domingo, 13 de septiembre de 2009

¿Quién dices tú que soy Yo?

Homilía del domingo 13 de septiembre de 2009 (XXIV del tiempo ordinario, ciclo B)

"“¿Quién dice la gente que soy yo?” Es la pregunta que Jesús dirige a sus discípulos en el Evangelio de hoy. Es como si Jesús preguntara: “¿Qué piensa la gente de mí? ¿Quién creen que soy yo?” Es una pregunta que no tendría sentido si Jesús no tuviera la pretensión de ser alguien especial.

El otro día, en una reunión de sacerdotes -hablando de los objetivos y de las iniciativas del Año Sacerdotal- un párroco proponía preguntar a nuestros fieles qué piensan de nosotros como sacerdotes, para así saber mejor en qué hemos de corregirnos y qué espera el pueblo de Dios de nosotros. Es interesante, desde luego, ya que es fácil que la imagen que tenemos de nosotros no coincida con el modo en que nos ven los demás. ¿Es eso lo que pretende Jesús al preguntar “¿quién dice la gente que soy yo?” Me parece que no. Jesús no está preocupado por su popularidad, ni por su imagen. Jesús puede leer en los corazones de sus amigos y de sus adversarios, como tantas veces vemos en el Evangelio. No es por curiosidad por lo que hace la pregunta a sus discípulos. Es para que ellos mismos se hagan la pregunta.

Ellos responden enumerando las opiniones que los judíos tenían sobre Jesús: “Unos dicen que eres Juan Bautista”, porque el pueblo estimaba a Juan, que había muerto injustamente por el odio de Herodías y la pusilanimidad de Herodes y pensaban que Dios lo había enviado de nuevo en Jesús, para continuar su misión profética; “Otros dicen que eres Elías”, el gran profeta de Israel, arrebatado al cielo en un carro de fuego, y del que la tradición judía decía que volvería en los tiempos mesiánicos; “otros que uno de los profetas”... es decir, que en realidad el pueblo creía en Jesús como profeta de Israel, veía en él algo especial, lo veía como enviado de Dios.

¡Qué diferencia entre aquellos tiempos y los nuestros! Todos los hombres y mujeres de aquella época creían en Dios, aunque luego pudieran ser impíos o pecadores. Hay un salmo que expresa bien la mentalidad del hombre de casi todas las épocas, menos la nuestra: “Dice el necio para sí: no hay Dios”. Ese versículo del salmo 14 expresa el sentido común del hombre sano: negar a Dios es una necedad, decir que no hay Dios es propio de necios. ¡Cuántos necios hay entonces hoy! Porque hoy lo raro es decir que hay Dios. El necio -hoy- es el hombre creyente, el que sigue creyendo en el mito de Dios, como hoy dirían tantos “profetas” posmodernos.

Hace veinte o treinta años todavía podía darse un fenómeno como Jesucristo Superstar, que llegó a España en 1975. Se trataba desde luego de una visión reductiva de la figura de Jesús, propia de la ideología de la época, pero ponía de manifiesto que Jesús de Nazaret era aún un referente en el mundo de la cultura y de las masas. Hoy algo así parecería imposible. Cuando hace unos años llegó a las pantallas La Pasión de Cristo de Mel Gibson la crítica la despachó rápidamente denunciándola como violenta y sádica, ¡como si Jesús hubiera muerto en la cama, de muerte natural!

“¿Quién dice la gente que soy yo?” ¿Qué responden los hombres de nuestro tiempo a esta pregunta de Jesús? “Unos, que no exististe, que te inventaron los cristianos; otros, que fuiste un judío marginal, opuesto a la casta sacerdotal de la época; otros, que un idealista que acabó mal”. En cualquier caso, nadie al que prestar mucha atención, pues aunque la fe cristiana haya marcado la historia, el arte y la cultura, se trata de algo del pasado, de algo felizmente superado.

“Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?”. Esta es la pregunta radical. No qué piensa la gente de Cristo -pues eso no nos dice sino cuál es el estado actual de nuestra cultura-, sino quién decimos nosotros, los cristianos, los discípulos de Jesús, que es Él.

