miércoles, 26 de septiembre de 2012

Otra lógica: lo grande y lo pequeño

En el Ángelus de este pasado domingo, comentando el Evangelio, Benedicto XVI describe genialmente la diferencia entre Dios y nosotros:

"La lógica de Dios es siempre 'otra' respecto a la nuestra, según lo revelado por Dios a través del profeta Isaías: "Porque mis pensamientos no son vuestros pensamientos, ni vuestros proyectos son mis proyectos" (Is 55,8). Por ello, seguir al Señor le exige siempre al hombre una profunda conversión, de todos nosotros, un cambio en el modo de pensar y de vivir, le obliga a abrir el corazón a la escucha para dejarse iluminar y transformar interiormente.

Un punto-clave en el que Dios y el hombre se diferencian es el orgullo: en Dios no hay orgullo, porque Él es toda la plenitud y está siempre dispuesto a amar y a dar vida; en nosotros los hombres, sin embargo, el orgullo está profundamente arraigado y requiere una vigilancia constante y una purificación.

Nosotros, que somos pequeños, aspiramos a vernos grandes, a ser los primeros, mientras que Dios que es realmente grande, no teme abajarse y ser el último.

Y la Virgen María está perfectamente 'sintonizada' con Dios: invoquémosla con confianza, a fin de que nos enseñe a seguir fielmente a Jesús en el camino del amor y de la humildad".

Benedicto XVI

domingo, 23 de septiembre de 2012

La auténtica revolución

Homilía del 23 de septiembre de 2012, XXV domingo del tiempo ordinario:

Celebramos hoy la liturgia del vigésimo quinto domingo del tiempo ordinario. Nos acompañan hoy los amigos de la Casa de Asturias, que han querido unirse a nuestra celebración para honrar a la Santísima Virgen de Covadonga, la Santina, cuya fiesta se celebra en este mes. Estoy seguro de que todos los que habéis visitado su santuario guardáis un recuerdo imborrable del recogimiento y de la belleza de ese lugar. Y es que hay lugares, en nuestra tierra, que están marcados por la presencia de Dios y por la presencia de la Virgen. Covadonga es uno de ellos.

La liturgia de la Palabra de hoy nos presenta un claro contraste: Jesús acaba de anunciar a sus discípulos que va a ser entregado en manos de los hombres y que le espera la muerte; y añade algo insólito: que a los tres días resucitará. Les acaba de anunciar, por tanto, algo terrible e inaudito, su muerte y resurrección, y sin embargo los discípulos se ponen a discutir quién es el más importante entre ellos. Es como si un familiar te comunicara que tiene cáncer o, en positivo, que ha encontrado una cura para su enfermedad, y tú preguntaras dónde podías ir de vacaciones o qué tiempo hace.

Jesús anuncia su pasión, pues en Él se cumplen las palabras que hemos escuchado, del libro de la Sabiduría: “Tendamos una trampa al justo, porque nos molesta y se opone a lo que hacemos... Veamos si es cierto lo que dice, vamos a ver qué le pasa en su muerte... Condenémosle a una muerte ignominiosa, pues dice que hay quien mire por él”. El justo, el inocente, siempre es molesto, pues es un reproche silencioso para el que obra el mal.

Pero volvamos a los discípulos. ¿Veis? No eran muy diferentes de nosotros. No entendían lo que Jesús decía, y les daba miedo preguntar. Y en lugar de intentar entender al Maestro, en lugar de preguntarle por el sentido de sus palabras, volvían a sus pensamientos, a sus preocupaciones: ¿quién es el más importante entre nosotros? ¿Será Juan, el discípulo amado? ¿Será Pedro, que parece haberse convertido en nuestro jefe? ¿Será Judas, ya que el Maestro le ha confiado el dinero? Ellos mismos entienden que sus pensamientos no son los más adecuados, pues cuando Jesús les pregunta de qué habían discutido por el camino -y Él ya lo sabía- ellos se quedan callados, avergonzados. Entonces Jesús, lleno de paciencia, les reúne, se sienta y les dice: “Si alguno quiere ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos”.

