, lleno de piojos, la de santa María Alacoque, que recogía con la lengua las deyecciones de los enfermos. Estas payasadas me fueron útiles […] yo corría el riesgo de ser buena presa para la santidad. Mi abuelo me hizo sentir repugnancia para siempre: la vi a través de sus ojos, aquella locura cruel me revolvió el estómago con la insipidez de sus éxtasis, me aterrorizó con su sádico desprecio por el cuerpo» (10).

Sartre, dividido entre el abuelo protestante y la madre católica, encerrada en “un Dios suyo”, vive una tensión profunda. «En sustancia, aquello me tenía postrado: llegué a la incredulidad no por el conflicto de los dogmas, sino por la indiferencia de mis abuelos. Pese a ello, yo era creyente: en camisa, arrodillado en la cama, con las manos juntas, rezaba todos los días, pero pensaba en Dios cada vez menos» (11). Evocando aquellos tiempos Sartre confiesa que cuenta «la historia de una vocación fallida: yo necesitaba a Dios, me fue dado, lo recibí sin comprender que lo buscaba. Al no poder anidar en mi corazón, vegetó en mí, luego murió. Hoy, cuando se habla de Él, digo […]: Hace cincuenta años, sin aquel malentendido, sin aquel error, sin aquel incidente que nos separó, habría podido haber algo entre nosotros» (12).

El vacío dejado por Dios lo ocupó la literatura, el arte de la escritura. «Este pastor fallido, fiel a la voluntad de su padre, había conservado al Divino para volcarlo en la cultura. […] Descubrí esta religión feroz y la hice mía para dorar mi mortecina vocación. […] Me hice cátaro, confundí la literatura con la oración, hice de ella un sacrificio humano» (13). Sartre se siente predestinado, elegido, “analista de los infiernos”. «De ello derivó la lúcida ceguera que padecí durante treinta años. Una mañana, en 1917, en La Rochelle, estaba esperando a algunos compañeros que tenían que acompañarme al instituto; se retrasaban y yo no sabía qué inventarme para distraerme: decidí pensar en el Omnipotente. De repente apareció en el cielo y desapareció inmediatamente sin dar explicaciones: no existe, me dije con un estupor de cortesía, y creí que había resuelto el problema. Y en cierto modo estaba resuelto, dado que, a partir de entonces, nunca tuve la menor tentación de volver a abrirlo. Pero el Otro estaba allí, el Invisible, el Espíritu Santo, aquel que era el garante de mi mandato y que señoreaba en mi vida mediante grandes fuerzas anónimas y sagradas. Me costó mucho trabajo liberarme, visto que se había instalado en la parte posterior de mi cabeza […]. Escribir fue durante mucho tiempo como pedir a la Muerte, a la Religión, de manera enmascarada, que arrancara mi vida de los brazos de la casualidad» (14). Esta fe, cuando Sartre escribe Les mots, estaba perdida. «La ilusión retrospectiva está rota en pedazos; martirio, salvación, inmortalidad, todo se deteriora, el edificio cae en ruinas, atrapé al Espíritu Santo en los subsuelos y lo eché; el ateísmo es una empresa cruel y de largo alcance» (15). Consciente de que «la cultura no salva nada ni a nadie, no justifica» (16), pues «uno se deshace de una neurosis, no se cura por sí mismo» (17), Sartre, sin embargo, ha de reconocer obligatoriamente que «consumidas, canceladas, humilladas, arrinconadas, silenciadas, todas las facciones del muchacho seguían en el hombre de cincuenta años» (18). Siguen viviendo, en la memoria, los personajes literarios amados durante la adolescencia. «Griselda no está muerta. Pardaillan todavía me habita. Y Strogoff. No dependo más que de ellos, y ellos dependen sólo de Dios, y yo no creo en Dios. A ver quién lo entiende. Por mi parte, yo no entiendo ni jota, y a veces me pregunto si no estoy jugando al ganapierde y si no trato concienzudamente de pisotear mis esperanzas de antaño solo para que todo se me devuelva centuplicado. En este caso yo sería Filocteto: magnífico y nauseabundo, este enfermo donó todo, incluso su arco, sin condiciones: pero podemos estar seguro de que, muy en el fondo, él espera su recompensa» (19).

2. La Natividad de Jesús como «primera mañana del mundo»

Sartre no se volvió ateo porque, siendo huérfano, rechazara la figura del padrastro. Las idiosincrasias anticatólicas de Charles Schweitzer tuvieron un peso decididamente mayor a la hora de disipar la fe juvenil de su nieto. Como prueba tenemos una obra, escrita en 1940, en la que la tesis de Moeller, según la cual Sartre «quiso negar que era “hijo”», queda sin valor. Se trata de la obra teatral Bariona, ou le Fils du tonnerre, traducida por primera vez al italiano por la editorial Christian Marinotti Edizioni (20), que Sartre compuso durante su permanencia en un campo de prisioneros alemán. Moeller alude a ella de pasada: «En un campo de prisioneros compuso una laude navideña para ser representada en un barracón» (21); no podía ser de otro modo, pues la primera publicación de la obra, en 500 ejemplares no salidos a la venta, data de 1962. En ella sale a relucir un Sartre inédito, distante del nihilismo de La náusea, abierto a la esperanza despertada por el novum del nacimiento. Un Sartre que reconoce lo positivo del ser y que sabe describir, con extraordinaria delicadez, el cariño asombrado de María, junto con el pudor protectivo de José, por el “Dios niño”.

En junio de 1940, Sartre, debido a la derrota del ejército francés, cayó prisionero de los alemanes. En agosto se le trasladó a Alemania, al campo de prisioneros de Tréveris, donde estará hasta abril de 1941. Más allá de las privaciones, de las humillaciones, no fue para Sartre un período negativo. La experiencia de la solidaridad entre los prisioneros le arrancará de su soledad, del resentimiento de Roquentin, del desprecio del mundo. Es la premisa de la transición hacia el marxismo en el que creerá, después, encontrar la posibilidad de un “grupo de fusión”, de una vida auténtica, solidaria en la lucha. «En el Stalag encontré una forma de vida colectiva que no había vuelto a vivir tras la École Normale, y quiero decir que, en resumidas cuentas, allí era feliz» (22). Allí conoce a algunos sacerdotes, entre ellos al abad Marius Perrin, con quien entabla amistad. «En resumidas cuentas», escribe Annie Cohen-Solal, «con los curas se sentía en fraternidad. A pesar de las interminables discusiones sobre la fe» (23). En el campo, dice Merleau-Ponty, «este anticristo había establecido relaciones cordiales con un gran número de curas y jesuitas» (24).