Pedro, en nombre de los Doce, dijo: “¡Tú eres el Mesías!”, el Ungido, el enviado de Dios. Los discípulos sí habían comprendido quién era Jesús, pero su mentalidad todavía no había cambiado, seguían anclados en sus ideas de las cosas, como se ve en la actitud de Pedro: cuando Jesús anuncia su Pasión, Muerte y Resurrección Pedro se lo lleva aparte e intenta disuadirlo -con toda su buena intención-, pero Jesús -en presencia de los discípulos- increpa a Pedro: “¡Quítate de mi vista, Satanás! ¡Tú piensas como los hombres, no como Dios!” Son las palabras más duras que Jesús dirige a Pedro, el primero entre los discípulos. Le duele más la mentalidad de Pedro que su misma traición. Y es que el problema, hermanos, no es que seamos coherentes, sino que conozcamos a Cristo, que sepamos realmente quién es, que decidamos seguirle como Él quiere ser seguido: “¡El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Pues el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mí y por el Evangelio la salvará”.

¿Quién quiere perder la vida? Yo no, desde luego. Yo quiero salvarla, quiero ser feliz, estar en paz. Pero Jesús me dice cómo estoy hecho, cómo puedo ser feliz. Ya lo decía San Agustín: “Todos están de acuerdo en que quieren ser felices, pero no están de acuerdo de en qué consiste la felicidad”... en los honores, los placeres, las riquezas, el poder, la fama, en Dios...

Jesús me dice que para salvarme debo perderme, lo cual parece contradictorio... pero si lo miro a Él lo entiendo. Dando mi vida, gastándome por aquellos que amo, seré feliz. “La puerta de la felicidad se abre hacia fuera, y a quien intenta abrirla hacia dentro se le cierra cada vez más”. De esto son testigo todos lo que aman: los padres y madres, los enamorados, los buenos amigos, los santos... Nos lo recuerda hoy también el apóstol Santiago: “La fe, si no tiene obras, por sí sola esta muerta”.

Os pongo un ejemplo de ayer mismo. Tengo un amigo sacerdote que es capellán en la cárcel de menores de Brea de Tajo. Comenzó a visitar la cárcel porque el Obispo se lo pidió. Hoy, un año después, acompaña a un grupo de jóvenes presos con los que se encuentra cada domingo, hablan de la vida, de la libertad, de la fe y se están dando casos de verdaderos cambios de mentalidad. Este sacerdote nos comunicaba anoche su alegría, porque ha visto que la fe cuando se pone en obra cambia la vida.

Mañana celebra la Iglesia la Exaltación de la Santa Cruz: ¡no temamos la Cruz de Cristo, pues es Cruz de Amor y de Gloria! ¡Amemos la Cruz de Cristo, pues es la señal de nuestra victoria! ¡No temamos dar la vida, pues hay más gozo en dar que en recibir!

¡Qué María Santísima, a la que estamos honrando en estos días en la novena de la Virgen del Val, nos enseñe a dar la vida con alegría! ¡Qué María Santísima, a la que hoy invocamos como Santina de Covadonga, junto con los amigos de la Casa de Asturias, nos haga amar la vida y encontrar el camino de la felicidad verdadera!"

Juan Miguel Prim

domingo, 6 de septiembre de 2009

Effetá, ábrete

Homilía del domingo 6 de septiembre de 2009 (XXIII del tiempo ordinario, ciclo B)

"La liturgia de la Palabra de este día nos habla de oídos que se abren, de lenguas que se destraban y ojos que se despegan. El profeta Isaías anunciaba en la primera lectura los tiempos del Mesías: “Sed fuertes, no temáis. Mirad a vuestro Dios, que trae el desquite, viene en persona... Se despegarán los ojos del ciego, los oídos del sordo se abrirán..., la lengua del mudo cantará”.