Las palabras de Jesús son una verdadera revolución. El más importante es el que sirve, el que no busca el primer puesto, el que no busca su gloria, sino la de su hermano, el que busca la gloria de Dios. Pero los seres humanos vivimos en guerras y discordias. Lo dice hoy el apóstol Santiago, en la segunda lectura: “Codiciáis lo que no podéis tener y acabáis matando... combatís y hacéis la guerra... No alcanzáis lo que deseáis porque no se lo pedís a Dios... o si no lo recibís es porque pedís mal, para derrocharlo en placeres”.

Es la historia de la humanidad. El Papa acaba de recordar en el Líbano que es hipócrita hablar de paz y vender armas a las partes en conflicto, enriqueciéndose con la muerte de otros. A los seres humanos nos costará siempre este cambio de mentalidad, pero la historia del cristianismo nos da testimonio de una innumerable serie de personas que han tomado al pie de la letra las palabras de Jesús. Comenzando por los propios apóstoles, que se pusieron al servicio de sus comunidades y afrontaron peligros y sufrimientos por anunciar el Evangelio de Cristo. Y todos aquellos que se retiraron del mundo, renunciando a sus bienes, dándolos a los pobres, como San Antonio y los padres del desierto, o los monjes medievales que pusieron sus conocimientos al servicio de las aldeas y las gentes del campo, o los misioneros que fueron a vivir entre los más empobrecidos, o los evangelizadores, o los que fundaron hospitales y casas de misericordia, los que levantaron catedrales o fundaron universidades. Son muchos los que han seguido la indicación de Jesús. Y el hecho de que en la Iglesia haya habido, y quizá siga habiendo, algunas luchas de poder, algunas búsquedas injustificadas de protagonismo, forma parte de la naturaleza humana, siempre llamada a conversión, pero no puede hacernos olvidar que los mejores hijos de la Iglesia, los santos, han querido ser los últimos y así se han convertido en los primeros en el cielo.

Pero Jesús, en el Evangelio que hemos proclamado, añade un gesto a sus palabras: “Después, tomando a un niño, lo puso en medio de ellos, lo abrazó y les dijo: El que reciba en mi nombre a uno de estos niños, a mí me recibe. Y el que me reciba a mí, no me recibe a mí, sino al que me ha enviado”. Lo pedíamos en la oración colecta, al principio de la eucaristía: “Concédenos descubrirte y amarte en nuestros hermanos para que podamos alcanzar la vida eterna”.

La vida se nos da para hacer el bien, para amar. Como hacían los caballeros andantes -y esta ciudad es un buen sitio para recordarlo- cada uno de nosotros podemos ayudar a desfazer entuertos, acudiendo en auxilio del humilde y del inocente. Podemos cuidar a los niños, acercándoles a Cristo. Podemos ser defensores de los más frágiles. Podemos aprender a servir, aprender a amar. La Iglesia es creíble en sus santos, en quienes no buscan los primeros puestos y sólo los aceptan si es voluntad inequívoca de Dios para servicio del pueblo cristiano. Recordemos que los Papas se consideran a sí mismos “siervos de los siervos de Dios”.

Tenemos mucho trabajo, pero es un trabajo precioso. Vivir relaciones de amistad y de fraternidad, no de poder. Ser padres y madres, no dueños o amos. Buscar cada uno el bien y la alegría de los demás, y no únicamente nuestro propio interés. Nos interesa obrar así para ser felices y para entrar en el Reino de los Cielos. Cristo nos ha precedido en el camino, dejándonos el icono del amor entregado, la Cruz gloriosa. La Virgen, hoy Santina de Covadonga, nos abre sus brazos para acogernos en la familia de los creyentes. Aprendamos en la escuela de Jesús y de María. Que así sea.