En este contexto nace la idea de una obra teatral, que Sartre escribe con ocasión de la Navidad de 1940. Los ensayos se hacen en el hangar que el padre Boisselot consiguió del comandante del campo para decir misa, para conciertos y espectáculos teatrales. En sus líneas esenciales, el trabajo pone en escena la historia de un jefe de poblado judío, Bariona, quien, frente a la orden del procurador romano de aumentar los impuestos, acepta pagar pero les pide a los habitantes del lugar que no tengan más hijos. Roma podrá ejercer su poder sólo en el desierto. En su imperativo suicida, Bariona no sabe todavía que su mujer, Sara, está esperando un hijo. El dramático descubrimiento no le hace desistir de su decisión, a la que se opone su consorte. Bariona es entonces informado por los pastores de que ha nacido el Mesías en un establo de Belén; esta noticia es para él sólo un engaño. El jefe judío medita la posibilidad de matar al niño, de suprimir esta vacía esperanza. Al llegar a Belén encuentra a Sara, y, junto a la cabaña, a una muchedumbre de rodillas, conmovida y feliz. Sorprendido, desiste de su empeño y, tras la noticia de que Herodes quiere matar a Jesús, reúne a los suyos, reparte las armas, y, consciente de que va a morir, sale al encuentro de los sicarios del rey. Sartre quedó muy satisfecho de su trabajo. A Simone de Beauvoir le escribirá: «He hecho un misterio de Navidad muy conmovedor, parece, hasta el punto de que a uno de los actores le entraban ganas de llorar mientras actuaba» (25). Treinta años después, por el contrario, dará una interpretación negativa subrayando la finalidad política de la pièce: «Hice Bariona, que era horrible, pero contenía una idea teatral […]. Los alemanes no habían comprendido la alusión, veían en ella sólo un espectáculo de Navidad» (26). Luego añade: «Si tomé el tema de la mitología del cristianismo no es porque hubiera cambiado mi manera de pensar, ni siquiera momentáneamente, durante mi encarcelamiento. De acuerdo con los curas prisioneros, tenía que dar con un tema que en aquella Nochebuena pudiera conseguir unir a los cristianos y los no creyentes» (27).

Todo esto tiene su verdad. Si no, no se explica el final, claramente político, antialemán, de la obra. Pero no deja de ser verdad que, como observa Cohen-Solal, para Sartre se trata de una «experiencia más importante de lo que pudiera parecer» (28). No es casualidad que, durante aquel período, se apasionara por Claudel y Bernanos: «Los dos grandes descubrimientos que hice en el campo fueron El zapato de raso y el Diario de un cura rural. Son los únicos libros que me causaron realmente una impresión profunda» (29). Bariona, en realidad, es mucho más que un panfleto político, de lucha, si bien este aspecto está claramente presente. Con esta obra Sartre se acercó a una percepción del misterio del nacimiento y la maternidad, y además del misterio cristiano, como nunca antes ni después sucedería. En este sentido, como escribe Antonio Delogu en la introducción a la edición italiana, la obra representa «una verdadera excepción» (30) en todo el pensamiento sartriano. Bariona, es, ante todo, el abandono de la visión del mundo expresado en La náusea y en los cuentos de El muro, visión que sigue siendo el eje de El ser y la nada. Las palabras que Bariona le dice a Sara para convencerla de que elimine al hijo que lleva en sus entrañas expresan el nihilismo existencial del primer Sartre: «Mujer, este niño que quieres que nazca es como una nueva edición del mundo. Mediante él las nubes y el agua y el sol y las casas y la pena de los hombres volverán a existir una vez más. Tu volverás a crear el mundo, se formará como una costra espesa y negra alrededor de una pequeña conciencia escandalizada que seguirá allí, prisionera, en medio de la costra, como una lágrima. Comprende la enorme incongruencia, el monstruoso error de tacto que supondría traer al mundo fallido nuevos ejemplares. Tener un hijo es aprobar la creación del mundo desde lo hondo del corazón, es decirle a Dios que nos atormenta: “Señor, todo es justo y te doy gracias por haber hecho el universo”. ¿Quieres realmente cantar este himno? […]. La existencia es una lepra horrenda que nos corroe a todos y nuestros padres fueron culpables» (31).

No engendrar es expiar la culpa de los padres, la culpa de Dios. Es rechazar una creación impura, mal conseguida. Bariona expresa todo el resentimiento de la rebelión gnóstica, “cátara”, de un nihilismo que odia el ser. La negación del hijo es la negación de un nuevo comienzo. Lo que existe merece perecer: la muerte es el juicio del mundo. Ante la pregunta de Sara: «¿Y si fuera voluntad de Dios que engendremos?» (32), Bariona pide una señal, la manifestación de Dios. Pide una señal, pero en realidad no quiere creer: «No pediré gracia ni diré gracias. […] Aunque el Eterno me enseñara su rostro por entre las nubes yo me negaría igualmente a escucharlo pues soy libre, y contra un hombre libre ni siquiera Dios puede hacer nada. Puede convertirme en polvo o aplicarme fuego como a una antorcha […], pero no puede nada contra este pilar de bronce, contra esta columna inflexible: la libertad del hombre» (33).

Bariona es Sartre, el Sartre prometeico de la libertad absoluta, de la negación de la otredad como suprema forma de autonomía. El Sartre que se prohíbe toda esperanza, entendida como fuga, como deserción de la inexorable dureza de la existencia. Bariona no puede esperar al Mesías. «Este mundo es una caída interminable, lo sabéis bien. El Mesías sería alguien que detendría este derrumbe, que daría la vuelta de repente al derrumbe de las cosas […] y nosotros naceríamos viejos para rejuvenecer después hasta la infancia» (34). Esto no es posible: «La dignidad del hombre está en su desesperación» (35). Hasta aquí nada nuevo. Es el Sartre más conocido, el Sartre “existencialista”. En la obra, sin embargo, aparece la figura del rey mago Baltasar, personificado en el escenario precisamente por Sartre, que se improvisó actor. Baltasar representa el momento nuevo que interviene en la visión sartriana, el momento de la esperanza: «es cierto que somos muy viejos y muy sabios y conocemos todo el mal de la tierra. Por consiguiente, cuando vimos esta estrella en el cielo, nuestros corazones sintieron el mismo gozo de los niños y nos hicimos niños y nos pusimos en camino, pues queríamos cumplir nuestro deber de hombres que tienen esperanza. Quien pierde la esperanza, Bariona, será expulsado de su poblado […]. Pero a quien la tiene todo le sonríe y el mundo se le da como un regalo» (36).

