sábado, 30 de mayo de 2009

La Iglesia habla todos los idiomas

Pentecostés. El Espíritu Santo hizo que los discípulos de Jesús hablaran en todas las lenguas. Pero el milagro continúa:

"Si alguien dijera a uno de vosotros: Si has recibido el Espíritu Santo, ¿por qué no hablas en todos los idiomas?, deberás responderle: Es cierto que hablo todos los idiomas, porque estoy en el cuerpo de Cristo, es decir, en la Iglesia, que los habla todos".

Autor africano del siglo VI.

lunes, 25 de mayo de 2009

No dejéis de rezar

Transcribo un poema largo de Andrés Trapiello -poeta leonés nacido en 1952- uno de los grandes de nuestra poesía actual. En él se refleja la experiencia de muchas personas, educadas en una fe cristiana que han ido perdiendo por el camino, una fe reducida con frecuencia a su etapa infantil, pero que en momentos de zozobra hace subir de nuevo a los labios las palabras del Ave María. Las oraciones aprendidas de pequeños, los gestos enseñados por nuestros abuelos o nuestros padres, las catequesis de los primeros años, el amor a la Virgen... son todavía para algunos hoy el terreno hondo desde el que retomar la fe, una fe que necesita hacerse adulta, para no quedarnos en la nostalgia de la infancia perdida, de la inocencia de nuestros primeros años. Es necesario vencer la vergüenza de rezar:

VIRGEN DEL CAMINO

Estas noches de invierno hace frío en la casa,
los techos son muy altos y las paredes viejas,
cierran mal los balcones y la ventisca entra
hasta la misma cama donde espero
a que me venza el sueño y a que el sueño
me arrebate de golpe el libro de las manos,
y así, sobresaltado, me despierto
en medio de las sombras.
Y es entonces cuando comienzo un rito,
un viejo rito íntimo, igual todas las noches:
rezo un avemaría mentalmente.

Durante muchos años esto me avergonzaba.
«Qué buscas», me decía, «en oración tan simple.
Eres un hombre ya, no crees hace mucho
que el destino del hombre obedezca a unas leyes
divinas ni que el orbe, engastado de estrellas
en las ruedas del sol y de la luna,
sea la maquinaria de un reloj,
al que un ser bondadoso
da cuerda cada noche en su vasto castillo,
esa vieja mansión que Nietzsche llamó Nada
y Bergson llamó Tiempo.

Es tarde para ti, me digo. Déjales
esa oración a otros, a tus hijos tal vez,
ignorantes aún de lo que sean
las palabras antiguas del arcángel
que anunciaron el Verbo y su silencio
en misterioso griego, según cuenta san Lucas.
No pienses otra cosa. Estás cansado.
Ya es bastante de un día
conocer su final y conocerlo en paz.
Deja, pues, de rezar. Ese viático
no puedes usurparlo, porque, di,
¿de qué te serviría? De qué sirve una llave
de la que no sabemos a dónde pertenece».

Son razones que habré dicho mil veces,
pero al llegar la noche,
me acuerdo de otras noches
y el frío de mis pies entre las sábanas
es un frío de infancia, de internado,
cuando oía a mi lado el dulce respirar
en otras camas, y en el cristal la escarcha.
Y al recordar aquellas ya lejanas
noches de la meseta, tan largas,
oscuras y sin fondo,
recuerdo las palabras de los frailes:
«La Virgen del Camino guiará vuestros pasos
dondequiera que estéis.
No dejéis de rezarle y el camino
no será tan difícil. Será para vosotros
linterna en alta mar o una noche de luna».

Y recuerdo que yo, para dormirme,
imaginaba, acurrucado,
debajo de las mantas que pesaban
pero que calentaban poco,
sin moverme siquiera de la parte más tibia
que había caldeado con esfuerzo,
incluso con mi aliento, imaginaba, digo,
qué sería de mí y qué lejanos mares
habría de cruzar, qué extrañas tierras.
Otras veces pensaba si la muerte
habría de llegarme
como a aquel que labrando
un buen día su viña, ni siquiera
de recoger su manto tuvo tiempo,
o en medio de una fiesta, o en el sueño...