Juan Miguel Prim Goicochea

domingo, 9 de septiembre de 2012

Dios está a un milímetro de nosotros

Homilía del domingo 9 de septiembre de 2012, XXIII del tiempo ordinario:

"Todo lo ha hecho bien; hace oír a los sordos y hablar a los mudos". Con estas palabras nos describe el Evangelio de hoy la reacción de quienes veían a Jesús actuar cada día, acercándose a las miserias humanas para poner su mano salvadora y curar las enfermedades físicas y espirituales. En este episodio evangélico Jesús cura a un sordomudo. Dice el Evangelio que "le metió los dedos en los oídos y con la saliva le tocó la lengua". El domingo pasado la primera lectura, del Deuteronomio, se preguntaba admirada: "¿Hay alguna nación tan grande que tenga dioses tan cerca como lo está el Señor Dios de nosotros, siempre que lo invocamos?". Hoy tenemos la confirmación de esta cercanía de Dios: haciéndose hombre, en Jesucristo, Dios llega a tocar, con sus propios dedos, nuestras heridas, nuestra humanidad doliente.

Ya lo había anunciado el profeta Isaías, en el pasaje que hemos proclamado hace un instante: "Mirad a vuestro Dios, que trae el desquite, viene en persona, resarcirá y os salvará". Pero ¿cómo describe Isaías la salvación? "Se despegarán los ojos del ciego, los oídos del sordo se abrirán, saltará como un ciervo el cojo, la lengua del mudo cantará". La salvación del hombre es descrita por la Palabra de Dios como una sanación de nuestras facultades, de nuestras capacidades, que han perdido su capacidad de "ver" a Dios, de "escuchar" su voz, de dialogar con Él. En una reciente entrevista, con ocasión de la publicación de una carta pastoral para el Año de la Fe, el cardenal de Milán dice: "Dios está siempre a un milímetro de cada ser humano. ¿Qué es un milímetro? Casi nada. Pero nosotros  corremos el riesgo de no darnos cuenta". ¡Cuántas personas, después de su muerte, exclamarán: no lo sabía, Dios estaba ahí, a mi lado, y no me di cuenta! Y también nosotros nos daremos cuenta, llenos de un dolor que nos purificará, de cuántas ocasiones hemos perdido, de cuántos días hemos vivido solos, sin percibir que a un milímetro estaba Dios, haciéndonos compañía.

El milagro que necesitamos es recuperar nuestra capacidad de ver y de alabar a Dios. En un librito llamado El sentido del asombro, escrito en 1956 pero publicado ahora en España, la autora Rachel Carson escribe: "El mundo de los niños es fresco, nuevo y precioso, lleno de asombro y emoción. Es una lástima que para la mayoría de nosotros esa mirada clara, que es un verdadero instinto para lo que es bello y que inspira admiración, se debilite e incluso se pierda antes de hacernos adultos". Los que sois abuelos, y los padres con niños pequeños sabéis que es así. La mirada del niño, cuando no está atrapada por la consola o el ordenador, está llena de asombro y de preguntas. ¿Y esto qué es? ¿Y para qué sirve? ¿Y quién lo ha hecho? ¿Y por qué? Toda la realidad es un gran signo de interrogación, que nos hace admirarnos y explorar, a la búsqueda del significado total.

La autora narra en este pequeño libro, que os recomiendo, las aventuras pasadas junto a su sobrino en los bosques y en el mar, junto a la costa de Maine. Y hablando de la educación de los primeros años de la vida de un niño dice: "Los años de la infancia son el tiempo para preparar la tierra. Una vez que han surgido las emociones, el sentido de la belleza, el entusiasmo por lo nuevo y lo desconocido, la sensación de simpatía, la compasión, la admiración o el amor, entonces deseamos un conocimiento acerca del objeto de nuestra conmoción. Una vez que lo encuentras tiene un significado duradero. Es más importante preparar el camino del niño que quiere conocer, que darle un montón de datos que no está preparado para asimilar". Me parece ésta una buena recomendación para padres y educadores. De hecho, como escribe la autora: "Para mantener vivo en un niño su innato sentido del asombro... se necesita la compañía, al menos, de un adulto con quien poder compartirlo, redescubriendo con él la alegría, la expectación y el misterio del mundo en que vivimos". Nosotros podemos ser esos adultos que ayuden a los más pequeños a abrir los ojos, o a no cerrarlos, ante las maravillas del mundo.

