lunes, 11 de enero de 2010

Para qué leemos

Este año los Reyes han venido cargados de libros. ¡Qué placer la lectura! Pero no sólo placer sino aprendizaje, vida y riqueza. Como dice muy bien mi amiga Guadalupe Arbona:

"Quien abre un libro espera que se le descubra algo más sobre el mundo y sobre su posición en él. De otro modo sería incomprensible que siguiésemos acercándonos a los libros, cuando la lectura es uno de los gestos del hombre más gratuitos e innecesarios. Como decía Flannery O'Connor, una buena pieza literaria lo es porque tras su lectura notamos que nos ha sucedido algo".

Guadalupe Arbona, A los lectores, colección Literatura de Ediciones Encuentro.

miércoles, 6 de enero de 2010

En la solemnidad de la Epifanía

Homilía pronunciada el 6 de enero de 2010 en el Monasterio de Clarisas de San Pascual, de Madrid, en la Misa retransmitida por la Cadena Cope:


SOLEMNIDAD DE LA EPIFANÍA DEL SEÑOR
6 enero 2010

"Queridos amigos que asistís a esta Eucaristía en la Solemnidad de la Epifanía del Señor, y todos aquellos que seguís la celebración desde vuestros hogares, desde los hospitales, las residencias, las cárceles, o los que quizá estáis en estos momentos de viaje. Renovemos también hoy nuestro alegre saludo de fe: ¡feliz Navidad, feliz año nuevo, feliz día de Reyes!

Hoy celebramos con gratitud la Solemnidad de la Epifanía del Señor, la “manifestación” del Misterio oculto desde antes de los siglos -como dice hoy san Pablo- y finalmente revelado a los hombres mediante la carne de Cristo, nacida de la bendita y gloriosa Virgen María. Este designio de salvación, misterio de la “filantropía” de Dios, de su amor al hombre, ha comenzado a irradiar su luz en Belén, nos ha alcanzado en la unción de la humanidad del Verbo en las aguas bautismales del Jordán y ha manifestado su gloria en el inicio de la actividad pública de Jesús en las bodas de Caná. Hemos proclamado hace un momento el “anuncio de la Pascua”, porque a lo largo del año la Santa Liturgia despliega ante nosotros el Misterio manifestado, que es Cristo. La gruta de Belén y el Santo Sepulcro de Jerusalén son los lugares de nuestra redención.

La Epifanía es la fiesta de la “santa luz” como canta el oriente cristiano, luz anhelada desde antiguo y anunciada hoy por el profeta: “¡Levántate, brilla, Jerusalén, que llega tu luz; la gloria del Señor amanece sobre ti!”. ¡Cómo anhela el enfermo la llegada del amanecer! ¡Con qué ansia espera el insomne el fin de sus terrores nocturnos! ¡Qué hermosa es la llegada de un nuevo día, la vuelta a la vida, la luz de los rostros, la epifanía del mundo! ¡Qué importante es no acostumbrarnos a la gracia de la luz, que bautiza cada mañana el mundo, como en una nueva creación!

“Fiat lux!” ¡Hágase la luz!, dijo Dios al comienzo del mundo, y el universo emprendió su aventura, y millones de soles, millones de estrellas comenzaron a emitir su luz. Y el hombre, varón y mujer, vio también la luz, creado a imagen y semejanza de Dios. Pero los hombres recayeron en las tinieblas, preferían con frecuencia la oscuridad mortal a la luz, buscaban a tientas, guiados únicamente por la gloria manifestada en la creación y por la luz de su razón, luz hermosa pero débil, insuficiente para el camino.

El ser humano miraba al cielo, plagado de estrellas, y se sentía perdido en la soledad de los mundos. Veía las luces en el firmamento, pero no podía alcanzarlas. Cuanto más conocía, más pequeño se veía a sí mismo. Y entonces Dios tuvo misericordia de su criatura, y Él mismo, en Persona, salvó la distancia. No se contentó con ser luz... se hizo camino. ¡Con qué hermosas palabras constataba con asombro don Manuel García Morente en 1940, en carta escrita a don José María García Lahiguera, entonces director espiritual del Seminario de Madrid, la iniciativa de Dios al encarnarse!:

“Si Dios no hubiera venido al mundo, si Dios no se hubiera hecho carne de hombre en el mundo, el hombre no tendría salvación, porque entre Dios y el hombre habría siempre una distancia infinita, que jamás podría el hombre franquear... Demasiado lejos, demasiado abstracto... Pero Cristo, pero Dios hecho hombre, Cristo sufriendo como yo, más que yo, a ése sí que lo entiendo y ése sí que me entiende”.