La esperanza de Baltasar es la esperanza de Sara. También ella quiere ir a Belén: «Allí hay una mujer feliz y satisfecha, una madre que ha dado a luz por todas las madres, y es como si me hubiera dado un permiso: el permiso de traer al mundo a mi niño. Quiero verla, verla, quiero ver a esta madre feliz y sagrada» (37).

El propósito de la mujer no hace dar marcha atrás a Bariona. Tras saber por una especie de vidente el destino mortal del Mesías crucificado, crece en él el propósito de matar al niño por el bien de su pueblo, para «conservar en ellos la llama pura de la revuelta» (38). Al llegar a Belén, frente al establo, Bariona sorprende a María de espaldas, no ve a Jesús en los brazos de su madre, ve sólo a José. «Pero veo al hombre. Es cierto: ¡cómo lo mira! ¡Con qué ojos! ¿Qué puede tener tras aquellos ojos claros, claros como dos límpidas profundidades en este rostro dulce y curtido? ¿Qué esperanza? […] Para encontrar el valor de apagar esta joven vida con mis manos, no habría tenido que vislumbrarlo antes en el fondo de los ojos de su padre. Vámonos, estoy vencido» (39). La mirada de José fija sobre Jesús detiene la mano homicida de Bariona, que no puede evitar envidiar la felicidad asombrada de la muchedumbre que ha acudido a adorar al niño. Una felicidad vana, desde su punto de vista, y sin embargo evidente: «Han unido las manos y piensan: algo ha empezado. Pero se equivocan, es evidente, han caído en una trampa y lo pagarán muy caro más tarde; pero a pesar de ello, habrán tenido este minuto; tienen la suerte de poder creer en un comienzo. ¿Hay algo más conmovedor para el corazón de un hombre que el comienzo de un mundo, y la juventud de rasgos ambiguos, y el comienzo de un amor, cuando todo es todavía posible, cuando el sol está presente en el aire y en los rostros? […]. Y yo estoy en la gran noche terrestre, en la noche tropical del odio y de la desgracia. Pero –potencia engañadora de la fe– para mis hombres, miles de años después de la creación, nace en este cuarto, a la luz de una vela, la primera mañana del mundo» (40).

Bariona no se siente partícipe de esta esperanza. «Sí, cantan y yo estoy solo en los umbrales de su gozo […]. Me han abandonado y mi mujer está con ellos y se alegran, habiendo incluso olvidado que yo existo. Estoy en el camino del lado del mundo que termina y ellos están en la parte del mundo que comienza. Me siento más solo en el límite de su gozo y de su oración que en mi poblado desierto» (41). Sólo ahora, incapaz de participar en el gozo común, Bariona está verdaderamente solo. Una soledad sólo aparentemente superada en el séptimo cuadro, el último de la obra, cuando Bariona cambia de idea y reúne a sus hombres para salvar a Jesús de los mercenarios de Herodes. Es la parte más “política” y, quizá, la menos conseguida, que justifica la opinión en caliente del abad Perrin tras la representación: «En este Bariona no hay nada del misterio de la Natividad clásica: no se ve ni a la Virgen ni al Niño, sólo en filigrana […]. Los hombres de Bariona se van, quizá a la muerte, pero morirán para que no sea asesinada la esperanza de los hombres libres» (42).

Esta opinión es pertinente y, sin embargo, no completamente exhaustiva. En realidad, Sartre no estuvo nunca tan cerca de intuir el misterio cristiano, aquel nuevo comienzo que hace posible la esperanza. Comienzo ligado al nacimiento de un niño. Como afirma Bariona: «Un Dios-Hombre, un Dios hecho de nuestra humilde carne, un Dios que aceptaría conocer el gusto a sal que hay en nuestras bocas cuando el mundo entero nos abandona, un Dios que aceptaría de antemano sufrir lo que sufro hoy […]. Vamos, es una locura» (43). Esta locura se convierte en «estupor ansioso» en la mirada tierna y trepidante de María. «Lo mira y piensa: “Este Dios es mi hijo. Esta carne divina es mi carne. Está hecha de mí, tiene mis ojos y esta forma de su boca es la forma de la mía. Se parece a mí. Es Dios y se parece a mí”. Y ninguna mujer ha recibido de la suerte a su Dios para ella sola. Un Dios pequeño que se puede tomar en brazos y cubrir de besos, un Dios cálido que sonríe y respira, un Dios que se puede tocar y que vive» (44).

Sartre no volverá a escribir así, ni de Dios ni del hombre. La obra de la Navidad de 1940 seguirá siendo, desde este punto de vista, una «excepción», como si la peculiar atmósfera del campo le hubiera acercado al misterio de la existencia. Lo suficiente para que nos dejara una de las más hermosas representaciones de la Navidad en la literatura del siglo XX.

Notas

1- Ch. Moeller, Létterature du XX siècle et christianisme, II, La foi en Jésus-Christ, Tournai-Paris 1957, capítulo «Jean-Paul Sartre o il rifiuto del soprannaturale», tr. it. en Ch. Moeller, Letteratura moderna e cristianesimo, Milán 1995, p. 348.
2- Op. cit., pp. 348-349
3- J.P. Sartre, Les mots, Paris 1964, tr. it., Le parole, Milán 1968, p. 214.
4- C. Moeller, «Jean-Paul Sartre o il rifiuto del soprannaturale», cit., p. 350.
5- Op. cit., pp. 350-351
6- Op. cit., p. 351
7- Op. cit., p. 406
8- Op. cit., p. 401
9- Op. cit., p. 351
10- J.P. Sartre, Le parole, cit., p. 95
11- Op. cit., p. 96
12- Op. cit., pp. 97-98
13- Op. cit., pp. 169 y 170
14- Op. cit., pp. 236-237
15- Op. cit., p. 238
16- Op. cit., p. 239
17- Ibidem.
18- Ibidem.
19- Op. cit., p. 240.
20- J. P. Sartre, Bariona, ou le Fils du tonnerre, París 1970, tr. it., Bariona o il figlio del tuono. Racconto di Natale per cristiani e non credenti, Milán 2003.
21- Ch. Moeller, «Jean-Paul Sartre o il rifiuto del soprannaturale», cit., p. 348.
22- J.P. Sartre, Oeuvres romanesques, París 1981, p. LXI.
23- A. Cohen-Solal, Sartre, Nueva York 1985, tr. it., Sartre, Milán 1986, p. 188.
24- M. Merleau-Ponty, Sens et non sens, París 1948, tr. it., Senso e non senso, Milán 1967, p. 61.
25- J.P. Sartre, Lettres au Castor et à quelques autres, París 1983, tr. it., Lettere al Castoro e ad altre amiche, Milán 1985, p. 657.
26- Cit. En S. De Beauvoir, La Cérémonie des adieux, París 1981, p. 238.
27- M. Contant-M. Rybalka, Les Ecrits de Sartre – Chronologie, Bibliographie commentée, París 1970, p. 564.
28- A. Cohen-Solal, Sartre, cit., p. 191.
29- Entrevista de Sartre con Claire Vervin para el artículo «Lectures de prisonniers», en Les lettres françaises, 2 de diciembre de 1944, p. 3.
30- A. Delogu, «Un mistero di Natale molto commovente», Introducción a J.P. Sartre, Bariona o il figlio del tuono, p. VII.
31- J.P. Sartre, Bariona o il figlio del tuono, p. 36.
32- Op. cit., p. 38
33- Op. cit., p. 61.
34- Op. cit., p. 64.
35- Op. cit., p. 68.
36- Op. cit., pp. 70-71.
37- Op. cit., p. 72.
38- Op. cit., p. 89.
39- Op. cit., p. 97.
40- Op. cit., p. 101.
41- Op. cit., p. 102.
42- M. Perrin, Avec Sartre au Stalag XII D, París 1980, p. 78.
43- J.P. Sartre, Bariona o il figlio del tuono, p. 78.
44- Op. cit., p. 91.