La Iglesia confía esa educación, en primer lugar, a la familia, a los padres, a los abuelos. Y ofrece la ayuda de la parroquia, del colegio, de la catequesis, de los sacramentos. Ahora que empezamos un nuevo curso escolar y pastoral, comprometámonos todos en la educación de los niños y los jóvenes. Pero, ¿por dónde empezar? Por el primero de los sacramentos: el Bautismo. En los primeros siglos del cristianismo este sacramento era llamado "iluminación", porque en él nuestros ojos se abren al mundo de la fe, reciben la capacidad de ver las cosas de Dios. Y hay un rito, dentro de la celebración del bautismo, que aun siendo opcional yo creo que siempre habría que hacer. Es el  rito llamado "Effetá", en el que el sacerdote, tocando los oídos y la boca del niño, dice: "El Señor Jesús, que hizo oír a los sordos y hablar a los mudos, te conceda, a su tiempo, escuchar su Palabra y proclamar la fe". "Effetá", como nos recuerda hoy el Evangelio, significa "Ábrete". ¡Qué sabiduría, la de la Iglesia, que sabe que el ser humano, necesita, desde su más tierna infancia, la ayuda de Dios, la compañía de los adultos, para abrirse, para aprender a mirar el mundo! ¡Y que necesita la ayuda de la Iglesia, de la comunidad cristiana, para escuchar -a su tiempo- la Palabra de Dios, para alabarle.

Somos seres litúrgicos, nuestra vocación es la alabanza. "¡Alaba, alma mía, al Señor!", hemos rezado con el salmista. Si somos capaces de asombrarnos, si tenemos ojos para las maravillas de Dios, entonces podremos dar gloria al autor de tanta belleza. No nos hacen falta riquezas -como nos recuerda hoy el apóstol Santiago-, ni una salud a prueba de bombas, ni es necesario que todos hablen bien de nosotros. Lo único que necesitamos es que nuestros ojos vean, que nuestros oídos escuchen y que nuestra boca proclame la grandeza de nuestro Dios. Todo lo demás lo tendremos, multiplicado, en la vida eterna. Os deseo un feliz domingo y una buena semana, en el asombro del amor de Dios, que toca nuestra humanidad por medio de su Cuerpo glorioso, que es Jesucristo Resucitado, presente en su Iglesia. ¡Que nuestra Señora, la Virgen del Val nos sostenga con su intercesión materna!


Juan Miguel Prim Goicoechea

domingo, 2 de septiembre de 2012

El verdadero Dios y los falsos infinitos

Homilía en el Domingo XXII del Tiempo Ordinario (2 septiembre 2012):

En este primer domingo del mes de septiembre la liturgia de la Palabra nos recuerda la necesidad que tiene nuestra vida, nuestra persona, de relacionarse con algo o mejor con Alguien más grande que nosotros. ¿Por qué nosotros sentimos la necesidad de acudir al templo, de celebrar la Eucaristía, de rezar? Hay muchos que no lo hacen. Mirando nuestra asamblea constatamos que faltan muchas personas que viven cerca de nosotros, que viven en nuestra misma ciudad, quizá que pertenecen a nuestra propia familia. Cada domingo miles de católicos acuden a los templos para celebrar la Eucaristía y sigue habiendo parejas que deciden casarse por la Iglesia, padres que piden el bautismo para sus hijos, familiares que piden un funeral por sus seres queridos...  Pero otros muchos ya no lo hacen. El número de bodas por la Iglesia ha descendido drásticamente, así como el número de jóvenes que practican la religión. ¿Cuántas personas confiesan hoy sus pecados? ¿Cuántas rezan? Nos podemos preguntar entonces: ¿es verdaderamente religioso el hombre por naturaleza? ¿O la religión es cosa de algunos, es una especie de sentimiento personal que unos necesitan y otros no? ¿O es, quizá, un residuo de tiempos pasados que se resiste a desaparecer, un consuelo, un refugio?

