domingo, 14 de diciembre de 2008

El sentido de lo sobrenatural en los niños

Sigo con Chesterton. Reflexiona el autor sobre la proliferación de libros para niños con historias fantásticas, incluso "sin sentido", es decir, incongruentes. Cita a Lewis Carroll o a Edward Lear. Piensa que esa literatura es más necesaria para los adultos que para los niños, pues estos ya poseen de manera natural el sentido de lo sobrenatural:

"La gran literatura del Sinsentido posee un enorme valor, pero sería cuando menos razonable señalar que este valor es efectivo principalmente para los adultos [...] No son los niños quienes deben leer a Lewis Carroll. Ellos hacen mucho mejor en dedicarse a fabricar pasteles de barro. Son más bien los sabios filósofos de pelo gris quienes deberían cada noche sentarse a leer Alicia en el país de las maravillas para estudiar los más oscuros problemas metafísicos.

...El niño, sin embargo, se halla en una posición mucho más ventajosa. Para él el mundo no es monotonía; por eso no necesita los libros. Ese algo irracional y poético que mueve en nosotros el Dong de la Nariz Luminosa puede moverlo en él el más familiar de sus tíos. Para despertar en un niño el sentido de lo extraño y lo humorístico no hace falta ponerle a nadie una nariz luminosa. Para el niño (que pertenece a la clase aún no nacida de los auténticos filósofos), es ya suficientemente extraño y humorístico tener una nariz.

Si cualquiera de nosotros volviera la vista a su niñez, recordaría que el sentido de lo sobrenatural se aferraba a menudo a algún objeto enteramente material e insignificante: un particular rellano en las escaleras, cierto árbol del parque, un recorte de cartulina o el pelo de una muñeca japonesa. Para el niño no hay necesidad del Sinsentido, pues el universo entero es un sinsentido para él en el más noble sentido de esa noble palabra. Un árbol es algo inmenso y fantástico; un burro, tan emocionante como un dragón. Él ve todos los objetos como a través de una lente de aumento: la margarita en el prado es tan enorme como un árbol del jardín de las Hespérides y unos guijarros en medio de un charco pueden convertirse en las Islas de los Bienaventurados.

El niño se halla en inferioridad de condiciones con respecto a nosotros en muchísimos aspectos: no posee el sentido de la experiencia, le falta el dominio de sí y, sobre todo, el conocimiento de las emociones profundas, esos grandes tormentos que hacen que merezca la pena vivir. Sin embargo, hay un único aspecto en que se muestra claramente superior. Nosotros hemos ido continuamente en busca de nuevos mundos estéticos, y la última de todas nuestras conquistas ha sido el descubrimiento del mundo del sinsentido; pero él ha logrado advertir ese mundo de un solo vistazo, y el primer vistazo es siempre el mejor".

G. K. Chesterton, Lectura y locura, Ediciones Espuela de Plata, 2008, pp. 33-35.

El permanente asombro de la posesión

He estado de viaje. Pero no por eso he dejado de leer. Un buen libro es siempre imprescindible compañero de viaje. En este caso ha sido Chesterton, autor máximamente recomendable. En un breve artículo -contenido en una recopilación recientemente publicada en España- Chesterton escribe sobre el valor de las cosas, hasta de las más cotidianas y aparentemente banales. El autor intenta escribir un artículo mientras los empleados de una agencia de mudanzas se van llevando progresivamente sus muebles y pertenencias, ya que está a punto de abandonar su casa de Londres para ir a vivir al campo. Con su ironía y profundidad acostumbrada el genial ensayista inglés escribe:

"...Vuelvo a mi mesa, aunque mejor sería decir que vuelvo a donde antes estaba mi mesa, pues ya se la han llevado con sigilo traidor mientras yo discurría sobre la muerte junto a la ventana. Me siento de nuevo y trato de escribir sobre las rodillas, labor verdaderamente difícil, sobre todo cuando uno no tiene nada sobre lo que escribir. Siento una extraña gratitud hacia el noble cuadrúpedo de madera que me sirve de asiento. ¿Quién soy yo para que los hijos de los hombres idearan y tallaran para mí cuatro patas de madera en lugar de las dos que me dieron los dioses?

El principal efecto de toda privación es acentuar la idea de valor. Quizá en un mundo mejor nos sea dado poseer de modo permanente junto con el permanente asombro de la posesión. Tal vez en algún país extranjero, más allá de las estrellas, sea posible al mismo tiempo poseer y disfrutar. Pero lo cierto es que en este mundo, por alguna afección de raigambre psicológica, para recordar que algo es nuestro necesitamos saberlo susceptible de desaparecer. Para nosotros el premio de la vida es el glorioso grito de los moribundos, un continuo morituri te salutant. En las cuatro esquinas de nuestro humano templo de la felicidad hay un cojo que señala un camino, un ciego adorando el sol, un sordo escuchando el canto de los pájaros y un hombre muerto dando gracias a Dios por su creación.

Empiezo a sentirme conmovido. Percibo los muchos misterios que oculta esta silla de cocina que bien podría llamarse (como en las universidades) Cátedra de Filosofía. Paseo arriba y abajo por la habitación regocijándome en el significado divino de las sillas. Rechazo, con gestos vehementes, la idea de esa democracia descolorida y tediosa según la cual ningún trono es más que una simple silla. Pues la verdadera democracia consiste en ver en cada silla un trono. Regreso entusiasmado a la silla, pero sin sentarme en ella, afortunadamente... porque la silla ya no está. De modo que me siento en el suelo, que los gigantescos operarios me aseguran (con cortesía elefantina) que de momento no se van a llevar".

G. K. Chesterton, Lectura y locura, Ediciones Espuela de Plata, 2008, pp. 18-20.