jueves, 18 de diciembre de 2008

Unas pocas cosas fundamentales

Sigo con Marañón y las condiciones del verdadero saber:

"Cuando el hombre actual escapa de la prisión de la vida cotidiana y se hace libre, es decir, cuando se encuentra a sí mismo, no encadenado a un ritmo, sino flotando en el Universo, como ocurre en los grandes viajes, en las largas enfermedades, en la prisión o en el destierro, entonces, se da cuenta de que el saber no es oír o leer cosas nuevas, sino trabajar profundamente unas pocas cosas fundamentales, amasándolas, como la harina del pan, con el específico fermento de la meditación. Y esta noble actividad exige, para problemas mínimos, semanas enteras".

Gregorio Marañón, Ensayos liberales, Espasa Calpe, 2ª ed., 1947, p. 117.

Sobre el necesario equilibrio entre meditación y acción

Esta mañana he comprado varios libros en una librería de segunda mano y ocasión. Entre ellos los Ensayos liberales de D. Gregorio Marañón. En un capítulo en que trata de la influencia de la prensa diaria en la cultura encuentro estas líneas:

"...Creo que no se pueden negar los hechos siguientes: primero, que la Prensa diaria produce en el mundo de los lectores una tendencia excesiva a la acción, con detrimento de la meditación, lo cual es gravísimo. Fíjate que, en el fondo, el proceso de la cultura descansa en un equilibrio entre meditación -es decir, razón- y acción. Los hombres en verdad cultos, como los pueblos cultos, son aquellos cuya acción emana, serenamente, de un razonamiento. Si la acción surge de un instinto -la meditación suprimida- el hombre es un bruto; si la acción surge de una pasión -que es la prolongación humana del instinto, todavía teñida de animalidad- el hombre es un bárbaro.

Ahora bien, la meditación es una incubación y requiere necesariamente tiempo, y no sólo tiempo en cantidad, sino libertad de tiempo; esto es, el tiempo que se necesite, poco o mucho, sin un ritmo necesariamente impuesto desde fuera. Lo contrario de esto es el martilleo metódico, regular, que ejerce el periódico sobre los espíritus. La meditación es esencialmente aperiódica".

Gregorio Marañón, Ensayos liberales, Espasa Calpe, 2ª ed., 1947, pp. 116-117.

miércoles, 17 de diciembre de 2008

Contra los cínicos

Chesterton de nuevo. Esta vez para combatir a los cínicos, a los profetas de la desilusión:

"Los cínicos (cándidos corderillos) nos dicen que la experiencia y el paso de los años nos enseñan la vacuidad y banalidad de las cosas. En nuestra juventud, nos dicen, nos imaginamos en un camino de rosas, pero al tocarlas, éstas se convierten en papel de color rojo. Sin embargo, estoy completamente seguro de que todo aquel que está vivo sabe que la verdad es justamente la contraria. A medida que envejecemos vamos haciéndonos cada vez más conservadores, es cierto. Pero no nos hacemos más conservadores por haber hallado demasiada falsedad, sino por haber encontrado tantas cosas antiguas genuinas.

Empezamos creyendo falsa y carente de sentido toda convención y tradición; y entonces las convenciones una tras otra, las tradiciones una tras otra, empiezan a cobrar explicación, empiezan a latir en nuestra mano con el pulso de la vida. Habíamos creído que eran simples injertos en la vida del hombre y descubrimos entonces que están arraigadas. Habíamos creído que descubrirnos ante una dama no era más que una norma tediosa y acabamos encontrando en ella el latir de la cortesía caballeresca y del esplendor de Occidente. Habíamos creído que vestirse para una cena era una mera frivolidad y acabamos advirtiendo que la idea de la celebración o la idea del traje de bodas son aún más naturales que la naturaleza misma. Como he dicho, la verdad corresponde justamente al aserto contrario al de los cínicos. Nuestra apasionada infancia cree muertas las cosas, nuestra grave madurez descubre que estaban vivas. Despertamos en la niñez y nos sentimos rodeados de papel de color rojo. Lo tocamos, y el papel se convierte en rosas auténticas".

G. K. Chesterton, Lectura y locura, Ediciones Espuela de Plata, pp. 82-83.

Morena por el sol de la alegría...

Versos del poeta Luis Rosales para contemplar el misterio de Belén:

Retrato Sacro del Nacimiento del Señor
De cómo fue gozoso el Nacimiento de Dios Nuestro Señor

"¡Morena por el sol de la alegría,
mirada por la luz de la promesa,
jardín donde la sangre vuela y pesa;
inmaculada Tú, Virgen María!

¿Qué arroyo te ha enseñado la armonía
de tu paso sencillo, qué sorpresa
de vuelo arrepentido y nieve ilesa,
junta tus manos en el alba fría?

¿Qué viento turba el momento y lo conmueve?

Canta su gozo el alba desposada,
calma su angustia el mar, antiguo y bueno.
La Virgen, a mirarle no se atreve,
y el vuelo de su voz arrodillada
canta al Señor, que llora sobre el heno.