AI llegar a este punto
recuerdo que temblaba y pensaba en mi Virgen,
de modo que mis labios desgranaban
aquel Ave, Maria, gratia plena,
con el que yo me hacía
m lecho de hojas secas,
y luego me dormía... para llegar,
muchos años después,
a noches como ésta,
noches frías de invierno
donde a solas conmigo voy pensando
y dejando en mi boca, una a una,
las palabras antiguas
de la Salutación, como si fueran
el óbolo que habrá de franquearme
los portales del manto hospitalario
que unos llamaron Tiempo
y otros llamaron Nada”.

Andrés Trapiello.

Péguy y el Ave María

Recojo una confesión del escritor francés Charles Péguy (1873-1914). En 1909 escribió:

"La Virgen me ha salvado de la desesperación... Durante 18 meses fui incapaz de recitar el Padrenuestro. No podía decir: 'Hágase tu voluntad'. No podía, no podía rezarlo, porque no podía aceptar de verdad su voluntad sobre mí a causa de mi enfermedad. Fue terrible. Yo no podía decir de verdad y con sinceridad: 'Hágase tu voluntad...' Entonces, recé a María. El Avemaría es el último recurso, porque no hay nadie que no pueda rezarla".

Charles Péguy.

jueves, 21 de mayo de 2009

Madre santa y Virgen bella

Mes de mayo. Todo comenzó con la anunciación. ¡Qué misterioso diálogo del Creador con su criatura! Así lo recrea Lope de Vega:

"Estaba María santa
contemplando las grandezas
de la que de Dios sería
Madre santa y Virgen bella
el libro en la mano hermosa,
que escribieron los profetas,
cuanto dicen de la Virgen.
¡Oh qué bien que lo contempla!
Madre de Dios y virgen entera,
Madre de Dios, divina doncella.

Bajó del cielo un arcángel,
y haciéndole reverencia,
Dios te salve, le decía,
María, de gracia llena.
Admirada está la Virgen
cuando al Sí de su respuesta
tomó el Verbo carne humana,
y salió el sol de la estrella.
Madre de Dios y virgen entera,
Madre de Dios, divina doncella".

Lope de Vega.

sábado, 16 de mayo de 2009

Dios no puede darnos la felicidad sin Él

Otro converso, C. S. Lewis -"cautivado por la alegría"-, explica de manera transparente por qué no podemos prescindir de Dios, ni desentendernos de la religión:

"Todo esto que llamamos historia humana -dinero, pobreza, ambición, guerra, prostitución, clases sociales y económicas, imperios, esclavitud- es el prolongado y terrible relato del hombre en su afán por hallar algo fuera de Dios que pueda proporcionarle la felicidad.

La razón de que nunca pueda lograrlo es ésta: Dios nos hizo; nos inventó tal como un hombre inventa un motor. Un automóvil está hecho para que funcione con gasolina, y no correrá bien con otra cosa. Dios diseñó la máquina humana para que funcionara con Él. Él mismo es el combustible para nuestros espíritus, o la comida que fue designada para alimentarnos. No existe otra cosa. Es por ello que no es bueno pedirle a Dios que nos haga felices a nuestra propia manera sin que tengamos que molestarnos con la religión.

Dios no puede darnos felicidad y paz sin Él, porque es imposible. No existe tal cosa".

C. S. Lewis, Cristianismo... y nada más, p. 59 s.

viernes, 15 de mayo de 2009

Poesía... primer amor de las cosas

La poesía es revelación, nos dice algo nuevo sobre lo que ya creemos conocer, o mejor, nos lo hace ver de nuevo, tal como en realidad es. Nos hace ver el mundo en status nascens, en el momento de su nacimiento, como recién salido de las manos del Creador. Así lo dice genialmente nuestro filósofo, y sólo por este texto habría que considerarlo uno de los grandes:

"La poesía es eufemismo -eludir el nombre cotidiano de las cosas, evitar que nuestra mente las tropiece por su vertiente habitual, gastada por el uso, y mediante un rodeo inesperado ponernos ante el dorso nunca visto del objeto de siempre. La nueva denominación lo recrea mágicamente, lo repristina y virginiza.

