domingo, 1 de noviembre de 2009

Los mejores hijos de la Iglesia

Homilía del domingo 1 de noviembre de 2009 (XXXI del tiempo ordinario, ciclo B)

Queridos hermanos, con gran alegría celebramos hoy, 1 de noviembre, la Solemnidad de Todos los Santos. La feliz circunstancia de que este año la celebración de Todos los Santos coincida con el domingo, el Día del Señor, nos ayuda a comprender mejor el sentido de esta fiesta.

La Iglesia propone al mundo un modelo de humanidad, un ideal de hombre y de mujer. Para algunas culturas, como la civilización griega, la máxima realización de la grandeza humana se identificaba con la sabiduría, siendo el filósofo o el sabio el hombre en plenitud. El problema es que sólo algunos conseguían esa dignidad. En otras culturas, como la romana, el hombre ideal era el guerrero, el jefe militar que rendía pueblos e imponía la ley de Roma. Y así eran los hombres de armas, los políticos astutos, los que podían elevarse a la gloria de los Arcos de Triunfo que han llegado hasta nuestros días. Ha habido épocas, como el Renacimiento, en que el hombre ideal era el inventor, o el artista, o el príncipe. Y en nuestros días, por desgracia, el ideal humano es el de los que triunfan, los que tienen éxito, sin importar realmente el mérito de sus conquistas o la moralidad de sus triunfos.

Frente a estos, y otros muchos modelos de humanidad que las diversas civilizaciones han soñado, ¿que propone la Iglesia? ¿Qué propuso Cristo? Jesús no elogió al César, ni al Sumo Sacerdote, no señaló como ideal al hombre rebelde que conquista violentamente su libertad, ni al hombre de negocios que astutamente sabe aumentar día tras día sus beneficios. Jesús proclamó dichosos a los pobres en el espíritu; a aquellos cuya humanidad se conmueve ante el que llora y sufre; a los que tienen hambre y sed de justicia, de verdad, de paz; a los que tienen un corazón limpio y misericordioso; a los que aceptan la persecución sin negar la verdad y están dispuestos a dar su vida por amor, por el amor de Cristo. A esos llamó Jesús dichosos, bienaventurados, santos. Es lo que hemos oído en el Evangelio de la fiesta de hoy. “Estad alegres y contentos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo”.

Hermanos, nuestro ideal de hombre es Jesucristo. Nosotros miramos su Humanidad divinizada y deseamos “tener los mismos sentimientos de Cristo Jesús”. Él es el Hombre de las bienaventuranzas, el Dios con nosotros. Nuestro ideal es la santidad. “Seréis santos porque Yo, vuestro Dios, soy Santo”.

La Iglesia del siglo IV, al comenzar a usar las basílicas romanas para sus celebraciones eucarísticas, decoró sus paredes y sus arcos no con héroes, caudillos o personajes mitológicos, sino con los mártires y los santos. Esa era y es la humanidad que la Iglesia celebra y propone a todos sus hijos. Por eso la Solemnidad de Todos los Santos -con la que comienza el mes de noviembre- es un recordatorio, un anuncio del camino que el Señor nos propone para alcanzar nuestra felicidad, nuestra bienaventuranza. Si quieres ser grande, nos dice el Señor, aspira a la santidad, desea participar de la humanidad de Cristo, de la humanidad de los santos. Ellos son, como dice el Prefacio de la Liturgia de hoy, “los mejores hijos de la Iglesia”.

En el catálogo de los santos hay hombres y mujeres, ancianos y niños, sacerdotes y laicos, esposos y religiosas... La santidad no conoce barreras de raza, sexo o condición social. Así nos lo enseña la Iglesia en cada canonización, haciéndonos ver -con amor de Madre- que todos podemos alcanzar nuestro destino, ya que el Destino, que es Cristo, ha venido a nosotros, acompañándonos en el camino de la vida.

Decía hace unos años el papa Benedicto XVI al celebrar esta misma Solemnidad:

“Hoy contemplamos el misterio de la comunión de los santos del cielo y de la tierra. No estamos solos; estamos rodeados por una gran nube de testigos... ¡Alégrese el cielo y exulte la tierra! El glorioso ejército de los santos intercede por nosotros ante el Señor, nos acompaña en nuestro camino hacia el Reino y nos estimula a mantener nuestra mirada fija en Jesús, nuestro Señor, que vendrá en la gloria de sus santos”.

La lectura del Apocalipsis que hemos proclamado habla de 144.000 “marcados”, pero no nos engañemos. No es ese el número de los salvados, pues el número 144, resultado de multiplicar 12 por 12 es una cifra simbólica del pueblo de Israel, un número de elección y de plenitud. Y además, el texto dice a continuación que “después apareció en la visión una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de toda nación, raza, pueblo y lengua, de pie delante del trono y del Cordero, vestidos con vestiduras blancas y con palmas en las manos”.

“Este es el grupo que viene a tu presencia, Señor”, hemos cantado en el salmo. Esta es la Iglesia, el pueblo de los santos. Repetidas veces ha dicho el Santo Padre que el verdadero rostro de la Iglesia se manifiesta en los santos y en la belleza de la vida eclesial. Lo dijo siendo aún cardenal Ratzinger, en la famosa entrevista con Vitorio Messori, que dio lugar al libro Informe sobre la fe:

“La única apología verdadera del cristianismo puede reducirse a dos argumentos: los santos que la Iglesia ha elevado a los altares y el arte que ha surgido en su seno. El Señor se hace creíble por la grandeza sublime de la santidad y por la magnificencia del arte desplegadas en el interior de la comunidad creyente... Si la Iglesia debe seguir convirtiendo, y por lo tanto humanizando, el mundo, ¿cómo puede renunciar en su liturgia a la belleza que se encuentra íntimamente unida al amor y al esplendor de la Resurrección? No, los cristianos no deben contentarse fácilmente; deben hacer de su Iglesia hogar de la belleza -y por lo tanto de la verdad- sin la cual el mundo no sería otra cosa que antesala del infierno”.

Pues bien, hermanos, frente a un mundo que celebra el terror de los muertos y la mascarada de brujas y vampiros, testimoniemos con humildad y caridad la belleza de nuestra fe, la esperanza de nuestro destino, que sobrepasa las fronteras de la muerte, y la grandeza de nuestra vida llamada a la santidad. Dice el apóstol Juan que “ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos... Seremos semejantes a Él, porque lo veremos tal cual es”.

Y pidamos para todos nuestros seres queridos que han muerto en el Señor, la participación en la gloria de los Santos. Que así sea.

Juan Miguel Prim Goicoechea