Venid, alba, venid; ved el lucero
de miel, casi morena, que trasmana
un rubor silencioso de milgrana
en copa de granado placentero.
La frente como sal en el estero,
la mano amiga como luz cercana,
y el labio en que despunta la mañana
con sonrisa de almendro tempranero.

¡Venid, alba, venid; y el mundo sea
heno que cobra resplandor y brío
en su mirar de alondra transparente,
aurora donde el cielo se recrea!
¡Aurora Tú, que fuiste como un río,
y Dios puso la mano en la corriente!

De cómo estaba la luz, ensimismada en su creador,
cuando los hombres le adoraron,
el sueño como un pájaro crecía
de luz a luz borrando la mirada;
tranquila y por los ángeles llevada,
la nieve entre las alas descendía.

El cielo deshojaba su alegría,
mira la luz el niño, ensimismada,
con la tímida sangre desatada
del corazón, la Virgen sonreía.

Cuando ven los pastores su ventura,
ya era un dosel el vuelo innumerable
sobre el testuz del toro soñoliento;
y perdieron sus ojos la hermosura,
sintiendo, entre lo cierto y lo inefable,
la luz del corazón sin movimiento".

Luis Rosales

martes, 16 de diciembre de 2008

La alabanza del árbol de Navidad

Sobre el tema tantas veces discutido del origen pagano o cristiano del árbol de Navidad recojo esta líneas de Ratzinger:

"El Adviento no es solamente el tiempo de la presencia y de la espera del Eterno. Justamente porque es ambas cosas a la vez, es también y de manera especial un tiempo de alegría, y de una alegría interiorizada que el sufrimiento no puede erradicar.

Tal vez pueda entendérselo de la mejor manera si se contempla en profundidad el contenido interior de nuestras costumbres de Adviento. Casi todas ellas hunden sus raíces en palabras de la Sagrada Escritura que la Iglesia utiliza durante ese tiempo en la oración. El pueblo creyente ha traducido en ellas de alguna manera la Escritura a lo visible.

Por ejemplo, en el salmo 96 se encuentra la frase: «Que dancen de gozo los árboles del bosque, delante del Señor que hace su entrada». La liturgia ha ampliado la idea relacionándola con otras que hay en los salmos y formando así la frase: «Montes y colinas cantarán alabanzas en la presencia de Dios, y batirán palmas todos los árboles del bosque, porque viene el Señor, el Soberano, a ejercer su señorío eternamente».

Los adornados árboles del tiempo de Navidad no son más que el intento de hacer que esa frase se convierta en una verdad visible: el Señor está presente -así lo creían y lo sabían nuestros ancestros-; por tanto, los árboles deben ir a su encuentro, inclinarse ante él, convertirse en alabanza de su Señor. Y, fundados en la misma certeza de fe, esos ancestros nuestros hicieron que también fuesen verdad las palabras que refieren el canto de los montes y colinas: ese canto que ellos entonaron sigue resonando hasta nuestros días y nos permite presentir algo de la cercanía del Señor -la única que podía regalar al ser humano sones semejantes".

Joseph Ratzinger, La bendición de la Navidad. Meditaciones, Herder, 2007, pp. 23-24.

Los primeros pensamientos de Navidad

Una amiga mía me pide un texto sobre la Navidad. Hay muchos interesantes, y espero poder transcribir algunos. Por el momento señalo éste, de Edith Stein, que evoca -en el ambiente invernal de los días previos a la Navidad- la santa nostalgia y el anhelo de una felicidad que colme los corazones, expresado bellamente en la Liturgia:

«Cuando los días se hacen cada vez más cortos y comienzan a caer los primeros copos de nieve, entonces surgen tímida y calladamente los primeros pensamientos de la Navidad. Y de la sola palabra brota un encanto, ante el cual un corazón apenas puede resistirse. Incluso los fieles de otras confesiones y los no creyentes, para los cuales la vieja historia del Niño de Belén no significa nada, se preparan para esta fiesta pensando cómo pueden ellos encender aquí o allá un rayo de felicidad. Es como si un cálido torrente de amor se desbordase sobre toda la tierra con semanas y meses de anticipación. Una fiesta de amor y alegría, ésta es la estrella hacia la cual caminamos todos en los primeros meses del invierno. Para los cristianos, y en especial para los católicos, tiene un significado mayor. La estrella los conduce hasta el pesebre donde se encuentra el Niño que trae la paz a la tierra. El arte cristiano lo presenta ante nuestros ojos en numerosas y tiernas imágenes; y viejas melodías, en las cuales resuena todo el encanto de la infancia, nos cantan de él.

En el corazón del que vive en la Iglesia se despierta una santa nostalgia con las campanas del "Rorate" y los cánticos del Adviento; y en aquel en quien ha penetrado el inagotable manantial de la santa liturgia palpitan día a día las exhortaciones y promesas del Profeta de la Encarnación: "¡Caiga el rocío del cielo y que las nubes lluevan al justo! ¡El Señor está cerca! ¡Venid, adorémosle! ¡Ven, Señor, no tardes! ¡Alégrate Jerusalén, exulta de gozo porque viene tu Salvador!" Desde el 17 hasta el 24 de diciembre resuenan las solemnes antífonas "Oh" del Magnificat, cada vez más ansiosas y fervorosas: "He aquí que todo se ha cumplido"; y finalmente: "Hoy veréis que el Señor se acerca y mañana contemplaréis su gloria". Precisamente cuando al atardecer se encienden las velas del árbol y se intercambian los regalos, una nostalgia de insatisfacción nos impulsa hacia afuera, hacia el resplandor de otra luz, hasta que las campanas tocan a la Misa del Gallo y, "cuando todo permanece en profundo silencio", el misterio de la Navidad se renueva sobre los altares cubiertos de flores y de luces: "Y el verbo se hizo carne". Ésa es la hora de la plenitud».

Edith Stein (Santa Teresa Benedicta de la Cruz), El Misterio de la Navidad.

domingo, 14 de diciembre de 2008

El sentido de lo sobrenatural en los niños

Sigo con Chesterton. Reflexiona el autor sobre la proliferación de libros para niños con historias fantásticas, incluso "sin sentido", es decir, incongruentes. Cita a Lewis Carroll o a Edward Lear. Piensa que esa literatura es más necesaria para los adultos que para los niños, pues estos ya poseen de manera natural el sentido de lo sobrenatural:

"La gran literatura del Sinsentido posee un enorme valor, pero sería cuando menos razonable señalar que este valor es efectivo principalmente para los adultos [...] No son los niños quienes deben leer a Lewis Carroll. Ellos hacen mucho mejor en dedicarse a fabricar pasteles de barro. Son más bien los sabios filósofos de pelo gris quienes deberían cada noche sentarse a leer Alicia en el país de las maravillas para estudiar los más oscuros problemas metafísicos.