¡Delicia aún mayor que la de crear ésta de recrear! Porque la creación, donde no había nada pone una cosa; pero en la recreación tenemos siempre dos: la nueva, que vemos nacer imprevista, y la vieja, que recobramos a su través. Operación endiablada. Rejuvenecimiento. Fausto joven que lleva dentro al decrépito Fausto. (...)

De esta manera, tomada por sorpresa la realidad, herida en el flanco menos guardado y presumible, se entrega absolutamente, siempre en forma de primer amor.

Es natural, la poesía vuelve a poner todo en alborada, en status nascens, y salen las cosas de su regazo desperezándose, en actitud matinal, emergiendo del primer sueño a la primera luz".

J. Ortega y Gasset, Obras completas, t. III, p. 580 s.

jueves, 14 de mayo de 2009

Un camino virgen

Cada ser humano es único. Y también lo es su vocación, porque somos relación con el Infinito, con Dios. Nadie ha recorrido antes mi camino hacia el Destino; es un camino virgen, como dice el poeta:

"Nadie fue ayer,
ni va hoy,
ni irá mañana
hacia Dios
por este mismo camino
que yo voy.
Para cada hombre guarda
un rayo nuevo de luz el sol...
y un camino virgen
Dios".

León Felipe.

lunes, 11 de mayo de 2009

Mi gran libro fue la Iglesia

Última entrega del relato de la conversión de Claudel:

"Así hablaba en mí el hombre nuevo. Pero el viejo resistía con todas sus fuerzas y no quería entregarse a esta nueva vida que se abría ante él. ¿Debo confesarlo? El sentimiento que más me impedía manifestar mi convicción era el respeto humano. El pensamiento de revelar a todos mi conversión y decírselo a mis padres... manifestarme como uno de los tan ridiculizados católicos, me producía un sudor frío. Y, de momento, me sublevaba, incluso, la violencia que se me había hecho. Pero sentía sobre mí una mano firme.

No conocía un solo sacerdote. No tenía un solo amigo católico. Pero el gran libro que se me abrió y en el que hice mis estudios fue la Iglesia. ¡Sea eternamente alabada esta Madre grande y majestuosa, en cuyo regazo lo he aprendido todo!"

P. Claudel, Ma conversion.

Una resistencia finalmente vencida

Sigue hablando Claudel del acontecimiento de su conversión:

"¡Dulce emoción en la que, sin embargo, se mezclaba un sentimiento de miedo y casi de horror ya que mis convicciones filosóficas permanecían intactas! Dios las había dejado desdeñosamente allí donde estaban y yo no veía que pudiera cambiarlas en nada. La religión católica seguía pareciéndome el mismo tesoro de absurdas anécdotas. Sus sacerdotes y fieles me inspiraban la misma aversión, que llegaba hasta el odio y hasta el asco. El edificio de mis opiniones y de mis conocimientos permanecía en pie y yo no le encontraba ningún defecto. Lo que había sucedido simplemente es que había salido de él. Un ser nuevo y formidable, con terribles exigencias para el joven y el artista que era yo, se había revelado, y me sentía incapaz de ponerme de acuerdo con nada de lo que me rodeaba.

La única comparación que soy capaz de encontrar, para expresar ese estado de desorden completo en que me encontraba, es la de un hombre al que de un tirón le hubieran arrancado de golpe la piel para plantarla en otro cuerpo extraño, en medio de un mundo desconocido. Lo que para mis opiniones y mis gustos era lo más repugnante, resultaba ser, sin embargo, lo verdadero, aquello a lo que de buen o mal grado tenía que acomodarme. ¡Ah! ¡Al menos no sería sin que yo tratara de oponer toda la resistencia posible!

