sábado, 28 de febrero de 2009

Difícil, pero no imposible

Última entrada de Lewis. El perdón cristiano es ciertamente difícil, pero no imposible... para Dios y desde Dios:

"Es difícil. Tal vez no es tan difícil perdonar sólo una gran ofensa. ¿Pero cómo olvidar las provocaciones incesantes de la vida cotidiana?, ¿cómo perdonar de manera permanente a una suegra dominante, a un marido fastidioso, a una esposa regañona, a una hija egoísta o a un hijo mentiroso? A mi modo de ver, sólo es posible conseguirlo recordando nuestra situación, comprendiendo el sentido de estas palabras en nuestras oraciones de cada noche: "Perdónanos nuestras ofensas, así como nosotros perdonamos a los que nos ofenden". Sólo en estas condiciones podemos ser perdonados. Si no las aceptamos, estamos rechazando la misericordia divina. La regla no tiene excepciones y en las palabras de Dios no existe ambigüedad".

C. S. Lewis, El perdón y otros ensayos cristianos, Editorial Andrés Bello, 1998, p. 15.

No poner límites al perdón

Sigue el ensayo de Lewis:

"El perdón entre los seres humanos es en parte similar y en parte diferente. Es semejante porque tampoco consiste en disculpar, como creen muchas personas. Cuando les pedimos perdonar un engaño o un abuso, piensan que estamos sugiriendo el hecho de que en realidad no se ha cometido una falta; pero en ese caso no habría nada que perdonar. Los afectados nos dirán: "Este hombre no ha cumplido un compromiso de gran importancia". Eso es lo que deben perdonar (no significa que vayan a creer en él cuando se comprometa nuevamente; significa que deben hacer todo lo posible por eliminar su resentimiento por completo y cualquier deseo de humillar, herir o castigar al ofensor). Existe una diferencia entre esta situación y el hecho de pedir perdón a Dios: admitimos con gran facilidad nuestras propias excusas, pero no juzgamos a los demás con el mismo criterio. Cuando hemos pecado, nos parece que las excusas podrían ser mejores (aun cuando no tenemos certeza); cuando los demás nos ofenden, consideramos excesivas las excusas (aun cuando tampoco tenemos certeza). Por consiguiente, en primer lugar debemos observar con detención si existen circunstancias atenuantes en virtud de las cuales una persona no sea tan culpable como creíamos; pero la perdonaremos aun cuando sea absolutamente culpable, y si el noventa y nueve por ciento de esa culpa aparente puede justificarse en buena forma con excusas, el problema del perdón reside en el uno por ciento restante. No hay caridad cristiana, sino mera justicia, al disculpar lo excusable. Para ser cristianos, debemos perdonar lo inexcusable, porque así procede Dios con nosotros".

C. S. Lewis, El perdón y otros ensayos cristianos, Editorial Andrés Bello, 1998, p. 14.

Dar cuenta de lo inexcusable

Evitaremos la tentación de querer sólo disculparnos si confiamos verdaderamente en el perdón de Dios, si creemos en él:

"Existen dos maneras de evitar este peligro. Por una parte, recordemos que Dios tiene presente toda excusa verdadera de mucho mejor manera que nosotros. Si en realidad existen "circunstancias atenuantes", en ningún caso las pasará por alto. Con frecuencia, Él conoce gran cantidad de excusas en las cuales nosotros jamás hemos pensado, y al morir las almas humildes tendrán la encantadora sorpresa de descubrir que en algunas ocasiones sus pecados no habían sido tan graves como creían. Él se hará cargo de todo lo excusable. Nuestro deber consiste en darle cuenta de la parte inexcusable, del pecado. Perdemos el tiempo hablando de todo lo disculpable (según nosotros). Cuando consultamos un médico, le damos a conocer nuestras afecciones. Si tenemos un brazo quebrado, es inútil explicarle que las piernas, los ojos y la garganta están en perfecto estado. Tal vez nos equivocamos, pero si esos órganos están en buenas condiciones, el doctor se dará cuenta.

Este peligro también desaparece si de verdad creemos en el perdón de los pecados. En gran medida, el afán de presentar excusas es producto de nuestra incredulidad: pensamos que Dios no nos acogerá sin un argumento en favor nuestro; pero en esas condiciones no existe perdón. El perdón verdadero implica mirar sin rodeos el pecado, la parte inexcusable, cuando se han descartado todas las circunstancias atenuantes, verlo en todo su horror, bajeza y maldad y reconciliarse a pesar de todo con el hombre que lo ha cometido. Eso -y nada más que eso- es el perdón, y siempre podremos recibirlo de Dios, si lo pedimos".

C. S. Lewis, El perdón y otros ensayos cristianos, Editorial Andrés Bello, 1998, p. 13-14.

¿Disculpar o perdonar?

En su ensayo sobre el perdón Lewis advierte de la diferencia que existe entre querer ser perdonados y querer ser disculpados. Su juicio nos ayuda, sin duda, a ponernos adecuadamente ante Dios:

"En mi opinión, con frecuencia interpretamos equivocadamente el perdón de Dios y de los hombres. En cuanto a Dios, cuando creemos pedirle perdón, a menudo deseamos otra cosa (a menos que nos hayamos observado con cuidado); en realidad, no queremos ser perdonados, sino disculpados; pero son dos cosas muy distintas.