...El niño, sin embargo, se halla en una posición mucho más ventajosa. Para él el mundo no es monotonía; por eso no necesita los libros. Ese algo irracional y poético que mueve en nosotros el Dong de la Nariz Luminosa puede moverlo en él el más familiar de sus tíos. Para despertar en un niño el sentido de lo extraño y lo humorístico no hace falta ponerle a nadie una nariz luminosa. Para el niño (que pertenece a la clase aún no nacida de los auténticos filósofos), es ya suficientemente extraño y humorístico tener una nariz.

Si cualquiera de nosotros volviera la vista a su niñez, recordaría que el sentido de lo sobrenatural se aferraba a menudo a algún objeto enteramente material e insignificante: un particular rellano en las escaleras, cierto árbol del parque, un recorte de cartulina o el pelo de una muñeca japonesa. Para el niño no hay necesidad del Sinsentido, pues el universo entero es un sinsentido para él en el más noble sentido de esa noble palabra. Un árbol es algo inmenso y fantástico; un burro, tan emocionante como un dragón. Él ve todos los objetos como a través de una lente de aumento: la margarita en el prado es tan enorme como un árbol del jardín de las Hespérides y unos guijarros en medio de un charco pueden convertirse en las Islas de los Bienaventurados.

El niño se halla en inferioridad de condiciones con respecto a nosotros en muchísimos aspectos: no posee el sentido de la experiencia, le falta el dominio de sí y, sobre todo, el conocimiento de las emociones profundas, esos grandes tormentos que hacen que merezca la pena vivir. Sin embargo, hay un único aspecto en que se muestra claramente superior. Nosotros hemos ido continuamente en busca de nuevos mundos estéticos, y la última de todas nuestras conquistas ha sido el descubrimiento del mundo del sinsentido; pero él ha logrado advertir ese mundo de un solo vistazo, y el primer vistazo es siempre el mejor".

G. K. Chesterton, Lectura y locura, Ediciones Espuela de Plata, 2008, pp. 33-35.

El permanente asombro de la posesión

He estado de viaje. Pero no por eso he dejado de leer. Un buen libro es siempre imprescindible compañero de viaje. En este caso ha sido Chesterton, autor máximamente recomendable. En un breve artículo -contenido en una recopilación recientemente publicada en España- Chesterton escribe sobre el valor de las cosas, hasta de las más cotidianas y aparentemente banales. El autor intenta escribir un artículo mientras los empleados de una agencia de mudanzas se van llevando progresivamente sus muebles y pertenencias, ya que está a punto de abandonar su casa de Londres para ir a vivir al campo. Con su ironía y profundidad acostumbrada el genial ensayista inglés escribe:

"...Vuelvo a mi mesa, aunque mejor sería decir que vuelvo a donde antes estaba mi mesa, pues ya se la han llevado con sigilo traidor mientras yo discurría sobre la muerte junto a la ventana. Me siento de nuevo y trato de escribir sobre las rodillas, labor verdaderamente difícil, sobre todo cuando uno no tiene nada sobre lo que escribir. Siento una extraña gratitud hacia el noble cuadrúpedo de madera que me sirve de asiento. ¿Quién soy yo para que los hijos de los hombres idearan y tallaran para mí cuatro patas de madera en lugar de las dos que me dieron los dioses?

El principal efecto de toda privación es acentuar la idea de valor. Quizá en un mundo mejor nos sea dado poseer de modo permanente junto con el permanente asombro de la posesión. Tal vez en algún país extranjero, más allá de las estrellas, sea posible al mismo tiempo poseer y disfrutar. Pero lo cierto es que en este mundo, por alguna afección de raigambre psicológica, para recordar que algo es nuestro necesitamos saberlo susceptible de desaparecer. Para nosotros el premio de la vida es el glorioso grito de los moribundos, un continuo morituri te salutant. En las cuatro esquinas de nuestro humano templo de la felicidad hay un cojo que señala un camino, un ciego adorando el sol, un sordo escuchando el canto de los pájaros y un hombre muerto dando gracias a Dios por su creación.

Empiezo a sentirme conmovido. Percibo los muchos misterios que oculta esta silla de cocina que bien podría llamarse (como en las universidades) Cátedra de Filosofía. Paseo arriba y abajo por la habitación regocijándome en el significado divino de las sillas. Rechazo, con gestos vehementes, la idea de esa democracia descolorida y tediosa según la cual ningún trono es más que una simple silla. Pues la verdadera democracia consiste en ver en cada silla un trono. Regreso entusiasmado a la silla, pero sin sentarme en ella, afortunadamente... porque la silla ya no está. De modo que me siento en el suelo, que los gigantescos operarios me aseguran (con cortesía elefantina) que de momento no se van a llevar".

G. K. Chesterton, Lectura y locura, Ediciones Espuela de Plata, 2008, pp. 18-20.

viernes, 12 de diciembre de 2008

Creo en tus manos

Leo hoy que el sacerdote salesiano Rafael Alfaro (Cuenca, 1930) ha resultado ganador del XXVIII Premio Mundial Fernando Rielo de Poesía Mística por su poemario Hora de la tarde. Recojo uno de sus poemas:

PLEGARIA ÚLTIMA

Padre, a tus manos
encomiendo mi espíritu.
(Lc 23, 46)

"Al final de una noche ya cansada,
encomiendo mi espíritu a tus manos.
Señor, son invisibles
tus manos y tu rostro, pero escucho
la música más bella, tu Palabra.
Tu Palabra eres Tú, y te has inclinado
a mi oído a decirme la ternura
de las manos abiertas de tu Padre;
y ha resonado inmensa la plegaria
última de tu vida, la plegaria
última que dijiste y que te digo,
la aprendida en las horas más oscuras
de mis noches. Señor, atiéndela.
Abre tus manos y recógeme.
Señor, creo en tus manos invisibles,
en las que me abandono. Sé que no
soy una flor, ni una paloma, ni
siquiera una sonrisa. Mas soy tuyo".

Rafael Alfaro, poema de Hora de la tarde.

jueves, 11 de diciembre de 2008

Y ¿a dónde va?