Esta resistencia duró cuatro años. Me atrevo a decir que realicé una defensa valiente. Y la lucha fue leal y completa. Nada se omitió. Utilicé todos los medios de resistencia imaginables y tuve que abandonar, una tras otra, las armas que de nada me servían. Esta fue la gran crisis de mi existencia, esta agonía del pensamiento sobre la que Arthur Rimbaud escribió: "El combate espiritual es tan brutal como las batallas entre los hombres. ¡Dura noche!". Los jóvenes que abandonan tan fácilmente la fe, no saben lo que cuesta reencontrarla y a precio de qué torturas. El pensamiento del infierno, el pensamiento también de todas las bellezas y de todos los gozos a los que tendría que renunciar -así lo pensaba- si volvía a la verdad, me retraían de todo.

Pero, en fin, la misma noche de ese memorable día de Navidad, después de regresar a mi casa por las calles lluviosas que me parecían ahora tan extrañas, tomé una Biblia protestante que una amiga alemana había regalado en cierta ocasión a mi hermana Camille. Por primera vez escuché el acento de esa voz tan dulce y a la vez tan inflexible de la Sagrada Escritura, que ya nunca ha dejado de resonar en mi corazón. Yo sólo conocía por Renan la historia de Jesús y, fiándome de la palabra de ese impostor, ignoraba incluso que se hubiera declarado Hijo de Dios. Cada palabra, cada línea, desmentía, con una majestuosa simplicidad, las impúdicas afirmaciones del apóstata y me abrían los ojos. Cierto, lo reconocía con el Centurión, sí, Jesús era el Hijo de Dios. Era a mí, a Paul, entre todos, a quien se dirigía y prometía su amor. Pero al mismo tiempo, si yo no le seguía, no me dejaba otra alternativa que la condenación. ¡Ah!, no necesitaba que nadie me explicara qué era el Infierno, pues en él había pasado yo mi 'temporada'. Esas pocas horas me bastaron para enseñarme que el Infierno está allí donde no está Jesucristo. ¿Y qué me importaba el resto del mundo después de este ser nuevo y prodigioso que acababa de revelárseme?"

P. Claudel, Ma conversion.

El sentimiento de la eterna infancia de Dios

Una amiga me envía el testimonio de la conversión del escritor francés Paul Claudel. Es un texto muy conocido, pero siempre es bueno tenerlo a mano. Era la Navidad de 1866. Él mismo narraría, veintisiete años después, lo sucedido. Es inevitable pensar en la similitud con el "hecho extraordinario" del profesor García Morente (ver archivo del blog, 27/12/2008):

"Así era el desgraciado muchacho que el 25 de diciembre de 1866, fue a Notre-Dame de París para asistir a los oficios de Navidad. Entonces empezaba a escribir y me parecía que en las ceremonias católicas, consideradas con un diletantismo superior, encontraría un estimulante apropiado y la materia para algunos ejercicios decadentes. Con esta disposición de ánimo, apretujado y empujado por la muchedumbre, asistía, con un placer mediocre, a la Misa mayor. Después, como no tenía otra cosa que hacer, volví a las Vísperas. Los niños del coro vestidos de blanco y los alumnos del pequeño seminario de Saint-Nicholas-du-Cardonet que les acompañaban, estaban cantando lo que después supe que era el Magnificat. Yo estaba de pie entre la muchedumbre, cerca del segundo pilar a la entrada del coro, a la derecha del lado de la sacristía.

Entonces fue cuando se produjo el acontecimiento que ha dominado toda mi vida. En un instante mi corazón fue tocado y creí. Creí, con tal fuerza de adhesión, con tal agitación de todo mi ser, con una convicción tan fuerte, con tal certidumbre que no dejaba lugar a ninguna clase de duda, que después, todos los libros, todos los razonamientos, todos los avatares de mi agitada vida, no han podido sacudir mi fe, ni, a decir verdad, tocarla. De repente tuve el sentimiento desgarrador de la inocencia, de la eterna infancia de Dios, de una verdadera revelación inefable. Al intentar, como he hecho muchas veces, reconstruir los minutos que siguieron a este instante extraordinario, encuentro los siguientes elementos que, sin embargo, formaban un único destello, una única arma, de la que la divina Providencia se servía para alcanzar y abrir finalmente el corazón de un pobre niño desesperado: ¡Qué feliz es la gente que cree! ¿Si fuera verdad? ¡Es verdad! ¡Dios existe, está ahí! ¡Es alguien, es un ser tan personal como yo! ¡Me ama! ¡Me llama! Las lágrimas y los sollozos acudieron a mí y el canto tan tierno del Adeste aumentaba mi emoción".