Perdonar es decir: "Sí, has cometido un pecado, pero acepto tu arrepentimiento, en ningún momento utilizaré la falta en contra tuya y entre los dos todo volverá a ser como antes". En cambio, disculpar es decir: "Me doy cuenta de que no podías evitarlo o no era tu intención y en realidad no eras culpable".

Si uno no ha sido verdaderamente culpable, no hay nada que perdonar, y en este sentido disculpar es en cierto modo lo contrario. Sin duda, entre Dios y el hombre o entre dos personas, en muchos casos existe una combinación de ambas cosas. En realidad, lo que en un principio parecía un pecado, en parte no era culpa de nadie y se disculpa, y el resto es perdonado. Con una excusa perfecta, no necesitamos perdón; pero si una acción requiere ser perdonada, es imposible una excusa. La dificultad reside en el hecho de que al "pedir perdón a Dios" muchas veces en realidad estamos pidiéndole aceptar nuestras excusas. Este error es producto de la existencia de ciertas "circunstancias atenuantes" en la generalidad de los casos. Estamos tan deseosos de recalcar estas circunstancias ante Dios (y ante nosotros mismos) que tendemos a olvidar lo esencial, es decir, esa pequeña parte inexcusable, pero no imperdonable, gracias a Dios. En estas condiciones, creemos arrepentirnos y ser perdonados, pero en realidad simplemente hemos quedado satisfechos con nuestras excusas, que en gran medida pueden ser insuficientes: todas las personas se satisfacen muy fácilmente consigo mismas".

C. S. Lewis, El perdón y otros ensayos cristianos, Editorial Andrés Bello, 1998, p. 12-13.

Ofrecer y recibir perdón

Sigue Lewis:

"Creemos que Dios perdona nuestros pecados, pero también que no lo hará si nosotros no perdonamos a los demás cuando nos ofenden. La segunda parte de esta afirmación es indudable, porque se menciona en la Oración de Nuestro Señor. Él lo afirmó enfáticamente: si no perdonáis, no seréis perdonados. Nada es más claro en su enseñanza, y esta regla no tiene excepciones. Dios no nos pide perdonar los pecados del prójimo sólo si no son en extremo graves o cuando existen circunstancias atenuantes; debemos perdonar todas las faltas, aunque sean muy mal intencionadas, ruines y frecuentes. De lo contrario, ninguno de nuestros pecados será perdonado".

C. S. Lewis, El perdón y otros ensayos cristianos, Editorial Andrés Bello, 1998, p. 11-12.

Creo en el perdón de los pecados

No descargar el problema del mal sobre los demás, decía Benedicto XVI. He encontrado un estupendo ensayo -breve- de C. S. Lewis sobre el perdón. Lo transcribo en varias entradas por su utilidad para este tiempo de conversión:

"En la iglesia (y en otras partes), afirmamos muchas cosas sin pensar lo que estamos diciendo. Por ejemplo, al rezar el Credo, decimos "Creo en el perdón de los pecados". Durante muchos años, repetía esas palabras sin preguntarme por qué motivo se encuentran en esa oración. A primera vista no es necesario incluirlas. "Es evidente que un cristiano cree en el perdón de los pecados -pensaba yo-; se sobreentiende." Sin embargo, al parecer los autores del Credo consideraron importante recordar este aspecto de nuestra fe cada vez que asistimos a la iglesia, y, por mi parte, he comenzado a reconocer que tenían razón. Creer en el perdón de los pecados no es tan fácil como yo pensaba. Esta creencia se debilitará con facilidad si no la reforzamos de manera permanente".

C. S. Lewis, El perdón y otros ensayos cristianos, Editorial Andrés Bello, 1998, p. 11.

viernes, 27 de febrero de 2009

Mirar al mal cara a cara

¿Qué significa entrar en la Cuaresma? Responde el Papa:

"El miércoles pasado, con el ayuno y el rito de las cenizas, entramos en la Cuaresma. Pero, ¿qué significa «entrar en la Cuaresma»? Significa comenzar un tiempo de particular compromiso en el combate espiritual que nos opone al mal presente en el mundo, en cada uno de nosotros y a nuestro alrededor. Quiere decir mirar al mal cara a cara y disponerse a luchar contra sus efectos, sobre todo contra sus causas, hasta la causa última, que es Satanás. Significa no descargar el problema del mal sobre los demás, sobre la sociedad, o sobre Dios, sino que hay que reconocer las propias responsabilidades y asumirlas conscientemente".

Benedicto XVI, Cuaresma 2008.

jueves, 26 de febrero de 2009

Para vivir la Cuaresma

Acojamos las indicaciones del Santo Padre en el inicio de la Cuaresma:

"Que en cada familia y comunidad cristiana se valore la Cuaresma para alejar todo lo que distrae el espíritu y para intensificar lo que alimenta el alma y la abre al amor de Dios y del prójimo. Pienso, especialmente, en un mayor empeño en la oración, en la lectio divina, en el Sacramento de la Reconciliación y en la activa participación en la Eucaristía, sobre todo en la Santa Misa dominical. Con esta disposición interior entremos en el clima penitencial de la Cuaresma. Que nos acompañe la Bienaventurada Virgen María, Causa nostræ laetitiæ (causa de nuestra alegría), y nos sostenga en el esfuerzo por liberar nuestro corazón de la esclavitud del pecado para que se convierta cada vez más en “tabernáculo viviente de Dios”. Con este deseo, asegurando mis oraciones para que cada creyente y cada comunidad eclesial recorra un provechoso itinerario cuaresmal, os imparto de corazón a todos la Bendición Apostólica".