El “hecho extraordinario” -epifanía del Dios vivo- que vivió el profesor García Morente en la noche del 29 al 30 de abril de 1937, en París, tras escuchar un fragmento de La infancia de Cristo de Berlioz, cambiaría para siempre su vida.

La luz que se encendió en Belén fue irradiando en círculos concéntricos. Primero iluminó a María y a José, como vemos en muchas hermosas representaciones del arte cristiano, en las que la luz procedente del niño caldea y hermosea los rostros de ambos. Después alcanzó a los pastores de Belén, que advertidos por el ángel llegaron enseguida al pesebre. Como nos recordaba hace unos días el Santo Padre en su homilía de Nochebuena, los pastores, almas sencillas, tardaron poco en llegar al portal, porque no estaban lejos de Dios. Por último, la luz de Cristo atrajo a los magos de oriente, sabios escrutadores de los misterios celestes, de los que decía san Agustín que “no se pusieron en camino porque vieran la estrella, sino que vieron la estrella porque estaban en camino”. “Su viaje -dijo Benedicto XVI en Colonia- fue motivado por una fuerte esperanza, que luego tuvo en la estrella su confirmación y guía”.

El suyo fue un itinerario largo, difícil, como el nuestro, pues como hijos de nuestro tiempo hemos olvidado el camino a Belén. Les guió un astro, les guió su deseo. “Los magos partieron porque tenían un deseo grande”. No olvidemos que la palabra “de-siderium”, deseo, tiene que ver con “sidera”, las estrellas. “Era como si hubieran esperado siempre aquella estrella”. Hemos de volver a ser “peregrinos del absoluto” (y es bueno recordarlo en el inicio de un nuevo año santo jacobeo). Hemos de desear de nuevo ver a Dios. ¡Con qué fuerza clamaba Leon Bloy, el genial escritor francés!:

“Hay muchos animales llamados racionales que parecen haber vivido sesenta u ochenta años y a los que un día se les lleva al cementerio sin que jamás hayan logrado salir de la nada. Muchos de ellos hasta han sido famosos en su viaje ‘del útero al sepulcro’... Distinguida multitud que ignora el tormento del Misterio... Pero los verdaderos hombres, los verdaderos vivos, los que ‘no han recibido sus almas en vano’, sufren y lloran como seres abandonados mientras no encuentran a la Iglesia, que guarda la llave de todos los misterios”.

El hombre de hoy, que ya no mira al cielo -o que si mira piensa con tristeza que la luz que ve quizá haga mucho tiempo que se haya extinguido-, necesita “signos”, necesita nuevas “epifanías” de Dios, pues está firmemente convencido de que el cristianismo, y la misma historia de Belén, no son sino “reliquias” -que se resisten a desaparecer- de una luz hace mucho tiempo extinguida.

Pero entonces, ¿qué espera?, ¿espera algo? Si lo espera, no lo espera ciertamente de la Iglesia, y entonces necesita inventar elefantes, y dragones, y bandas de nueva Orleans, para completar el pobre cortejo de la cabalgata de Reyes; necesita entretenerse, porque ésa es la cuestión. El hastío de la vida, la monotonía de todo exige distracción. No se puede mirar durante mucho tiempo la nada. Nosotros, queridos hermanos -laicos, religiosas, sacerdotes-, somos la respuesta de Dios, el signo de Dios para nuestro mundo. La Iglesia es la humanidad iluminada, bautizada en el esplendor de la gloria, “lumen gentium”, luz de las naciones... ¡Abramos de par en par las puertas de la Iglesia a todos los hombres, pues la luz de Cristo es para todos! También para los palacios del poder y de la ambición, donde la noticia del nacimiento de un niño no trae alegría, sino hostilidad y violencia. Cristo ha nacido también para iluminar la conciencia y el corazón de Herodes.

