domingo, 23 de septiembre de 2012

La auténtica revolución

Homilía del 23 de septiembre de 2012, XXV domingo del tiempo ordinario:

Celebramos hoy la liturgia del vigésimo quinto domingo del tiempo ordinario. Nos acompañan hoy los amigos de la Casa de Asturias, que han querido unirse a nuestra celebración para honrar a la Santísima Virgen de Covadonga, la Santina, cuya fiesta se celebra en este mes. Estoy seguro de que todos los que habéis visitado su santuario guardáis un recuerdo imborrable del recogimiento y de la belleza de ese lugar. Y es que hay lugares, en nuestra tierra, que están marcados por la presencia de Dios y por la presencia de la Virgen. Covadonga es uno de ellos.

La liturgia de la Palabra de hoy nos presenta un claro contraste: Jesús acaba de anunciar a sus discípulos que va a ser entregado en manos de los hombres y que le espera la muerte; y añade algo insólito: que a los tres días resucitará. Les acaba de anunciar, por tanto, algo terrible e inaudito, su muerte y resurrección, y sin embargo los discípulos se ponen a discutir quién es el más importante entre ellos. Es como si un familiar te comunicara que tiene cáncer o, en positivo, que ha encontrado una cura para su enfermedad, y tú preguntaras dónde podías ir de vacaciones o qué tiempo hace.

Jesús anuncia su pasión, pues en Él se cumplen las palabras que hemos escuchado, del libro de la Sabiduría: “Tendamos una trampa al justo, porque nos molesta y se opone a lo que hacemos... Veamos si es cierto lo que dice, vamos a ver qué le pasa en su muerte... Condenémosle a una muerte ignominiosa, pues dice que hay quien mire por él”. El justo, el inocente, siempre es molesto, pues es un reproche silencioso para el que obra el mal.

Pero volvamos a los discípulos. ¿Veis? No eran muy diferentes de nosotros. No entendían lo que Jesús decía, y les daba miedo preguntar. Y en lugar de intentar entender al Maestro, en lugar de preguntarle por el sentido de sus palabras, volvían a sus pensamientos, a sus preocupaciones: ¿quién es el más importante entre nosotros? ¿Será Juan, el discípulo amado? ¿Será Pedro, que parece haberse convertido en nuestro jefe? ¿Será Judas, ya que el Maestro le ha confiado el dinero? Ellos mismos entienden que sus pensamientos no son los más adecuados, pues cuando Jesús les pregunta de qué habían discutido por el camino -y Él ya lo sabía- ellos se quedan callados, avergonzados. Entonces Jesús, lleno de paciencia, les reúne, se sienta y les dice: “Si alguno quiere ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos”.

Las palabras de Jesús son una verdadera revolución. El más importante es el que sirve, el que no busca el primer puesto, el que no busca su gloria, sino la de su hermano, el que busca la gloria de Dios. Pero los seres humanos vivimos en guerras y discordias. Lo dice hoy el apóstol Santiago, en la segunda lectura: “Codiciáis lo que no podéis tener y acabáis matando... combatís y hacéis la guerra... No alcanzáis lo que deseáis porque no se lo pedís a Dios... o si no lo recibís es porque pedís mal, para derrocharlo en placeres”.

Es la historia de la humanidad. El Papa acaba de recordar en el Líbano que es hipócrita hablar de paz y vender armas a las partes en conflicto, enriqueciéndose con la muerte de otros. A los seres humanos nos costará siempre este cambio de mentalidad, pero la historia del cristianismo nos da testimonio de una innumerable serie de personas que han tomado al pie de la letra las palabras de Jesús. Comenzando por los propios apóstoles, que se pusieron al servicio de sus comunidades y afrontaron peligros y sufrimientos por anunciar el Evangelio de Cristo. Y todos aquellos que se retiraron del mundo, renunciando a sus bienes, dándolos a los pobres, como San Antonio y los padres del desierto, o los monjes medievales que pusieron sus conocimientos al servicio de las aldeas y las gentes del campo, o los misioneros que fueron a vivir entre los más empobrecidos, o los evangelizadores, o los que fundaron hospitales y casas de misericordia, los que levantaron catedrales o fundaron universidades. Son muchos los que han seguido la indicación de Jesús. Y el hecho de que en la Iglesia haya habido, y quizá siga habiendo, algunas luchas de poder, algunas búsquedas injustificadas de protagonismo, forma parte de la naturaleza humana, siempre llamada a conversión, pero no puede hacernos olvidar que los mejores hijos de la Iglesia, los santos, han querido ser los últimos y así se han convertido en los primeros en el cielo.

Pero Jesús, en el Evangelio que hemos proclamado, añade un gesto a sus palabras: “Después, tomando a un niño, lo puso en medio de ellos, lo abrazó y les dijo: El que reciba en mi nombre a uno de estos niños, a mí me recibe. Y el que me reciba a mí, no me recibe a mí, sino al que me ha enviado”. Lo pedíamos en la oración colecta, al principio de la eucaristía: “Concédenos descubrirte y amarte en nuestros hermanos para que podamos alcanzar la vida eterna”.

La vida se nos da para hacer el bien, para amar. Como hacían los caballeros andantes -y esta ciudad es un buen sitio para recordarlo- cada uno de nosotros podemos ayudar a desfazer entuertos, acudiendo en auxilio del humilde y del inocente. Podemos cuidar a los niños, acercándoles a Cristo. Podemos ser defensores de los más frágiles. Podemos aprender a servir, aprender a amar. La Iglesia es creíble en sus santos, en quienes no buscan los primeros puestos y sólo los aceptan si es voluntad inequívoca de Dios para servicio del pueblo cristiano. Recordemos que los Papas se consideran a sí mismos “siervos de los siervos de Dios”.

Tenemos mucho trabajo, pero es un trabajo precioso. Vivir relaciones de amistad y de fraternidad, no de poder. Ser padres y madres, no dueños o amos. Buscar cada uno el bien y la alegría de los demás, y no únicamente nuestro propio interés. Nos interesa obrar así para ser felices y para entrar en el Reino de los Cielos. Cristo nos ha precedido en el camino, dejándonos el icono del amor entregado, la Cruz gloriosa. La Virgen, hoy Santina de Covadonga, nos abre sus brazos para acogernos en la familia de los creyentes. Aprendamos en la escuela de Jesús y de María. Que así sea.


Juan Miguel Prim Goicochea