Benedicto XVI, Mensaje para la Cuaresma 2009.

miércoles, 25 de febrero de 2009

La alegría de la salvación

Comenzamos la Cuaresma. Tiempo de esencialidad, de purificación, de búsqueda de la verdad de nosotros mismos a la luz de Cristo. Siempre me viene a la mente en este día un versículo del Salmo 50 que define mi deseo de creyente al comenzar este tiempo de gracia:

"Devuélveme la alegría de la salvación".

Salmo 50, 14.

sábado, 21 de febrero de 2009

Lo que ha ardido ya nada tiene que temer del tiempo

Al final de la vida seremos juzgados sobre el amor. Y lo que se haya entregado amorosamente, lo que haya ardido en el amor es lo único que no perderemos, lo único que permanecerá para siempre, pues "fortis est ut mors dilectio" (el amor es fuerte como la muerte, es más fuerte que la muerte, cf. Cantar de los Cantares 8, 6). Lo dice también el poeta:

"Todo lo consumado en el amor
no será nunca gesta de gusanos...

... Abandona cuidados:
lo que ha ardido
ya nada tiene que temer del tiempo".

Ángel González, Antología poética, Alianza Editorial, Madrid 1996, 2ª ed., p. 137.

viernes, 20 de febrero de 2009

Una visita al observatorio astronómico

Esta mañana he visitado el Centro Astronómico de Yebes (CAY) con algunos amigos universitarios del grupo de trabajo fe-ciencia. Hemos sido espléndidamente recibidos e introducidos en la apasionante investigación que realizan los científicos que allí trabajan. Ante la inmensidad del universo la razón y el corazón se sobrecogen; pero no es menos impresionante la capacidad y el tesón humanos para intentar desentrañar los misterios del cosmos. Nuestra curiosidad era inmensa, las preguntas se agolpaban en nuestras bocas, pero mayor aún era nuestro asombro al pensar en el origen de todo cuanto nos rodea. He recordado el testimonio de un sacerdote que narraba así la reacción de sus jóvenes alumnos tras una visita al planetario:

"De regreso de una visita al Planetario, en la época en que daba clase de religión en Madrid, pregunté a mis alumnos qué les había impresionado más. Llenaron la pizarra de preguntas: no se preguntaban cuántas estrellas o galaxias había, sino quién había hecho todo aquello que habían visto. El espectáculo del cielo estrellado había despertado en ellos la pregunta sobre el sentido de la realidad, como en el poema Canto nocturno de un pastor errante de Asia de Leopardi, el poeta al que don Giussani llamaba “amigo”: «Cuando veo / arder en el cielo las estrellas / pensativo me digo: / ¿Para qué tantas estrellas? / ¿Qué hace el aire infinito, la profunda / serenidad sin fin? / ¿Qué significa esta / inmensa soledad? Y yo, ¿qué soy?»

Julián Carrón, Revista "Huellas", nº 3, 1 marzo 2008.

jueves, 19 de febrero de 2009

Cuando los signos son ciertos...

Ayer despedimos a Pablo, sacerdote. En la Capilla del Seminario de Madrid, donde se instaló la capilla ardiente, recé el oficio de difuntos. Una frase -del himno de la hora intermedia- me confortó enormemente:

"Mirad que es dulce la espera
cuando los signos son ciertos"...

Es verdad. Podemos esperar la vida eterna con paz en el corazón, pese al dolor de la terrible y brusca separación, porque los signos son ciertos. La mirada de la fe los reconoce: la vida misma de Pablo, tan intensa e inexplicable sin su temprano encuentro con Cristo; la increíble fecundidad de su ministerio; los rostros de las innumerables personas -obispos, sacerdotes, consagrados y consagradas, jóvenes, familias, ancianos y niños- que desfilaron delante de su ataúd cubierto por la casulla sacerdotal; la serenidad de su padres y hermanos; la intensa oración de todos los presentes; las palabras de esperanza del Cardenal de Madrid... Y sigue el himno:


"...tened los ojos abiertos
y el corazón consolado".

Sí, no necesitamos cerrar los ojos ante la muerte. Podemos mantenerlos abiertos, para ver con certeza los signos de la resurrección, ya aquí, en nuestra tierra, en nuestra historia... Y el corazón consolado.

martes, 17 de febrero de 2009

Ante la muerte de un amigo sacerdote...

Hace una semana que no escribo nada en el blog. Además del trabajo que se me acumula, puedo aducir en mi defensa que he estado varios días de peregrinación en Fátima, con los seminaristas y formadores del Seminario del que soy rector. Pero hay aún otra razón más inmediata; después de varias entradas en este blog hablando del dolor y del sufrimiento -con ocasión de la muerte de Eluana Englaro y la celebración de Nª Sª de Lourdes y del día del enfermo- ayer mismo el dolor vino a llamar a mi corazón con la noticia de la imprevista y trágica muerte de un amigo sacerdote en accidente de montaña. Todavía no la he digerido. Me sigue pareciendo mentira. Pero es cierta, como cierta es la misericordia del Padre que permitió que la ladera helada del Moncayo fuera su penúltima morada, antes de entrar en las moradas eternas.

Ya sobran las palabras. Quedan los hechos mirados a la luz de la fe, de la Presencia buena del Misterio, de la cual estoy absolutamente convencido.

Pablo y yo éramos compañeros de curso en el Seminario, fuimos compañeros de pastoral en nuestros primeros pasos ministeriales, y hace tan solo unos días estuve con él, pues vino a Alcalá -con su disponibilidad acostumbrada- a guiar con gesto amigo la "Lectio Paulina" del mes de febrero en la Catedral.