¿A dónde va la música cuando deja de sonar? ¿Muere? ¿Desaparece?
¿O vuelve y se adentra en el gran silencio del que toda música nace?

Se pregunta el poeta:

"¿Qué le pasa a una música
cuando deja de sonar; qué
a una brisa que deja
de revolar, y qué
a una luz que se apaga?

Muerte di, ¿y qué eres tú sino silencio,
calma y sombra?"

Juan Ramón Jiménez

La música... ¿de dónde viene?

Hace unos años el gran director de orquesta Riccardo Muti escribía estas líneas de felicitación al sacerdote italiano Luigi Giussani:

"Quisiera participar en la celebración de su 80 cumpleaños con mis felicitaciones. Y lo hago diciéndole sencillamente 'gracias' por lo que usted ha dado a la música, mostrándola a tantos jóvenes como la experiencia que en mayor medida nos comunica el misterio, como camino para la búsqueda de la felicidad.

Es un misterio que no tiene necesidad de palabras; nos aferra en lo más hondo. ¿De dónde viene? En mí queda esta pregunta, y se la confío a vd., al tiempo que comparto con vd. estos versos de Dante, tomados del Canto XIV del Paraíso, que han marcado mi vida:

Y cual arpa y laúd, con tantas cuerdas
afinadas, resuenan dulcemente
aun para quien las notas no distingue,
tal de las luces que allí aparecieron
a aquella cruz un canto se adhería
que arrebatome, aun no entendiendo
el himno.

Suyo, con afecto,

Riccardo Muti"

El hombre presiente, espera siempre otra cosa

Es cierto, tocar el piano -como decía el maestro Rodrigo-, oír buena música, o cualquier otro contacto con la belleza nos hace rezar, al menos en la forma elemental del deseo:

"En la música, en el panorama de la naturaleza, en el sueño nocturno, el hombre rinde homenaje a otra cosa, otra cosa de la que espera todo: lo espera. Su entusiasmo se produce por algo que la música, o todo lo hermoso que existe en el mundo, ha despertado dentro de sí. Cuando el hombre lo pre-siente, de inmediato inclina su alma a la espera de esa otra cosa; entiende lo que puede, pero espera otra cosa".

Luigi Giussani, Texto programático de la colección de música "Spirto Gentil".

Para mí tocar el piano es como rezar por las mañanas

Confesiones del gran compositor Joaquín Rodrigo (1901-1999), que perdió la vista a los tres años de edad:

"Yo empecé precisamente escribiendo para piano, y a lo largo de mis años de compositor me he acercado siempre a este instrumento con gran cariño, con una gran devoción, y he tratado de escribir sencillamente, auténticamente lo que he sentido y lo que él me ha permitido expresar.

A los músicos de mi generación se les planteaba un problema difícil a la hora de escribir para piano. De un lado estaba la genial Iberia de Albéniz, y del otro lado el gran piano impresionista francés de Debussy y Ravel. Por lo tanto era difícil abrirse camino en un piano que intentara ser un poco personal. Yo he tratado de eludir aquel piano de Albéniz hecho por acumulación, oponiendo un piano hecho por eliminación, es decir, mucho más pequeño, más claro y un poco inspirado en un autor no español, pero muy españolizado, Scarlatti.

Para mí tocar el piano es como rezar por las mañanas".

Joaquín Rodrigo

miércoles, 10 de diciembre de 2008

Cada mañana es la primera...

Más poesía...

"Todo es nuevo quizá para nosotros.
El sol claroluciente, el sol de puesta,
muere; el que sale es más brillante y alto
cada vez, es distinto, es otra nueva
forma de luz, de creación sentida.
Así cada mañana es la primera.
Para que la vivamos tú y yo solos,
nada es igual ni se repite...
... Qué verdad, qué limpia escena
la del amor, que nunca ve en las cosas
la triste realidad de su apariencia".

Claudio Rodríguez, Obras completas, p. 46-47.

Amor y dolor

"Sí, poeta:
el amor y el dolor son tu reino".

Vicente Aleixandre, Sombra del paraíso, p. 84.

martes, 9 de diciembre de 2008

Un breve libro de horas compartidas...

Acabo de leer casi de un tirón un libro de poemas, el Libro de las horas, de Jaime Ferrán. Poesías breves escritas tras la muerte de su esposa, evocando "las horas compartidas durante tantos años..." ¿Un libro triste? Sí, ciertamente, pero también luminoso. Poemas reunidos en cuatro apartados: primavera, verano, otoño, invierno; cuatro estaciones, pero no sólo eso, también etapas de la vida. Un canto a la amada:

"Hoy, / como ayer, / mi canto / es sólo para ti"...

Poemas sencillos, casi triviales, pero que nombran lugares, momentos, hechos singulares que siguen siendo acontecimiento para quien los vivió estrenándolos acompañado. Un libro de amor:

"Llegaste de la mano / amiga / me miraste / y quedé para siempre / prendido en tu mirada. / Desde entonces / sólo pude mirar contigo todo".

Y una hermosa descripción del amor como pertenencia:


"Poco a poco / fui dejando de ser para ser tuyo / y entonces me encontré / definitivamente".

Lugares visitados juntos, contagiados por la novedad de la mirada amorosa:

"Todo nuevo, / de nuevo, / cuando tú lo mirabas..."

Cambiando de continente:


"Nuestro mundo cabía / en las viejas maletas / que nos seguían".

Los amigos, la naturaleza, el calor del hogar...:

"...donde tú me esperabas cada tarde".
"... Las primeras nieves / del invierno feliz".
"Pronto vino la nieve. / Su mano silenciosa / se fue posando / grave / sobre todo".

Momentos de felicidad compartida:

"Fuimos felices en aquella / esquina / donde el tiempo / detenía las lentas manecillas / del reloj, / cuando todos / se iban a descansar / y nos quedábamos / tú y yo solos, / en medio de la nieve".

Silencio fecundo, creativo:

"Después / en el silencio de la casa, / que tú velabas, / escribía / nuevas cantigas a tu lado..."

Viajes, traslados, cambios de hogar:

"... y nuestra casa errante fue cambiando / de ciudad en ciudad, / de país en país, / de continente en continente / y entre las dos orillas / sin espacio ni límites / encontramos, / al cabo, / nuestra Atlántida".

En cada página nombres de amigos, lugares y rincones. Y siempre la ventana abierta al mundo:


"Nuestro cuarto se abría / sobre el huerto, / a poniente / y en la clara terraza / veíamos llegar / la noche / poco a poco..."