Y en el Evangelio, en el capítulo séptimo de San Marcos, se narra la curación de un sordomudo. Llama la atención el modo en que Jesús realiza el milagro. Dice el texto evangélico que: “apartándolo de la gente a un lado, le metió los dedos en los oídos y con la saliva le tocó la lengua” -¡no parece un gesto muy apropiado para estos tiempos, en los que estamos tan sensibilizados con la transmisión de la gripe!-. Jesús podría curar con sólo su palabra, pero quiere tocar al enfermo. Igual que Dios pudo crear en el origen nuestro universo con sola su Palabra, pero no desdeñó usar sus manos -el Hijo y el Espíritu- para modelar al hombre del barro de la tierra. Es decir, Dios nos creó y Cristo nos recrea. Hay en la curación de este sordomudo un gusto a nueva creación. Necesitamos que Cristo nos toque y libere nuestros sentidos.

Dice el Evangelio: “... y mirando al cielo suspiró y le dijo: Effetá, ábrete”. Effetá, esta palabra evoca inmediatamente uno de los ritos del Bautismo, que desgraciadamente desde hace unos años no siempre se realiza en la administración del sacramento. El sacerdote, tras haber ungido y haber bautizado a la criatura, toca con su dedo pulgar los oídos y la boca del niño mientras dice: “El Señor Jesús, que hizo oír a los sordos y hablar a los mudos, te conceda, a su tiempo, escuchar su Palabra y proclamar la fe, para alabanza y gloria de Dios Padre. Amén”.

Este rito bautismal, llamado exactamente Effetá, indica uno de los efectos en nosotros del bautismo, es decir, de la gracia de Cristo: nuestros oídos, nuestra inteligencia, se abren para que podamos escuchar y comprender la voz de Dios. Y nuestra boca, nuestra lengua, recibe el poder de proclamar las maravillas de Dios. Cristo toca nuestra vida para que no seamos sordos y mudos, para que no seamos irracionales como caballos y mulos -la imagen no es mía sino de la Sagrada Escritura-, para que podamos alabar y dar gloria a Dios Padre.

Si los cristianos no oímos la voz de Dios, decidme, ¿de qué vamos a vivir? ¿Qué va a llenar nuestros pensamientos, en qué vamos a soñar, qué vamos a desear? Seremos esclavos de un mundo finito, cerrado sobre sí mismo, asfixiante. Si nuestros oídos no están abiertos, por la gracia de Dios, sólo retumbarán en nuestras cabezas nuestros propios temores, nuestros miedos, nuestras pesadillas, una y otra vez repetidas. ¿No es así, hermanos, muchas veces en nuestra vida?

Y si nuestros labios no se abren a la alabanza, si no cantan las maravillas de Dios, ¿para qué sirven? ¿Para una cháchara vacía, superficial, inútil? ¡Cuántas palabras se emiten todos los días que no valen nada, que tan pronto como se pronuncian caen en la nada, pues no han pasado -adquiriendo calor y verdad humanas- por la mente y el corazón! La tradición cristiana ha invitado siempre a velar sobre nuestros sentidos, comparando al ser humano con una fortaleza en la que no debe entrar el enemigo. Los centinelas son los sentidos, los ojos, los oídos... No todo nos conviene, hermanos. Hemos de elegir, hemos de preferir ver y escuchar aquello que es noble, que es verdadero, que es bueno. Y también debemos velar sobre lo que sale de nuestros labios, pues podemos hacer mucho mal con nuestros comentarios, con nuestros juicios sin piedad... Effetá, ábrete al bien, a la verdad, a la belleza que Dios continuamente crea.

Pero para oír la Palabra no basta tener los oídos abiertos. Hace falta que se proclame la Palabra. Para ver cosas grandes no basta tener ojos que ven, es necesario estar ante cosas grandes, volver nuestros ojos a la Presencia de Cristo Resucitado. Nuestro problema, hermanos, es que casi siempre separamos las palabras cristianas de los hechos que manifiestan su verdad. Pero como dice uno de los documentos más importantes del Concilio Vaticano II la Revelación, es decir, la comunicación de Dios a los hombres, se produce por “hechos y palabras intrínsecamente unidos”. Y San Agustín decía: “en nuestras manos están los códices -es decir, la sagrada escritura-, en nuestros ojos los hechos”. No podemos reducir el cristianismo a palabras, aunque sean palabras de la tradición cristiana. Necesitamos ver hechos, es decir, necesitamos testigos.

