sábado, 9 de mayo de 2009

No se puede vivir sin Dios

Hace unos días recogía una cita del sacerdote ortodoxo ruso Pavel Florenski. Hoy ofrezco el breve relato de su conversión, del momento en que la luz de Cristo resucitado entró de manera imprevisible e inmerecida en la noche oscura de su alma, de su mundo sin Dios:

"Dormía con un sueño profundísimo, semejante a un desfallecimiento, hasta el punto de que ni siquiera soñaba, o al menos me olvidaba de mis sueños al despertar. Igualmente fuerte era la sensación o, mejor dicho, la percepción mística de la oscuridad, del no ser, de la clausura...

Era una sensación semejante a la del hombre que ha sido sepultado vivo y siente por encima de él verstas y verstas [kilómetros] de tierra impenetrable. Frente a esa oscuridad hasta la noche más negra parecía luminosa; era una oscuridad espesa y densa, una tiniebla absoluta que me envolvía y me sofocaba...

Con una firmeza que no admitía dudas sentía la impotencia de cuanto me había interesado hasta aquel momento en la zona de oscuridad en la que había caído. Allí estaban mis necesidades, mis sufrimientos. Evidentemente también debían estar mis recursos y mis gozos. Los estaba buscando, pero no los encontraba; me lanzaba hacia la salida, pero chocaba con las paredes y me perdía entre subterráneos y pasadizos. Fui presa de una gran desesperación y tuve que admitir la imposibilidad de salir de allí, la evidencia de haber quedado separado definitivamente del mundo visible.

En ese instante un rayo sutilísimo, que era o una luz invisible o un sonido imperceptible, me comunicó un nombre: Dios. No era todavía una iluminación ni un renacimiento, sino simplemente la noticia de una posible luz. No obstante, contenía la esperanza y al mismo tiempo la conciencia tumultuosa e imprevista de que la muerte o la salvación estaban en ese nombre y en ninguna otra parte. No sabía qué hacer para salvarme. No comprendía dónde había acabado y por qué en ese lugar las cosas de la tierra no tenían efecto. Pero me encontré cara a cara con un hecho nuevo, tan incomprensible como indiscutible: existía un reino de las tinieblas y de la muerte y de él venía la salvación. Fue una revelación imprevista, como en las montañas, cuando, en medio de un mar de niebla, se abre un resquicio y asoma de improviso un precipicio amenazante. Para mí fue una revelación, un descubrimiento, un shock, un golpe. Gracias a ese golpe me desperté de repente, como sacudido por una fuerza externa y sin saber por qué, pero, extrayendo las conclusiones de cuanto me había sucedido, grité por toda la habitación: No, no se puede vivir sin Dios".

P. Florenski, Cartas de la prisión y de los campos, Eunsa 2005, p. 21.