El poeta inglés Eliot, en su obra Los Coros de la Roca, describe cómo los hombres han buscado a lo largo de la historia la Luz -con mayúsculas-, el significado, cómo han inventado las religiones, y cómo en un determinado momento esa Luz del Misterio ha traspasado el umbral y ha entrado en la historia, en la persona de Jesucristo. Os leo unas líneas de su poema, que evoca las primeras páginas del Génesis:

"En el principio Dios creó el mundo. Yermo y vacío. Y la oscuridad estaba sobre la faz del mundo. Y cuando hubo hombres, en sus modos diversos, lucharon en tormento hacia Dios (esta es la historia de la humanidad, una lucha con Dios, hacia Dios). Ciega y vanamente, pues el hombre es cosa vana, y el hombre sin Dios es una semilla al viento: llevado de un lado a otro, sin encontrar un lugar de asentamiento y germinación. Ellos siguieron la luz y la sombra, y la luz los condujo hacia adelante, a la luz, y la sombra los condujo a la oscuridad. Rindiendo culto a serpientes y árboles, a demonios antes que a nada: clamando por vida más allá de la vida, por un éxtasis no de la carne... (es decir, por algo más que los placeres de este mundo). Yermo y vacío, y oscuridad sobre la faz de lo profundo".

Pero la presencia de Dios estaba en el mundo desde sus orígenes: "Y el Espíritu se movía sobre la faz del agua. Y los hombres se volvieron hacia la luz y fueron conocidos de la luz. Inventaron las Grandes Religiones; y las Grandes Religiones eran buenas. Y condujeron a los hombres de luz en luz, al conocimiento del Bien y del Mal. Pero su luz estaba siempre rodeada y herida por la oscuridad". Es decir, el impulso religioso del hombre no es suficiente, porque el hombre imagina a Dios, partiendo de los elementos de la naturaleza, y a veces llega a aberraciones: "Y llegaron a un punto final, a un punto muerto agitados por un destello de vida... rueda de plegarias, culto a los muertos, negación de este mundo, afirmación de ritos con significados olvidados. En la arena siempre móvil azotada por el viento... Yermo y vacío. Y oscuridad sobre la faz de lo profundo".

La historia de la humanidad nos enseña que los hombres de todos los tiempos, de todas las culturas, han buscado a Dios y han desarrollado creencias y ritos, para relacionarse con Él. Pero la pluralidad de religiones nos habla de la insuficiencia, de la inevitable limitación de esta búsqueda. No todas las religiones son iguales, no todas dan culto a Dios como Dios quiere, no todas salvan la dignidad del ser humano y su condición de imagen de Dios. Nosotros no somos católicos sólo por tradición, por haber nacido en una familia o en un contexto católico. Somos católicos, porque como dice hoy la primera lectura: "¿Hay alguna nación tan grande que tenga los dioses tan cerca como lo está el Señor Dios de nosotros, siempre que lo invocamos? Y, ¿cuál es la gran nación, cuyos mandatos y decretos sean tan justos como toda esta ley que hoy os doy?". Son palabras de Moisés, tras entregar a su pueblo las tablas de la ley dadas por Dios en el Sinaí; y ciertamente, la fe de Israel representa en el mundo de las religiones antiguas una purificación de la imagen de Dios, un culto superior, como reconocen hoy los historiadores de las religiones.

Pero no es suficiente. También el culto de Israel se desvió. Jesús, en el Evangelio que hemos proclamado, recoge las duras palabras del profeta Isaías, y las lanza contra los escribas y fariseos: "Bien profetizó Isaías de vosotros, hipócritas, como está escrito: Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. El culto que me dan está vacío, porque la doctrina que enseñan son preceptos humanos".