Como los magos, caigamos también nosotros de rodillas ante el Señor, ante su “epifanía eucarística”, y ofrezcámosle “el oro de nuestra libertad, el incienso de nuestra oración fervorosa y la mirra de nuestro afecto más profundo”. ¡Y que María, estrella de la mañana, la “que a Cristo más se asemeja” -como decía Dante-, nos acompañe siempre e interceda por nosotros! Amén".


Juan Miguel Prim

martes, 5 de enero de 2010

La señal de Dios

Últimas líneas de la homilía del Papa el 24 de diciembre. La Palabra acontece y puede ser mirada:

"Escuchemos directamente el Evangelio una vez más. Los pastores se dicen uno a otro el motivo por el que se ponen en camino: "Veamos qué ha pasado". El texto griego dice literalmente: "Veamos esta Palabra que ha ocurrido allí".

Sí, ésta es la novedad de esta noche: se puede mirar la Palabra, pues ésta se ha hecho carne. Aquel Dios del que no se debe hacer imagen alguna, porque cualquier imagen sólo conseguiría reducirlo, e incluso falsearlo, este Dios se ha hecho, él mismo, visible en Aquel que es su verdadera imagen, como dice San Pablo (cf. 2 Co 4,4; Col 1,15). En la figura de Jesucristo, en todo su vivir y obrar, en su morir y resucitar, podemos ver la Palabra de Dios y, por lo tanto, el misterio del mismo Dios viviente. Dios es así.

El Ángel había dicho a los pastores: "Aquí tenéis la señal: encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre" (Lc 2,12; cf. 16). La señal de Dios, la señal que ha dado a los pastores y a nosotros, no es un milagro clamoroso. La señal de Dios es su humildad. La señal de Dios es que Él se hace pequeño; se convierte en niño; se deja tocar y pide nuestro amor. Cuánto desearíamos, nosotros los hombres, un signo diferente, imponente, irrefutable del poder de Dios y su grandeza. Pero su señal nos invita a la fe y al amor, y por eso nos da esperanza: Dios es así. Él tiene el poder y es la Bondad. Nos invita a ser semejantes a Él. Sí, nos hacemos semejantes a Dios si nos dejamos marcar con esta señal; si aprendemos nosotros mismos la humildad y, de este modo, la verdadera grandeza; si renunciamos a la violencia y usamos sólo las armas de la verdad y del amor.

Orígenes, siguiendo una expresión de Juan el Bautista, ha visto expresada en el símbolo de las piedras la esencia del paganismo: paganismo es falta de sensibilidad, significa un corazón de piedra, incapaz de amar y percibir el amor de Dios. Orígenes dice que los paganos, "faltos de sentimiento y de razón, se transforman en piedras y madera" (In Lc 22,9). Cristo, en cambio, quiere darnos un corazón de carne. Cuando le vemos a Él, al Dios que se ha hecho niño, se abre el corazón. En la Liturgia de la Noche Santa, Dios viene a nosotros como hombre, para que nosotros nos hagamos verdaderamente humanos. Escuchemos de nuevo a Orígenes: "En efecto, ¿para qué te serviría que Cristo haya venido hecho carne una vez, si Él no llega hasta tu alma? Oremos para venga a nosotros cotidianamente y podamos decir: vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí (Ga 2,20)" (In Lc 22,3).

Sí, por esto queremos pedir en esta Noche Santa. Señor Jesucristo, tú que has nacido en Belén, ven con nosotros. Entra en mí, en mi alma. Transfórmame. Renuévame. Haz que yo y todos nosotros, de madera y piedra, nos convirtamos en personas vivas, en las que tu amor se hace presente y el mundo es transformado".

Benedicto XVI, de la homilía en la Misa del Gallo de 2009.

