domingo, 9 de septiembre de 2012

Dios está a un milímetro de nosotros

Homilía del domingo 9 de septiembre de 2012, XXIII del tiempo ordinario:

"Todo lo ha hecho bien; hace oír a los sordos y hablar a los mudos". Con estas palabras nos describe el Evangelio de hoy la reacción de quienes veían a Jesús actuar cada día, acercándose a las miserias humanas para poner su mano salvadora y curar las enfermedades físicas y espirituales. En este episodio evangélico Jesús cura a un sordomudo. Dice el Evangelio que "le metió los dedos en los oídos y con la saliva le tocó la lengua". El domingo pasado la primera lectura, del Deuteronomio, se preguntaba admirada: "¿Hay alguna nación tan grande que tenga dioses tan cerca como lo está el Señor Dios de nosotros, siempre que lo invocamos?". Hoy tenemos la confirmación de esta cercanía de Dios: haciéndose hombre, en Jesucristo, Dios llega a tocar, con sus propios dedos, nuestras heridas, nuestra humanidad doliente.

Ya lo había anunciado el profeta Isaías, en el pasaje que hemos proclamado hace un instante: "Mirad a vuestro Dios, que trae el desquite, viene en persona, resarcirá y os salvará". Pero ¿cómo describe Isaías la salvación? "Se despegarán los ojos del ciego, los oídos del sordo se abrirán, saltará como un ciervo el cojo, la lengua del mudo cantará". La salvación del hombre es descrita por la Palabra de Dios como una sanación de nuestras facultades, de nuestras capacidades, que han perdido su capacidad de "ver" a Dios, de "escuchar" su voz, de dialogar con Él. En una reciente entrevista, con ocasión de la publicación de una carta pastoral para el Año de la Fe, el cardenal de Milán dice: "Dios está siempre a un milímetro de cada ser humano. ¿Qué es un milímetro? Casi nada. Pero nosotros  corremos el riesgo de no darnos cuenta". ¡Cuántas personas, después de su muerte, exclamarán: no lo sabía, Dios estaba ahí, a mi lado, y no me di cuenta! Y también nosotros nos daremos cuenta, llenos de un dolor que nos purificará, de cuántas ocasiones hemos perdido, de cuántos días hemos vivido solos, sin percibir que a un milímetro estaba Dios, haciéndonos compañía.

El milagro que necesitamos es recuperar nuestra capacidad de ver y de alabar a Dios. En un librito llamado El sentido del asombro, escrito en 1956 pero publicado ahora en España, la autora Rachel Carson escribe: "El mundo de los niños es fresco, nuevo y precioso, lleno de asombro y emoción. Es una lástima que para la mayoría de nosotros esa mirada clara, que es un verdadero instinto para lo que es bello y que inspira admiración, se debilite e incluso se pierda antes de hacernos adultos". Los que sois abuelos, y los padres con niños pequeños sabéis que es así. La mirada del niño, cuando no está atrapada por la consola o el ordenador, está llena de asombro y de preguntas. ¿Y esto qué es? ¿Y para qué sirve? ¿Y quién lo ha hecho? ¿Y por qué? Toda la realidad es un gran signo de interrogación, que nos hace admirarnos y explorar, a la búsqueda del significado total.

La autora narra en este pequeño libro, que os recomiendo, las aventuras pasadas junto a su sobrino en los bosques y en el mar, junto a la costa de Maine. Y hablando de la educación de los primeros años de la vida de un niño dice: "Los años de la infancia son el tiempo para preparar la tierra. Una vez que han surgido las emociones, el sentido de la belleza, el entusiasmo por lo nuevo y lo desconocido, la sensación de simpatía, la compasión, la admiración o el amor, entonces deseamos un conocimiento acerca del objeto de nuestra conmoción. Una vez que lo encuentras tiene un significado duradero. Es más importante preparar el camino del niño que quiere conocer, que darle un montón de datos que no está preparado para asimilar". Me parece ésta una buena recomendación para padres y educadores. De hecho, como escribe la autora: "Para mantener vivo en un niño su innato sentido del asombro... se necesita la compañía, al menos, de un adulto con quien poder compartirlo, redescubriendo con él la alegría, la expectación y el misterio del mundo en que vivimos". Nosotros podemos ser esos adultos que ayuden a los más pequeños a abrir los ojos, o a no cerrarlos, ante las maravillas del mundo.

La Iglesia confía esa educación, en primer lugar, a la familia, a los padres, a los abuelos. Y ofrece la ayuda de la parroquia, del colegio, de la catequesis, de los sacramentos. Ahora que empezamos un nuevo curso escolar y pastoral, comprometámonos todos en la educación de los niños y los jóvenes. Pero, ¿por dónde empezar? Por el primero de los sacramentos: el Bautismo. En los primeros siglos del cristianismo este sacramento era llamado "iluminación", porque en él nuestros ojos se abren al mundo de la fe, reciben la capacidad de ver las cosas de Dios. Y hay un rito, dentro de la celebración del bautismo, que aun siendo opcional yo creo que siempre habría que hacer. Es el  rito llamado "Effetá", en el que el sacerdote, tocando los oídos y la boca del niño, dice: "El Señor Jesús, que hizo oír a los sordos y hablar a los mudos, te conceda, a su tiempo, escuchar su Palabra y proclamar la fe". "Effetá", como nos recuerda hoy el Evangelio, significa "Ábrete". ¡Qué sabiduría, la de la Iglesia, que sabe que el ser humano, necesita, desde su más tierna infancia, la ayuda de Dios, la compañía de los adultos, para abrirse, para aprender a mirar el mundo! ¡Y que necesita la ayuda de la Iglesia, de la comunidad cristiana, para escuchar -a su tiempo- la Palabra de Dios, para alabarle.

Somos seres litúrgicos, nuestra vocación es la alabanza. "¡Alaba, alma mía, al Señor!", hemos rezado con el salmista. Si somos capaces de asombrarnos, si tenemos ojos para las maravillas de Dios, entonces podremos dar gloria al autor de tanta belleza. No nos hacen falta riquezas -como nos recuerda hoy el apóstol Santiago-, ni una salud a prueba de bombas, ni es necesario que todos hablen bien de nosotros. Lo único que necesitamos es que nuestros ojos vean, que nuestros oídos escuchen y que nuestra boca proclame la grandeza de nuestro Dios. Todo lo demás lo tendremos, multiplicado, en la vida eterna. Os deseo un feliz domingo y una buena semana, en el asombro del amor de Dios, que toca nuestra humanidad por medio de su Cuerpo glorioso, que es Jesucristo Resucitado, presente en su Iglesia. ¡Que nuestra Señora, la Virgen del Val nos sostenga con su intercesión materna!


Juan Miguel Prim Goicoechea