¿Cuál es entonces la religiosidad verdadera, el culto agradable a Dios? Santiago dice en la segunda lectura: "Todo beneficio y todo don perfecto viene de arriba, del Padre de los astros, en el cual no hay fases ni periodos de sombra". El contenido de nuestra religión y de nuestro culto no lo hemos inventado nosotros, nos viene de lo alto. Porque como dice Eliot en su poema, hablando de la Encarnación del Hijo de Dios:

"Entonces llegó, en un momento predeterminado... partiendo, bisecando el mundo del tiempo (en efecto, nosotros contamos todavía los años antes de Cristo y después de Cristo), entonces pareció como si los hombres tuvieran que avanzar de la luz a la luz, en la luz de la Palabra, a través de la Pasión y el Sacrificio, salvados a persar de su ser negativo..." El cristianismo no es tanto una religión, cuanto una Revelación. Es Dios mismo quien ha venido a nuestro encuentro y nosotros le respondemos, y le rezamos con las palabras que Él mismo nos ha dado, y ofrecemos el Sacrificio de su Hijo y escuchamos su Palabra. Esta es la fe que ha construido Europa y España durante tantos siglos, la de los monasterios y la catedrales, de los hospitales y la gesta de la evangelización. Es verdad que ha habido pecados cometidos por los cristianos, porque somos "egoístas y torpes", "carnales", nos buscamos a nosotros mismos como siempre, pero aun así la humanidad ha seguido este camino durante siglos con fruto, con los frutos de arte, civilización y cultura que todos conocemos.

Ahora bien, termina diciendo Eliot: "parece que ha ocurrido algo que nunca antes había ocurrido: aunque no sabemos justo cuándo, o por qué, o cómo, o dónde. Los hombres han dejado a Dios no por otros dioses, dicen, sino por ningún dios; y esto nunca antes había ocurrido". Que el hombre de hoy no sienta necesidad de Dios, que no busque darle culto, que no rece, es algo que no había pasado nunca. ¿Será verdad que el ser humano no es por naturaleza religioso?

En realidad, el ser humano sólo puede ser religioso... o idólatra. Cuando no da culto al verdadero Dios rinde tributo a otros "dioses": "Nunca antes había ocurrido que los hombres a la vez nieguen a los dioses y rindan culto a los dioses, profesando primero la Razón, y luego el Dinero, y el Poder, y lo que ellos llaman Vida, o Raza, o Dialéctica". Al final del poema Eliot enumera los tres Ídolos ante los que hoy se arrodilla el hombre: "Los hombres han olvidado a todos los dioses, excepto la Usura, la Lujuria y el Poder". ¿Se puede decir mejor?

El hombre es relación con el Infinito, con Dios. Lo ha recordado el Papa este verano, en el Mensaje que ha dirigido al Meeting de Rímini: "No solo mi alma, sino cada fibra de mi carne está hecha para encontrar su paz, su realización en Dios. Y esta tensión es imborrable en el corazón del hombre: incluso cuando se rechaza o se niega a Dios no desaparece la sed de infinito que habita en el hombre. Comienza, en cambio, una búsqueda afanosa y estéril de «falsos infinitos» que puedan satisfacer al menos por un momento. La sed del alma y el anhelo de la carne... no se pueden eliminar, así el hombre, sin saberlo, va a la búsqueda del Infinito, pero en direcciones equivocadas: en la droga, en una sexualidad vivida en modo desordenado, en las tecnologías totalizantes, en el éxito a cualquier precio, inclusive en formas engañosas de religiosidad. Incluso las cosas buenas, que Dios ha creado como caminos que conducen a Él, con frecuencia corren el riesgo de volverse absolutas y convertirse en ídolos que sustituyen al Creador. Es necesario erradicar todas las falsas promesas de infinito que seducen al hombre y lo hacen esclavo. Para encontrarse verdaderamente a sí mismo y la propia identidad, para vivir a la altura del propio ser, el hombre debe volver a reconocerse creatura, dependiente de Dios".

Esta es la propuesta de la Iglesia, especialmente en este curso en que celebraremos el Año de la Fe. Con palabras del apóstol Santiago: "Aceptad dócilmente la palabra que ha sido plantada y es capaz de salvaros. Llevadla a la práctica y no os limitéis a escucharla, engañándoos a vosotros mismos".

Juan Miguel Prim Goicoechea