Recibí la noticia estando con los seminaristas en Portugal, en Nazaré, al pie del Atlántico, concluyendo nuestra peregrinación a Fátima. Han sido días intensos de oración, de presencia de la Virgen, de silencio, culminados en un entorno natural bellísimo, como es Nazaré, desde cuyo promontorio pudimos ver un espectáculo de belleza indescriptible: la enorme playa y los acantilados de la costa portuguesa, a plena luz de un sol de mediodía casi primaveral, junto al Santuario de la Virgen en el que Vasco da Gama rezó de corazón antes de su primer viaje hacia las Indias.

Poco después me llegaba la noticia. No puedo dejar de relacionar ambos hechos, pensando también en la belleza del paisaje que debió de llenar los ojos y el corazón de Pablo en la cima del Moncayo. Ni siquiera la muerte imprevista puede cancelar esa belleza que quedará para siempre en nuestras pupilas como signo de la victoria de Cristo en la creación y, más aún, en nuestras vidas.

No tengo dudas. Esta muerte tiene un sentido y será ocasión de muchas gracias... en realidad ya lo está siendo. La vida entregada es siempre fecunda.

Sólo me pregunto qué querrá el Señor de todos nosotros con un hecho como éste. Me respondo que, en primer lugar, nuestra conversión, y junto a ella nuestra total y plena disponibilidad al servicio de la Iglesia, desde la confianza total en su gracia.

Amigo Pablo, gracias,
in Deo semper vivas.

martes, 10 de febrero de 2009

Vinagre o vino generoso

El dolor es una experiencia humana universal, y nunca podrá ser eliminado del todo. Pero sí depende de nosotros que "en lugar de ruina sea parto":

"Lo que Dios sí nos da es la posibilidad de que ese dolor sea fructífero. Empezó haciéndolo fructífero él mismo en la Cruz y así creó esa misteriosa fraternidad de dolor de la que nosotros podemos participar.

El hombre tiene pues en sus manos ese don terrible, esa opción desgarradora, de conseguir que su propio dolor y el de sus prójimos se convierta en vinagre o en vino generoso".

José Luis Martín Descalzo, "Reflexiones de un enfermo en torno al dolor y la enfermedad", en Los enfermos terminales. La unción de enfermos, Centre de Pastoral Litúrgica, Barcelona 2001, p. 64.

Acabó convirtiendo el dolor en redención...

Advierte el autor del error de intentar justificar la supuesta bondad del dolor. En sí mismo el dolor es -como decía Theilhard de Chardin- "oscuro y repugnante". Pero hay una posible redención del dolor, como muestra Cristo:

"Me parece a mí que, al hacer esas afirmaciones, se confunden tres cosas: lo que es el dolor en sí; lo que se puede sacar del dolor; y aquello en lo que el dolor puede acabar convirtiéndose con la gracia de Dios. Lo primero es y seguirá siendo horrible. Lo segundo y lo tercero pueden llegar a ser maravillosos...

Cristo mismo lo dejó bien claro en su vida: nunca entonó cánticos al dolor, jamás ofreció florilegios sobre la angustia, no 'fue' hacia el dolor como hacia un paraíso. Al contrario: se dedicó en los demás a combatir el dolor, y, en sí mismo, lo asumió con miedo, entró en él temblando, pidió, mendigó al Padre que le alejara de él y sólo lo asumió porque era necesario, porque era la voluntad de su Padre. Y entonces fue cuando acabó convirtiendo el dolor en redención".

José Luis Martín Descalzo, "Reflexiones de un enfermo en torno al dolor y la enfermedad", en Los enfermos terminales. La unción de enfermos, Centre de Pastoral Litúrgica, Barcelona 2001, p. 63.

Explicaciones a medias

Tras las anteriores consideraciones Martín Descalzo señala la necesidad de no cerrar en falso la herida contentándonos con explicaciones parciales del misterio del dolor:

"Será bueno reconocer que sabemos muy poco de la naturaleza del dolor y menos aún de su por qué. Podemos, es cierto, dar algunas respuestas teóricas o intentar resolverlo con mentiras piadosas...

Creo que nosotros, cristianos, debemos ser tremendamente prudentes al intentar responder a estas preguntas que, de hecho, hoy están destrozando el alma de casi media humanidad. ¿Quién puede ignorar que un altísimo porcentaje de crisis de fe se produce, precisamente, al encontrarse con el topetazo del dolor o de la muerte? ¿Cuántos millares de personas -sinceras, honestas- se vuelven hoy a Dios para gritarle por qué ha tolerado el dolor o la muerte de un ser querido, si Él es, como siempre les han predicado, un Padre bueno y cariñoso?

Dar explicaciones a medias es casi siempre contraproducente y sería preferible que, ante estos porqués, los cristianos empezásemos por confesar sencilla y humildemente lo que decía Juan Pablo II en su encíclica sobre el dolor: confesar que el sentido del sufrimiento es un misterio, que somos conscientes de la insuficiencia e inadecuación de nuestras explicaciones".