El largo camino hasta el pesebre

Somos como los magos de oriente -en el mejor de los casos-, estamos lejos de Belén, pero Dios ha acortado las distancias:

"Algunos comentaristas hacen notar que los pastores, las almas sencillas, han sido los primeros en ir a ver a Jesús en el pesebre y han podido encontrar al Redentor del mundo. Los sabios de Oriente, los representantes de quienes tienen renombre y alcurnia, llegaron mucho más tarde. Y los comentaristas añaden que esto es del todo obvio. En efecto, los pastores estaban allí al lado. No tenían más que "atravesar" (cf. Lc 2,15), como se atraviesa un corto trecho para ir donde un vecino. Por el contrario, los sabios vivían lejos. Debían recorrer un camino largo y difícil para llegar a Belén. Y necesitaban guía e indicaciones.

Pues bien, también hoy hay almas sencillas y humildes que viven muy cerca del Señor. Por decirlo así, son sus vecinos, y pueden ir a encontrarlo fácilmente. Pero la mayor parte de nosotros, hombres modernos, vive lejos de Jesucristo, de Aquel que se ha hecho hombre, del Dios que ha venido entre nosotros. Vivimos en filosofías, en negocios y ocupaciones que nos llenan totalmente y desde las cuales el camino hasta el pesebre es muy largo. Dios debe impulsarnos continuamente y de muchos modos, y darnos una mano para que podamos salir del enredo de nuestros pensamientos y de nuestros compromisos, y así encontrar el camino hacia Él.

Pero hay sendas para todos. El Señor va poniendo hitos adecuados a cada uno. Él nos llama a todos, para que también nosotros podamos decir: ¡Ea!, emprendamos la marcha, vayamos a Belén, hacia ese Dios que ha venido a nuestro encuentro. Sí, Dios se ha encaminado hacia nosotros. No podríamos llegar hasta Él sólo por nuestra cuenta. La senda supera nuestras fuerzas. Pero Dios se ha abajado. Viene a nuestro encuentro. Él ha hecho el tramo más largo del recorrido. Y ahora nos pide: Venid a ver cuánto os amo. Venid a ver que yo estoy aquí. Transeamus usque Bethleem, dice la Biblia latina. Vayamos allá. Superémonos a nosotros mismos. Hagámonos peregrinos hacia Dios de diversos modos, estando interiormente en camino hacia Él. Pero también a través de senderos muy concretos, en la Liturgia de la Iglesia, en el servicio al prójimo, en el que Cristo me espera".

Benedicto XVI, de la homilía en la Misa del Gallo de 2009.

La máxima prioridad

Sigo leyendo al Papa:

"Volvamos al Evangelio de Navidad. Nos dice que los pastores, después de haber escuchado el mensaje del Ángel, se dijeron uno a otro: "Vamos derechos a Belén... Fueron corriendo" (Lc 2,15s.). Se apresuraron, dice literalmente el texto griego. Lo que se les había anunciado era tan importante que debían ir inmediatamente. En efecto, lo que se les había dicho iba mucho más allá de lo acostumbrado. Cambiaba el mundo. Ha nacido el Salvador. El Hijo de David tan esperado ha venido al mundo en su ciudad. ¿Qué podía haber de mayor importancia? Ciertamente, les impulsaba también la curiosidad, pero sobre todo la conmoción por la grandeza de lo que se les había comunicado, precisamente a ellos, los sencillos y personas aparentemente irrelevantes. Se apresuraron, sin demora alguna.

En nuestra vida ordinaria las cosas no son así. La mayoría de los hombres no considera una prioridad las cosas de Dios, no les acucian de modo inmediato. Y también nosotros, como la inmensa mayoría, estamos bien dispuestos a posponerlas. Se hace ante todo lo que aquí y ahora parece urgente. En la lista de prioridades, Dios se encuentra frecuentemente casi en último lugar. Esto -se piensa- siempre se podrá hacer. Pero el Evangelio nos dice: Dios tiene la máxima prioridad. Así, pues, si algo en nuestra vida merece premura sin tardanza, es solamente la causa de Dios.

Una máxima de la Regla de San Benito, reza: "No anteponer nada a la obra de Dios (es decir, al Oficio divino)". Para los monjes, la liturgia es lo primero. Todo lo demás va después. Y en lo fundamental, esta frase es válida para cada persona. Dios es importante, lo más importante en absoluto en nuestra vida.