P. Claudel, Ma conversion.

sábado, 9 de mayo de 2009

No se puede vivir sin Dios

Hace unos días recogía una cita del sacerdote ortodoxo ruso Pavel Florenski. Hoy ofrezco el breve relato de su conversión, del momento en que la luz de Cristo resucitado entró de manera imprevisible e inmerecida en la noche oscura de su alma, de su mundo sin Dios:

"Dormía con un sueño profundísimo, semejante a un desfallecimiento, hasta el punto de que ni siquiera soñaba, o al menos me olvidaba de mis sueños al despertar. Igualmente fuerte era la sensación o, mejor dicho, la percepción mística de la oscuridad, del no ser, de la clausura...

Era una sensación semejante a la del hombre que ha sido sepultado vivo y siente por encima de él verstas y verstas [kilómetros] de tierra impenetrable. Frente a esa oscuridad hasta la noche más negra parecía luminosa; era una oscuridad espesa y densa, una tiniebla absoluta que me envolvía y me sofocaba...

Con una firmeza que no admitía dudas sentía la impotencia de cuanto me había interesado hasta aquel momento en la zona de oscuridad en la que había caído. Allí estaban mis necesidades, mis sufrimientos. Evidentemente también debían estar mis recursos y mis gozos. Los estaba buscando, pero no los encontraba; me lanzaba hacia la salida, pero chocaba con las paredes y me perdía entre subterráneos y pasadizos. Fui presa de una gran desesperación y tuve que admitir la imposibilidad de salir de allí, la evidencia de haber quedado separado definitivamente del mundo visible.

En ese instante un rayo sutilísimo, que era o una luz invisible o un sonido imperceptible, me comunicó un nombre: Dios. No era todavía una iluminación ni un renacimiento, sino simplemente la noticia de una posible luz. No obstante, contenía la esperanza y al mismo tiempo la conciencia tumultuosa e imprevista de que la muerte o la salvación estaban en ese nombre y en ninguna otra parte. No sabía qué hacer para salvarme. No comprendía dónde había acabado y por qué en ese lugar las cosas de la tierra no tenían efecto. Pero me encontré cara a cara con un hecho nuevo, tan incomprensible como indiscutible: existía un reino de las tinieblas y de la muerte y de él venía la salvación. Fue una revelación imprevista, como en las montañas, cuando, en medio de un mar de niebla, se abre un resquicio y asoma de improviso un precipicio amenazante. Para mí fue una revelación, un descubrimiento, un shock, un golpe. Gracias a ese golpe me desperté de repente, como sacudido por una fuerza externa y sin saber por qué, pero, extrayendo las conclusiones de cuanto me había sucedido, grité por toda la habitación: No, no se puede vivir sin Dios".

P. Florenski, Cartas de la prisión y de los campos, Eunsa 2005, p. 21.

lunes, 4 de mayo de 2009

Ahora la belleza no es vana...

Un buen amigo me ha enviado este hermoso texto sobre la Resurrección de Cristo del escritor -filósofo, matemático y religioso- ruso Pavel Florenski (1882-1937). Sobran los comentarios:

“La belleza de la naturaleza no ha vencido a la muerte, no ha hecho más que volverla más horrible, vistiéndola con hábitos elegantes. La nobleza del espíritu no ha vencido a la muerte, aunque el espíritu inmortal haya escapado de lo Inexorable, retirándose a regiones que para ella eran inaccesibles. Y cuando parecía que toda batalla fuese vana el Amor ha entrado en el reino de la muerte: y el punzón de la depredadora se ha desplazado contra su escudo (...)