José Luis Martín Descalzo, "Reflexiones de un enfermo en torno al dolor y la enfermedad", en Los enfermos terminales. La unción de enfermos, Centre de Pastoral Litúrgica, Barcelona 2001, p. 60.

lunes, 9 de febrero de 2009

La cantidad de dolor

Prosigue Martín Descalzo. Hoy no hay menos dolor en el mundo que hace cuatro siglos. Dolor y alegría siguen estando en un difícil equilibrio:

"La primera consideración que yo haría es la 'cantidad' de dolor que hay en el mundo. Impresiona pensar que, después de tantos siglos de historia y de ciencia, el hombre apenas ha logrado disminuir en unos pocos centímetros las montañas del dolor. Más bien habría que reconocer que en algunos aspectos la cantidad de dolor está aumentando. Hace unas décadas se preguntaba Charles Péguy:

¿Creemos acaso que la Humanidad está sufriendo cada vez menos? ¿Creéis que el padre que ve a su hijo enfermo hoy sufre menos que otro padre del siglo XVI? ¿Creéis que los hombres se van haciendo menos viejos que hace cuatro siglos? ¿Que la humanidad tiene ahora menos capacidad para ser desgraciada?

Años más tarde el padre Theilhard de Chardin -que era por naturaleza un gran optimista- reconocía que:

El sufrimiento aumenta en cantidad y profundidad... ¡Ah, si viéramos la suma de sufrimientos de toda la tierra! ¡Si pudiéramos recoger, medir, pesar, numerar, analizar esa terrible grandeza! ¡Qué masa tan astronómica! Y si toda la pena del mundo se pusiera en una balanza y en la otra toda la alegría del mundo, ¿quién puede decir de qué lado de los dos se rompería el equilibrio?

José Luis Martín Descalzo, "Reflexiones de un enfermo en torno al dolor y la enfermedad", en Los enfermos terminales. La unción de enfermos, Centre de Pastoral Litúrgica, Barcelona 2001, p. 57-58.

El misterio del dolor

Con la cita anterior, tan honda y verdadera, no pretendo buscar el lado "estético" de la dramática, y a veces trágica, experiencia del dolor. Estoy de acuerdo con el sacerdote y periodista católico Martín Descalzo cuando afirmaba, desde su enfermedad:

"No hace muchos años publicaba Laín Entralgo un pequeño librito con un magnífico título: Misterium doloris -El misterio del dolor-, y con sólo esas dos palabras centraba ya el tema que nos reúne hoy aquí: el dolor es un misterio y hay que acercarse a él como uno se acerca a la zarza ardiente, con los pies descalzos, con respeto y pudor.

Nada realmente más grave que acercarse al dolor con sentimentalismos y no digamos con frivolidad. No vamos a resolver un problema, a hacer un juego literario, no tratamos de elaborar unas bonitas teorías que creen aclarar lo que es, por su propia naturaleza, inaclarable. Al dolor hay que acercarse como nos acercaríamos al misterio de las dos naturalezas en Cristo o a los misterios de la vida y de la muerte: de puntillas y sabiendo que, después de muchas palabras, el misterio seguirá estando ahí hasta que el mundo acabe. Tendremos que acercarnos con delicadeza, como se acerca un cirujano a una herida, y también con realismo, sin aceptar que unas bellas consideraciones poéticas nos impidan ver su tremenda realidad".

José Luis Martín Descalzo, "Reflexiones de un enfermo en torno al dolor y la enfermedad", en Los enfermos terminales. La unción de enfermos, Centre de Pastoral Litúrgica, Barcelona 2001, p. 57.

Como iglesias sin bendecir

Este pasado domingo escuchábamos en las lecturas de la misa la dura experiencia de Job, el justo que sufre, y en el Evangelio la curación de la suegra de Pedro, así como la inagotable actividad curativa de Jesús en permanente contacto con el mundo del dolor. La enfermedad y el dolor nos desconciertan y con frecuencia no sabemos cómo reaccionar. El caso de Eluana Englaro lo pone de manifiesto. Sólo si el dolor adquiere un sentido y si quien sufre -o ve sufrir- está acompañado, es posible resistir a la cultura de la muerte. La salida al sufrimiento no es la muerte, sino el amor y la com-pasión que afirman el valor de la vida en toda circunstancia. Sufrir con el que sufre, alegrarse con el que se alegra. El dolor es parte inevitable de la vida. Lo decía bellamente el poeta Rosales:

"Los hombres que no conocen el dolor son como iglesias sin bendecir".

Luis Rosales

viernes, 6 de febrero de 2009

Las estrellas no se acordarán de nosotros

Último pasaje del desesperanzado grito de Pieter van der Meer, que hace llorar a su mujer, Cristina:

"-Un momento, breve como un relámpago, estamos aquí en el mundo, vivientes, con la tempestad salvaje de nuestras pasiones, torturados por todos los anhelos y todas las ilusiones, deseando aprisionar lo imposible y apretarlo contra nuestro corazón. Interrogamos el pasado, leemos lo que han pensado los hombres; no podemos comprender. Interrogamos a la tierra, al cielo, a los astros, a los abismos siderales y a los abismos de nuestra alma; sollozamos de éxtasis y de nostalgia ante las cosas bellas, hacemos grandes gestos llenos de pasión, y luego, de pronto, nos quedamos extendidos, inmóviles, y ya no hay nada más, nada más... ¡Las estrellas que contempláramos con tan inmenso anhelo no se acordarán de nosotros! ¡Cristina!-.

Me di vuelta, y vi entonces que lloraba. La miré asustado. Después dije dulcemente: -Cristina...- Sus lágrimas silenciosas revelaban un dolor tan afligente, de ella emanaba una desolación tan tremenda que mi voz se ahogó en un sollozo; la desesperación se cebaba con demasiada furia en mi propia alma.