La vida como promesa, como misterio que no logramos aferrar:

"Amamos lo imposible. / Buscamos más allá / de lo que ven los ojos / la última verdad / y nunca la encontramos, / se evade una vez más. / Parece que ya es nuestra, / se nos vuelve a escapar..."

El tiempo que no vuelve, la imposibilidad de volver al pasado:

"... el regreso es difícil, / a veces imposible".

Y junto a la consideración del tiempo transcurrido, la dura vivencia de la vejez:

"Envejecer es irse despojando / de todo lo accesorio. / Envejecer es irse despidiendo / de todos y de todo. / Envejecer es irse / poco a poco..."

Mirando fotografías que despiertan los recuerdos:

"... el jardín... te veo ahora en las fotografías / que te hicimos antaño / y parece que vuelvo a recorrerlo / de nuevo a tu costado / en un paseo, / que nunca se termina..."

La dura experiencia de la enfermedad, primero la de él:

"... la plaza tranquila / cerca del hospital / donde me ingresarían... / Fueron días de espera y de desesperanza. / Parecía / que nuestra nao naufragaba / entre los muros de / la sala de hospital / en la que me enseñaste / -cuando tú me velabas- / a continuar viviendo".

Vamos llegando al fin del libro, a los últimos poemas que evocan con pudor y esencialidad los últimos años de vida en común:

"Los últimos años / fueron los más duros. / Las enfermedades nos minaron / -una tras otra-".
"Ha sido largo el día, / la noche ha sido larga, / pero ya se terminan. / Descansa, / amor, / descansa. / ... Podrás soñar de nuevo / en una nueva infancia, / que nunca se termine, / pero ahora, / descansa. / Hasta que un día pueda / hallar tu sombra clara, / espérame en el sueño. / Descansa, / amor, / descansa".

La última estación, la última hora -"invierno"-, está precedida por una célebre cita de Rilke, una oración:

"O Herr, gib jedem seinem eignen Tod" ("Oh, Señor, da a cada uno su propia muerte").

Los últimos años. Un nuevo cambio de casa que parece anticipar la última despedida, pero también la esperanza, simbolizada en el sol del sur:

"Hay que saber decir / adiós a lo que se ama".
"Nuestra estancia ha terminado. / Nos / esperan otras tierras, / nos llaman otros lagos".
"Ahora nuestras horas / volverán a ser claras / bajo el sol... en el sur... / y cada madrugada / naceremos de nuevo / a una nueva mañana. / ¡Todo será posible / en nuestra nueva casa!"

Pero la vida se acababa:

"Teníamos suerte, / hallamos la paz. / Pensamos que nunca / se iba a acabar... / Nos equivocamos / una vez más".
"Lo teníamos todo / y entonces nos dejaste..."
"No te dio tiempo a envejecer. / Me parecías más joven que / cuando te vi por / primera vez..."
"No estaba preparado / para el final. / Nunca lo estamos".

Soledad, compañía, en misteriosa convivencia:


"Soledad. / Me acompaña / la música que un día / escuchara a su lado. / Ahora que ya sólo / regresa cuando sueño / y aparece, / de pronto, / en todos los espejos. / Pero es sólo en la música / donde siempre la encuentro".
"Eras la llama en nuestro lar errante / y consumidos por su fuego / fuimos / al fin / nosotros mismos".
" 'Llama sola, estoy solo' / dice Tristan Tzara, / pero yo digo, / llama / sola, / no hay soledad, / que un día contemplamos / ambos tu luz brillar / y al mirarte / te siento / cercana una vez más".
"En el nuevo camino / que hoy prosigo sin ti / no me podrán quitar el dolorido / sentir..."

Y los últimos versos:

"... me parece / oír aún tu voz / que me dice al oído / que no te has ido, / no..."

lunes, 8 de diciembre de 2008

¿Es aburrida la santidad?

Última cita en el día de la Inmaculada, la toda santa:

"Frecuentemente brota en nosotros la sospecha de que una persona que no peca para nada, en el fondo es aburrida; que le falta algo en su vida: la dimensión dramática de ser autónomos; que la libertad de decir no, el bajar a las tinieblas del pecado y querer actuar por sí mismos forma parte del verdadero hecho de ser hombres; que sólo entonces se puede disfrutar a fondo de toda la amplitud y la profundidad del hecho de ser hombres, de ser verdaderamente nosotros mismos; que debemos poner a prueba esta libertad, incluso contra Dios, para llegar a ser realmente nosotros mismos. ... Pero al mirar el mundo que nos rodea, podemos ver que no es así, es decir, que el mal envenena siempre, no eleva al hombre, sino que lo envilece y lo humilla; no lo hace más grande, más puro y más rico, sino que lo daña y lo empequeñece.

En el día de la Inmaculada debemos aprender más bien esto: el hombre que se abandona totalmente en las manos de Dios no se convierte en un títere de Dios, en una persona aburrida y conformista; no pierde su libertad. Sólo el hombre que se pone totalmente en manos de Dios encuentra la verdadera libertad, la amplitud grande y creativa de la libertad del bien. El hombre que se dirige hacia Dios no se hace más pequeño, sino más grande, porque gracias a Dios y junto con él se hace grande, se hace divino, llega a ser verdaderamente él mismo".

Benedicto XVI, 8 diciembre 2005.

Fuente viva de esperanza: el himno a la Virgen de Dante

A punto de concluirse el día de la Inmaculada no me resisto a transcribir el famoso himno a la Virgen de Dante Alighieri:

“Virgen Madre, hija de tu Hijo, la más humilde y alta de las criaturas, término fijo de la voluntad eterna. Tú ennobleciste la naturaleza humana hasta tal punto que su Hacedor no desdeñó hacerse su hechura. En tu vientre prendió el amor, por cuyo calor, en la eterna paz, germinó esta flor. Aquí [en el Paraíso] eres faz meridiana de caridad para nosotros y abajo, entre los mortales, eres fuente viva de esperanza”.

Dante, La Divina Comedia. Paraíso, XXXIII, 3.

Inmaculada y Panaghia

Dos modos diversos de nombrar la santidad de María:

"La Iglesia latina expresa esto con el título de 'Inmaculada', y la Iglesia ortodoxa con el título de 'Toda santa' (Panaghia). Una resalta el elemento negativo de la gracia de María, que es la ausencia de todo pecado, también del pecado original; la otra resalta el elemento positivo, es decir, la presencia en ella de todas las virtudes y de todo el esplendor que de ella emana".

R. Cantalamessa, María, espejo de la Iglesia, Edicep, p. 21.

Enlace al icono de la Panaghia.