El mismo ha descendido a nuestra carne lívida. La materia se ha divinizado, en el cuerpo de Cristo se ha vuelto radiante, de una belleza inmutable (...) Ahora la belleza no es vana, porque la criatura ha sido liberada de la corrupción; ahora tampoco el amor es vano, porque el amado no perece sin dejar huellas. No es vana nuestra fe, ni las empresas ascéticas del espíritu, porque Cristo ha resucitado.

En el confuso fluir de los eventos se ha encontrado un centro, ha sido descubierto un centro de apoyo: ¡Cristo ha resucitado! Existe una sola verdad: ¡Cristo ha resucitado! Existe una sola verdad dirigida a todos: ¡Cristo ha resucitado Si el Dios-Hombre no hubiese resucitado, entonces todo el mundo se habría vuelto completamente absurdo y Pilato habría tenido razón con su pregunta llena de desprecio: ¿Qué es la verdad? Si el Dios-Hombre no hubiese resucitado, las cosas más preciosas se habrían convertido irremediablemente en cenizas, la belleza habría perecido para siempre. Si el Dios-Hombre no hubiese resucitado, el puente entre el cielo y la tierra se hubiese derrumbado para siempre. Y habríamos perdido ambas cosas, porque no habríamos conocido el cielo y no habríamos podido defendernos de la liquidación de la tierra. Pero ha resucitado aquél ante el cual somos eternamente culpables (...) La muerte que todo lo devora ha sido aniquilada por la inmortalidad. La verdad ha triunfado sobre la falsedad. El fuego del pecado ha sido extinguido por el amor humilde".

P. Florenski, Homilía pascual (El inicio de la vida).

domingo, 3 de mayo de 2009

No se puede dejar de ser padre

Domingo del Buen Pastor. Hay un sólo Buen Pastor, Cristo. Y en Él se transparenta la Paternidad de Dios. Los ministros de la Iglesia, desde el Santo Padre hasta el último de los sacerdotes católicos, estamos llamados a vivir y ejercitar esta paternidad. Recojo aquí el testimonio luminoso del papa Pablo VI, en transcripción de una conversación con el filósofo francés Jean Guitton:

"Creo que, de todos los deberes de un Papa, el más envidiable es el de la paternidad. En otros tiempos, me ocurría acompañar a Pío XII en las grandes ceremonias. Él se sumergía en la multitud. Le apretaban, le desgarraban. Y él estaba radiante. Recobraba fuerzas.

Pero no es lo mismo ser testigo de una paternidad que ser padre uno mismo. La paternidad es un sentimiento que invade el corazón y el espíritu, que le acompaña a uno a todas horas del día, que no puede disminuir, sino que se acrecienta, porque el número de hijos aumenta; que adquiere amplitud, que no se delega, que es tan fuerte y tan ligero como la vida, que no se acaba más que en el instante final: si no es habitual que un Papa se retire antes de morir, es porque no se trata sólo de una función, sino de una paternidad. Y no se puede dejar de ser padre.

La paternidad es un sentimiento universal que se extiende a todos los hombres. Yo lo siento emanar de mí en círculos concéntricos, y mucho más allá de las fronteras visibles de la Iglesia. Me siento padre de la entera familia humana. Y no hay necesidad de que los hijos conozcan a su padre para que él lo sea. Pero también es un sentimiento que particulariza, quiero decir: un sentimiento que le fija a uno sobre esta persona, que hace de esta persona un mundo, aunque no se la encuentre más que una vez, aunque esa persona sea un niño. Y es un sentimiento que, en la conciencia del Papa, siempre está naciente, siempre fresco, cubierto de rocío, siempre libre y creador. ¿Lo creerá usted? Es un sentimiento que no cansa, que no fatiga nunca, que reposa de toda laxitud.