- No puedo soportar esto... -gemía Cristina-, no puedo soportarlo. Lo has destruido todo. Esto no es posible. Las cosas no pueden ser así...-

No tengo nada que darle, no puedo suavizar su sufrimiento; yo mismo no tengo más que dudas y es necesario seguir viviendo. Me acerqué a ella, tomé su mano entre las mías y largo tiempo estuvimos en esa actitud silenciosa, buscando un refugio el uno junto al otro, contra la fría soledad del mundo".

P. van der Meer, Nostalgia de Dios, Desclée de Brouwer, 1948, p. 35-36.

Una burla aterradora

Sigue la cita. Confieso que hasta ahora no he encontrado ninguna expresión más impresionante del vértigo, del terror que provoca pensar que todo podría acabar en la nada:

"¿No es realmente enloquecedora la soledad del hombre, único ser pensante en medio de los mundos? Según una hipótesis aceptable la Tierra, este viejo planeta, después de algunos millares o millones de años, se volverá inhabitable y acabará por perecer. Y será como si jamás hubiera existido la humanidad. Todo se precipitará por siempre en la nada del olvido absoluto. Nada habrá que guarde la memoria de lo que realizaron y sufrieron esas extrañas criaturas que un día soñaban en la tierra, y que se llamaban hombres. Las sinfonías de Beethoven, la Biblia, las guerras, los más sublimes sueños de los santos, Napoleón, Dante, la desesperación, el amor, la sucesión de los imperios del mundo, Cristo, todo fue perfecta y absolutamente vano, y ese drama gigantesco que durara tantos siglos y del que no quedará un solo testigo, lo mismo podría no haber tenido lugar. ¿No es una burla aterradora? ¿No es como para dar alaridos de angustia o para refugiarse en la muerte?"

P. van der Meer, Nostalgia de Dios, Desclée de Brouwer, 1948, p. 34-35.

¿Por qué no puedo contentarme?

Nueva cita de Nostalgia de Dios. Es esta una de sus páginas más densas y dramáticas. ¿Nos torturamos en vano? ¿Es posible cancelar la pregunta que nos quema?:

"Me levanté y me acerqué a la ventana. Oprimían mi corazón demasiados deseos. Contemplé la oscuridad nocturna y luego las estrellas en lo alto.

- El hombre es un ser absurdo. Siento las tinieblas impenetrables en torno nuestro, y sin embargo quiero ver. ¿Por qué no puedo contentarme con lo que tengo ante mí, tangible, limitado, real? ¿Por qué invoca mi espíritu al Infinito, a la Eternidad? No puedo pensar en el Fin, y el Infinito es como un abismo en el que cae una piedra que nunca jamás alcanzará el fondo. Una y otra cosa son inconcebibles para mi razón. Es locura sondear los abismos, esperando encontrar la respuesta en sus profundidades... Perdemos el tiempo. Y, sin embargo, ¿acaso es culpa mía si las preguntas se levantan en mí como tempestades, si busco una solución que me satisfaga plenamente?

El espectáculo de este cielo estrellado sobre nuestra tierra me trastorna. ¿Cuántos hombres han gritado como yo su angustia en las innumerables noches de millares y millares de años, desde que fueron encendidos estos soles en la primera noche del universo? Y nadie ha escuchado palabras liberadoras... Y es lo más espantoso y grotesco de todo, que es muy posible que no existan los misterios, y que nos estemos torturando en vano. El universo, la humanidad, no son quizá más que accidentes de la materia. Pero lo más terrible es que tenemos conciencia de ello, que pensamos"...

P. van der Meer, Nostalgia de Dios, Desclée de Brouwer, 1948, p. 34.

Dos pobres seres solitarios

Algunos amigos me reclaman a seguir con las citas del libro Nostalgia de Dios, de van der Meer, de modo que allá vamos. El autor, Pieter, se conmueve ante la presencia de su mujer y se pregunta si es posible que todo, también el haber tenido la gracia de conocer a su amada, sea simple fruto del azar, de la casualidad:

"Era una noche extraña. En el cuarto, donde la lámpara semejaba un crisolito luminoso, la ventana se abría sobre la oscuridad de una noche primaveral. Estábamos sentados ante la mesa, uno frente al otro, y callábamos. El libro que leíamos yacía abierto. Cerca, en un florero, se inclinaba el racimo de oro de una rama de mimosas. En torno nuestro, el mundo negro respiraba como un ser viviente. El silencio se iba volviendo una tortura tan insoportable que me era imposible aguantarlo; necesitaba que ocurriera algo que me librase del silencio de plomo, algo grande, formidable, hasta destructor. Mi corazón tocaba a rebato. Mis pensamientos agitaban, siniestros, sus negras alas, como pájaros salvajes en la noche. Mi amada, la luz de mis ojos, estaba allí, en frente de mí; bajo el oro de su cabellera, sus grandes ojos cargados de ensueño miraban al vacío. ¿Pensaba las mismas cosas que yo? ...

'Querida', empecé a decir con voz suave pero penetrante -sin duda fueron otras mis palabras, pero su sentido era el siguiente: -'Querida, aquí estamos dos pobres seres solitarios, sentados uno frente al otro junto a una lámpara. Esta noche las sensaciones más comunes me hacen estremecer de angustia o de asombro. Mira estas flores, ¿no es verdad que su bella florescencia es incomprensible? ¡Cómo viven de inmóviles! Mira nuestras manos apoyadas en la mesa, tranquilas y serenas bajo la luz. Tienen vida, y también la tenemos nosotros.