Pablo VI dijo en una ocasión que “el hombre de hoy escucha con más gusto a los que dan testimonio que a los que enseñan, o si escucha a los que enseñan es porque dan testimonio”. Tenemos necesidad de testigos, más que de maestros. Porque podemos escuchar con gusto a un maestro, pero luego ser incapaces de poner en práctica sus enseñanzas. Sin embargo el testigo nos mueve, porque nos conmueve.

El domingo pasado os proponía dos testimonios, el de la mujer curada milagrosamente en Lourdes y el de una mujer ecuatoriana cuya vida triste y dramática había cambiado gracias al encuentro con la Iglesia. Hoy quiero proponeros un testimonio más cercano, el de una joven que durante cuatro años ha participado de la vida de nuestra parroquia. Sofía, estudiante de medicina, a la que muchos de vosotros conocéis, el pasado viernes en la oración de jóvenes en el oratorio de San Felipe Neri anunciaba su próxima entrada en un Monasterio de Clarisas. Os leo solamente dos párrafos del testimonio que ella ha escrito:

“Mi vida ha sido de lo más normal. Hasta el paso a la Universidad yo he vivido junto a mis padres y hermanas en Manzanares (Ciudad Real). Fui a un colegio de religiosas. He crecido en un ambiente cristiano, no sólo en el colegio sino, sobre todo, en mi casa. Recuerdo que con 13 años ya tenía claro que mi vida era para entregarla a Dios, y mi mayor deseo era poder dedicarme a ayudar a los pobres de África. Y fue precisamente por este deseo por el que años después comencé la carrera de Medicina en Alcalá de Henares. Ahora tengo 22 años. Hace unos meses terminé 4º de Medicina y, si Dios quiere, el próximo 4 de octubre haré mi entrada en el Monasterio de Clarisas de la Aguilera, donde hace dos años -cosas del Misterio- entró mi hermana gemela, Estefanía.

A lo largo de todos estos años Dios me ha ido poniendo delante circunstancias y personas muy concretas a través de las cuales he ido conociendo Quién es Cristo. Para mí Cristo no es una idea o un pensamiento, y la fe no es un bonito sentimiento. Para mí Cristo es una Persona, real y presente, aquí y ahora, y la fe es ese gran Don que se nos concede dentro de la Iglesia y que nos permite conocer, reconocer tal Presencia. Realmente no hay que ir a ningún sitio en especial, no hay que salir de la realidad en la que cada uno vive, donde se le puede reconocer, donde se le puede encontrar. Ha sido a través de testigos, a través de testimonios de vida que me han remitido a Otro.

Y es que podemos pasar por encima de la vida como el surfista pasa por encima de las olas, sin preguntarnos, sin estremecernos, sin conmovernos ante hechos que ven nuestros ojos. Podemos pasar por la vida sin juzgar la realidad que vivimos, sin ir hasta el fondo... Yo simplemente he mirado a mi alrededor y he encontrado a personas que viven de una forma distinta. Todos conocemos tales personas que nos llaman la atención porque tienen ese “algo especial”, como solemos decir con frecuencia... personas ante cuyas vidas me he preguntado por qué viven así o Quién hace posible que vivan así. También ante la persona de Jesús se preguntaban “¿quién es éste?, porque no era como los demás. Y lo que he encontrado en estas personas ha sido a Cristo”.

Termino: “Éste es mi deseo -dice Sofía-, que todos conozcan a Cristo... Mi vida por Cristo y desde Él, y a través de la oración, por todos vosotros, por toda la humanidad. Es desde la oración el modo en el que puedo llegar a todos abrazaros a todos”. Hermanos, que Cristo nos abra los ojos y el corazón para dejarnos conmover por testimonios como éste".

Juan Miguel Prim