Ni por un momento me he cansado nunca de extender la mano para bendecir. No, nunca me cansaré de bendecir ni de perdonar. Cuando llegué al aeropuerto de Bombay, había que recorrer unos veinte kilómetros para llegar al lugar del Congreso. Multitudes inmensas, innumerables, densas, silenciosas, enmarcaban el camino; multitudes espirituales y pobres, esas multitudes ávidas, apretadas, desvestidas, atentas que no se ven más que en la India. Yo tenía que bendecir sin interrupción. Un sacerdote amigo que tenía a mi lado, creo que al final me sostenía el brazo, como el servidor de Moisés. Y, sin embargo, no me siento superior, sino hermano: inferior a todos, por ser encargado de todos.

La paternidad creo que es eso en un Papa. Un Papa se siente muy poca cosa cuando se considera a sí mismo. Si miro mi vida pasada, me aparece corno un misterio. Todo lo que me ha pasado en la vida se ha explicado por lo que se me pediría al final: mi debilidad ha seguido estando entera, la sensación de mis límites ha aumentado; pero una fuerza que no procede de mí me sostiene, un momento tras otro. Comprendo lo que dice San Pablo de esa miseria de su ser, de la que no quería ser descargado. Es un fardo abrumador y delicioso, esa carga universal, que varía cada día como el dolor o la luz, que se renueva igualmente cada. día. Y el socorro también se renueva".

Jean Guitton, Diálogos con Pablo VI, Cristiandad, 1967, p. 53-54.

viernes, 1 de mayo de 2009

María y la Iglesia

Dice el teólogo suizo von Balthasar que la persona de María salva a la Iglesia de volverse una institución fría, una mera organización más preocupada de los planes y proyectos que de las personas:

"El cristianismo sin la mariología corre el riesgo de deshumanizarse. La Iglesia se aliena en la funcionalidad, en la exterioridad, en una agitación tísica sin punto de apoyo, en un plano a ras de tierra. Y como en este mundo supercivilizado se desencadenan nuevas y nuevas ideologías, todo se torna polémico, amargo, sin humor y, a la postre, aburrido. Y los hombres escapan en masa de semejante Iglesia".

H. U. von Balthasar, El cristianismo es un don, Ed. Paulinas, 2ª ed., 1972, p. 99.

María y nosotros

Primer día del mes de mayo. La devoción a María es más que devoción, es escuela de experiencia cristiana:

"La personalidad de la Virgen brotó por completo en el instante en que le fue dicho el saludo: 'Ave María'. Desde el preciso instante del anuncio María asumió su puesto en el universo y frente a la eternidad. Se estableció una fuente totalmente nueva de moralidad en su vida.

Brotó en ella un sentimiento profundo y misterioso de sí misma: una veneración por sí misma, un sentido de grandeza sólo comparable al sentido de su propia nada, en la que nunca había pensado de ese modo. Toda su personalidad brotó de aquel 'Ave María'.

Tu personalidad, María, brotó por entero a tus 15 años, cuando tuvo lugar aquel acontecimiento. ¿Habrías podido imaginarte a ti misma, concebir tu existencia prescindiendo de aquello? Entonces tú descubriste incluso el porqué habías nacido así; por qué habías vivido los años de tu niñez y de tu adolescencia; por qué habías tenido un padre y una madre así; por qué vivías allí: eras el término de las profecías, el lugar donde la profecía encontraba finalmente su morada.

Nuestra personalidad debe brotar por entero de la posibilidad que nos ha aparecido en el horizonte, que hemos comprobado y por la cual nos hemos dejado invadir. Nuestra personalidad debe nacer por entero de allí: el puesto que tenemos en el mundo, nuestro valor para la eternidad -para siempre, para la vida-, la fuente de nuestro juicio y del sentimiento moral, el mismo sentimiento hacia nosotros mismos.

No seríamos amigos y compañeros de camino si no nos recordáramos que nuestro valor, lo que realmente somos -incluido lo que hemos sido- nace de eso que nos ha sucedido".

L. Giussani, El Angelus, Suplemento de la revista Litterae Communionis, Cuaderno nº 6, 1995, p. 3.