Vivimos... Me es imposible sondear el abismo de esa palabra. Veo a los hombres, y el terror me oprime. Los hay que se precipitan por todas partes en busca de algo; sus almas están torturadas y en ningún lugar encuentran la paz. Hay quienes, perseguidos y mancillados por el rebaño estulto, aúllan en la noche como locos vagabundos. Veo algunos desesperados taciturnos que ya han perdido toda certidumbre. Veo otros que llegaron a los límites del saber y que luego caen de rodillas, balbuceando plegarias a quién sabe qué Dios. Hay inteligencias que se rompen y se idiotizan a causa de la angustia inexpresable de su soledad en el universo. Veo en este mundo nacer niños y morir hombres a cada instante. Veo ojos serenos que ocultan misterios mil veces más aterradores que el Océano Pacífico. Y veo las ciudades, esos monstruos de piedra donde los hombres sufren, donde se les martiriza en todas formas. Y, por encima de todo, el sol hace su luminoso viaje cotidiano. Me debato en las tinieblas... y es en medio de este caos imposible de imaginar, que nosotros dos vinimos un día el uno hacia el otro. ¿Fue obra del azar? ¿Es posible que así sea?'

Cristina había levantado la cabeza. Sus ojos -nunca puedo mirarlos sin recordar, ¡con cuánta emoción!, el momento en que la vi por primera vez y en que mi corazón la reconoció en el acto y comprendió que era ella, Cristina, ella y no otra, la que me estaba predestinada desde siempre y para siempre-, esa noche sus ojos eran graves y como cargados de todos los ensueños ...

¿No es maravilloso? No te conocía y tú también ignorabas mi existencia hasta que nos vimos. ¡Oh felicidad! Pero piensa ahora en la posibilidad de que los oscuros senderos de nuestras vidas por los cuales andábamos errantes, no se hubieran encontrado. Un hecho insignificante, el más pequeño obstáculo, el retraso o el adelanto de un solo minuto, nos hubiera mantenido alejados por siempre. Ese pensamiento me da miedo. Tengo hasta tal punto el sentimiento de que era necesario que te encontrase, ¡oh tú, que eres mi alegría, mi vida, el latir de mi corazón! Debíamos encontrarnos, alguien nos dirigía... O nos impulsaba una fuerza ciega ... "

P. van der Meer, Nostalgia de Dios, Desclée de Brouwer, 1948, p. 32-34.

jueves, 5 de febrero de 2009

Música digna de Dios y del hombre

Más verdad. El cristiano no eleva monumentos a su propio yo, no pretende autoexpresarse -como sucede en tanto arte contemporáneo-, sino que persigue ante todo lo que es digno de Dios, alcanzando así, sin buscarlo directamente, su propia dignidad:

"No se trataba de una 'creatividad' privada, en la que el individuo se erige un monumento a sí mismo, tomando como criterio esencialmente la representación del propio yo. Se trataba más bien de reconocer atentamente con los "oídos del corazón" las leyes intrínsecas de la música de la creación misma, las formas esenciales de la música puestas por el Creador en su mundo y en el hombre, y encontrar así la música digna de Dios, que al mismo tiempo es verdaderamente digna del hombre e indica de manera pura su dignidad".

Benedicto XVI, Discurso al mundo de la cultura, París, 12 septiembre 2008.

Estar a la altura de la Palabra

La gran música occidental -afirma Benedicto XVI- nace de la exigencia cristiana de estar a la altura de la Palabra revelada, de su exigencia de belleza. Escuchando a Tomás Luis de Victoria, Bach, o Mozart comprendemos la verdad de este juicio.

"Escuchemos en ese contexto una vez más a Jean Leclercq: Los monjes tenían que encontrar melodías que tradujeran en sonidos la adhesión del hombre redimido a los misterios que celebra. Los pocos capiteles de Cluny, que se conservan hasta nuestros días, muestran los símbolos cristológicos de cada uno de los tonos".

En San Benito, para la plegaria y para el canto de los monjes, la regla determinante es lo que dice el Salmo: Coram angelis psallam Tibi, Domine -delante de los ángeles tañeré para ti, Señor (Salmo 138, 1). Aquí se expresa la conciencia de cantar en la oración comunitaria en presencia de toda la corte celestial y por tanto de estar expuestos al criterio supremo: orar y cantar de modo que se pueda estar unidos con la música de los Espíritus sublimes que eran tenidos como autores de la armonía del cosmos, de la música de las esferas.

Los monjes con su plegaria y su canto han de estar a la altura de la Palabra que se les ha confiado, a su exigencia de verdadera belleza. De esa exigencia intrínseca de hablar y cantar a Dios con las palabras dadas por Él mismo nació la gran música occidental".

Benedicto XVI, Discurso al mundo de la cultura, París, 12 septiembre 2008.

Se requiere la música

Interesante afirmación del Papa: para hablar con Dios no basta pronunciar los textos sagrados, necesitamos servirnos de la música, el canto y los instrumentos. Ejemplo: los salmos.

"La Palabra de Dios nos introduce en el coloquio con Dios. El Dios que habla en la Biblia nos enseña cómo podemos hablar con Él. Especialmente en el Libro de los Salmos nos ofrece las palabras con que podemos dirigirnos a Él, presentarle nuestra vida con sus altibajos en coloquio ante Él, transformando así la misma vida en un movimiento hacia Él.