Ésta es la prioridad que nos enseñan precisamente los pastores. Aprendamos de ellos a no dejarnos subyugar por todas las urgencias de la vida cotidiana. Queremos aprender de ellos la libertad interior de poner en segundo plano otras ocupaciones -por más importantes que sean- para encaminarnos hacia Dios, para dejar que entre en nuestra vida y en nuestro tiempo. El tiempo dedicado a Dios y, por Él, al prójimo, nunca es tiempo perdido. Es el tiempo en el que vivimos verdaderamente, en el que vivimos nuestro ser personas humanas".

Benedicto XVI, de la homilía en la Misa del Gallo de 2009.

lunes, 4 de enero de 2010

Sin oído musical para Dios

Utiliza Benedicto XVI una expresiva imagen para hablar de la dificultad del hombre moderno para percibir la existencia y presencia de Dios:

"Hay quien dice "no tener religiosamente oído para la música". La capacidad perceptiva para con Dios parece casi una dote para la que algunos están negados. Y, en efecto, nuestra manera de pensar y actuar, la mentalidad del mundo actual, la variedad de nuestras diversas experiencias, son capaces de reducir la sensibilidad para con Dios, de dejarnos "sin oído musical" para Él. Y, sin embargo, de modo oculto o patente, en cada alma hay un anhelo de Dios, la capacidad de encontrarlo. Para conseguir esta vigilancia, este despertar a lo esencial, roguemos por nosotros mismos y por los demás, por los que parecen "no tener este oído musical" y en los cuales, sin embargo, está vivo el deseo de que Dios se manifieste".


Benedicto XVI, de la homilía en la Misa del Gallo de 2009.

Soñar o estar despiertos

Interesante reflexión del Papa en su homilía del 24 de diciembre:

"Se dice que los pastores eran personas vigilantes, y que el mensaje les pudo llegar precisamente porque estaban velando. Nosotros hemos de despertar para que nos llegue el mensaje. Hemos de convertirnos en personas realmente vigilantes. ¿Qué significa esto?

La diferencia entre uno que sueña y uno que está despierto consiste ante todo en que, quien sueña, está en un mundo muy particular. Con su yo, está encerrado en este mundo del sueño que, obviamente, es solamente suyo y no lo relaciona con los otros. Despertarse significa salir de dicho mundo particular del yo y entrar en la realidad común, en la verdad, que es la única que nos une a todos.

El conflicto en el mundo, la imposibilidad de conciliación recíproca, es consecuencia del estar encerrados en nuestros propios intereses y en las opiniones personales, en nuestro minúsculo mundo privado. El egoísmo, tanto del grupo como el individual, nos tiene prisionero de nuestros intereses y deseos, que contrastan con la verdad y nos dividen unos de otros. Despertad, nos dice el Evangelio. Salid fuera para entrar en la gran verdad común, en la comunión del único Dios. Así, despertarse significa desarrollar la sensibilidad para con Dios; para los signos silenciosos con los que Él quiere guiarnos; para los múltiples indicios de su presencia".


Benedicto XVI, de la homilía en la Misa del Gallo de 2009.

domingo, 3 de enero de 2010

Si es verdad todo cambia

Hay que leer a Ratzinger. Hay que leer a Benedicto XVI. No tiene desperdicio. Recientemente ha dicho:

"El Señor está presente. Desde este momento, Dios es realmente un "Dios con nosotros". Ya no es el Dios lejano que, mediante la creación y a través de la conciencia, se puede intuir en cierto modo desde lejos. Él ha entrado en el mundo. Es quien está a nuestro lado. Cristo resucitado lo dijo a los suyos, nos lo dice a nosotros: "Sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo" (Mt 28,20). Por vosotros ha nacido el Salvador: lo que el Ángel anunció a los pastores, Dios nos lo vuelve a decir ahora por medio del Evangelio y de sus mensajeros. Ésta es una noticia que no puede dejarnos indiferentes. Si es verdadera, todo cambia. Si es cierta, también me afecta a mí".

Benedicto XVI, de la homilía en la Misa del Gallo de 2009.