Los Salmos contienen frecuentes instrucciones incluso sobre cómo deben cantarse y acompañarse de instrumentos musicales. Para orar con la Palabra de Dios el sólo pronunciar no es suficiente, se requiere la música. Dos cantos de la liturgia cristiana provienen de textos bíblicos, que los ponen en los labios de los Ángeles: el Gloria, que fue cantado por los Ángeles al nacer Jesús, y el Sanctus, que según Isaías 6 es la aclamación de los Serafines que están junto a Dios. A esta luz, la Liturgia cristiana es invitación a cantar con los Ángeles y dirigir así la palabra a su destino más alto".

Benedicto XVI, Discurso al mundo de la cultura, París, 12 septiembre 2008.


martes, 3 de febrero de 2009

La Palabra que despierta el alma

Sigue Benedicto XVI evocando la inmensa aportación del monacato a la historia de Europa, al obligar al hombre a hacer un trabajo de búsqueda de Dios, al educar su razón para que escrute los signos de la creación y las palabras de la Revelación. Un trabajo personal y comunitario:

"Para captar plenamente la cultura de la palabra, que pertenece a la esencia de la búsqueda de Dios, hemos de dar otro paso. La Palabra que abre el camino de la búsqueda de Dios y es ella misma el camino, es una Palabra que mira a la comunidad. En efecto, llega hasta el fondo del corazón de cada uno (cf. Hch 2, 37).

Gregorio Magno lo describe como una punzada imprevista que desgarra el alma adormecida y la despierta haciendo que estemos atentos a Dios. Pero también hace que estemos atentos unos a otros. La Palabra no lleva a un camino sólo individual de una inmersión mística, sino que introduce en la comunión con cuantos caminan en la fe. Y por eso hace falta no sólo reflexionar en la Palabra, sino leerla debidamente".

Benedicto XVI, Discurso al mundo de la cultura, París, 12 septiembre 2008.

lunes, 2 de febrero de 2009

Las palabras y la Palabra

Los monjes, en su búsqueda de Dios, cuidaban la educación de la razón con vistas a llegar, mediante las palabras reveladas, a la Palabra Viviente, Jesucristo. Sin esta inteligencia de la realidad, sin esta búsqueda del sentido último no hay fe cristiana, pero en último extremo tampoco cultura:

"El monasterio sirve a la 'eruditio', a la formación y a la erudición del hombre -una formación con el objetivo último de que el hombre aprenda a servir a Dios. Pero esto comporta evidentemente también la formación de la razón, la erudición, por la que el hombre aprende a percibir entre las palabras la Palabra".

Benedicto XVI, Discurso al mundo de la cultura, París, 12 septiembre 2008.

Bibliotecas y escuelas

Sigue el Papa sus referencias al monacato medieval, en su discurso al mundo de la cultura, con ocasión de su viaje a Francia en septiembre de 2008. Destaca el origen de dos instituciones esenciales para el desarrollo de la historia de occidente, la biblioteca y la escuela:

"'Quaerere Deum': como eran cristianos no se trataba de una expedición por un desierto sin caminos, una búsqueda hacia el vacío absoluto. Dios mismo había puesto señales de pista, incluso había allanado un camino, y de lo que se trataba era de encontrarlo y seguirlo.

El camino era su Palabra que, en los libros de las Sagradas Escrituras, estaba abierta ante los hombres. La búsqueda de Dios requiere, pues, por intrínseca exigencia una cultura de la palabra... Porque en la Palabra bíblica Dios está en camino hacia nosotros y nosotros hacia Él, hace falta aprender a penetrar en el secreto de la lengua, comprenderla en su estructura y en el modo de expresarse. Así, precisamente por la búsqueda de Dios, resultan importantes las ciencias profanas que nos señalan el camino hacia la lengua.

Puesto que la búsqueda de Dios exigía la cultura de la palabra, forma parte del monasterio la biblioteca que indica el camino hacia la palabra. Por el mismo motivo forma parte también de él la escuela, en la que concretamente se abre el camino. San Benito llama al monasterio una 'dominici servitii schola' (escuela de servicio del Señor)".

Benedicto XVI, Discurso al mundo de la cultura, París, 12 septiembre 2008.


"Quaerere Deum"

'Quaerere Deum', buscar a Dios, así describía el papa Benedicto XVI el objetivo existencial de los monjes benedictinos que civilizaron Europa y conservaron el legado de la antigüedad clásica. ¿No tendrá que ser éste también nuestro principal interés? "Buscad el reino de Dios y todo lo demás se os dará por añadidura":

"Primeramente y como cosa importante hay que decir con gran realismo que no estaba en su intención crear una cultura y ni siquiera conservar una cultura del pasado. Su motivación era mucho más elemental. Su objetivo era: 'quaerere Deum', buscar a Dios.

En la confusión de un tiempo en que nada parecía quedar en pie, los monjes querían dedicarse a lo esencial: trabajar con tesón por dar con lo que vale y permanece siempre, encontrar la misma Vida. Buscaban a Dios. Querían pasar de lo secundario a lo esencial, a lo que es sólo y verdaderamente importante y fiable. Se dice que su orientación era "escatológica". Que no hay que entenderlo en el sentido cronológico del término, como si mirasen al fin del mundo o a la propia muerte, sino existencialmente: detrás de lo provisional buscaban lo definitivo".

Benedicto XVI, Discurso al mundo de la cultura, París, 12 septiembre 2008.