domingo, 25 de octubre de 2009

Mi corazón grita más que nunca

Homilía del domingo 25 de octubre de 2009 (XXX del tiempo ordinario, ciclo B)

“El Señor ha estado grande con nosotros y estamos alegres”, hemos cantado con el salmista. Sí, la diócesis de Alcalá está contenta, por muchas razones, entre ellas por la ordenación ayer mismo, en esta Catedral, de tres nuevos diáconos al servicio de nuestra Iglesia. Juan Jesús, Álvaro y Miguel Ángel -todos ellos de Alcalá- recibieron de manos de nuestro Obispo, D. Juan Antonio, la ordenación diaconal y si Dios quiere serán ordenados sacerdotes en el próximo mes de mayo. Durante este curso ejercerán su ministerio en Rivas Vaciamadrid, San Fernando de Henares y Torrejón de Ardoz. Es pues una buena noticia; el Señor sigue llamando, y hay quien escucha y responde.

Pero hay muchas más razones para la alegría. Esta semana hemos conocido una noticia excepcional: medio millón de anglicanos, entre los que se cuentan fieles, seminaristas, sacerdotes e incluso obispos -unos 20-, serán admitidos a la comunión plena con la Iglesia Católica. El Papa promulgará una Constitución Apostólica para regular el paso de estos fieles desde la Comunión Anglicana a la Iglesia Católica. Se respetarán las peculiaridades de su tradición espiritual y litúrgica en la plena asunción de la doctrina católica. Es esta también una excelente noticia en el campo del diálogo ecuménico. En la primera lectura de hoy, del profeta Jeremías, leíamos: “Gritad de alegría... regocijaos... Yo os traeré del país del norte... una gran multitud retorna”. Esta palabras, originalmente referidas al pueblo de Israel, podemos hoy aplicarlas a aquellos que procedentes del país del norte, Inglaterra, y de otros lugares de fe anglicana, retornan a la comunión plena con la Iglesia Católica.

Pero vayamos al Evangelio de este domingo, en el capítulo 10 de San Marcos. Jesús sale de Jericó, acompañado de sus discípulos y de un gran gentío, y encuentra, sentado al borde del camino, a un ciego, llamado Bartimeo, pidiendo limosna. Hasta aquí resulta una escena normal en tiempos de Jesús. Muchos ciegos, lisiados y mendigos llenaban las calles y los caminos de Palestina. La civilización cristiana no había llegado aún, y no existían los hospitales, los sanatorios, los albergues que hoy en día consideramos imprescindibles. Pero este ciego, que pide limosna, al oír que era Jesús quien pasa, comienza a gritar: “Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí”. No le pide limosna, ¡sería demasiado poco! Pide compasión, pide un milagro. Sabe que Jesús tiene poder, ha oído hablar de él. Le llama Hijo de David, es decir, le reconoce como Mesías, enviado de Dios. También nosotros podemos hacer nuestra su petición: “Jesús, hijo de David, ten compasión de mí”.

Pero fijaos lo que sucede. Dice el Evangelio que “muchos lo regañaban para que se callara”. Les resultaba desagradable, no querían que molestara al maestro, les parecía impropio. Pero el ciego “gritaba más” fuerte: “Hijo de David, ten compasión de mí”.

A mí esta escena me hace pensar en nuestros días, en nuestros tiempos. También hoy se quiere acallar la pregunta, la petición, el grito dirigido a Jesús, a Dios. No es “políticamente correcto” expresar en público nuestra oración, nuestro grito a Dios. También hoy se intenta muchas veces acallar las preguntas más serias del corazón. Y así ante la muerte, ante una gran tragedia ya no se pregunta ¿qué será de ellos, de los que han muerto?, sino que se llama a los psicólogos, para acallar la pregunta, considerada casi patológica.

“Todo conspira para acallarnos”, para acallar nuestras preguntas últimas, que son en realidad las primeras, las más urgentes: ¿qué sentido tiene la vida?, ¿es posible amar para siempre?, ¿existe el perdón para el mal que yo cometo?, ¿tiene salvación nuestro mundo, nuestra vida?... ¿Será posible ser feliz?

Os leo las palabras de una chica, llamada Laura, que hablaba así de la tentación de sofocar las preguntas: “Algunas mañanas, cuando me despierto y me asaltan estas cuestiones, casi pienso que es mejor no tenerlas en cuenta, que es mejor acallarlas, porque me obligan a tomar en serio mi vida. Mil veces caigo en este punto, es decir, prefiero escapar de estas cuestiones con la esperanza de que pasen pronto y todo se resuelva sin que yo sufra demasiado, esforzándome lo mínimo por encontrar una respuesta... Pero hay un problema: puedo pasar días enteros ignorando ciertas circunstancias, me he vuelto una experta en hacerlo, pero no puedo acallar mi corazón, y esto es lo que me salva, lo que hace que esté viva todavía. Mi corazón grita, grita ahora más que nunca”.

Es lo que hace el ciego del Evangelio. “Gritaba con más fuerza”. Entonces, Jesús, al escuchar su grito, se detiene y lo llama a su presencia. “LLamaron al ciego diciéndole: Ánimo, levántate, que te llama. Soltó el manto, dio un salto y se acercó a Jesús”. Era ciego, pero no paralítico. “Dio un salto”, lleno de alegría, de esperanza... “y se acercó a Jesús”. ¿Os dais cuenta? Esto también lo podemos hacer nosotros. Gritar a Cristo, acercarnos a Él. Jesús le dijo: “¿Qué quieres que haga por ti?” Es fantástico. Jesús ve que es ciego, sabe lo que quiere. Pero se lo pregunta, para hacerle consciente de su necesidad. Cristo no puede obrar en nosotros, no puede curar nuestra ceguera si no se lo pedimos, si no le gritamos.

Cristo nos pregunta hoy, ahora: “¿Qué quieres que haga por ti?” ¿Qué necesitas? No salgáis de este templo, no salgamos, sin identificar nuestra necesidad más radical, sin responder a la pregunta de Cristo, que nos habla hoy a través de la liturgia, de la Palabra proclamada, de la Eucaristía.

El ciego pidió ver y Jesús se lo concedió, pero le dijo: “Tu fe te ha curado”. Es como si le dijera: “No ha sido magia, sino un milagro posible por tu fe en mí”. La fe, hermanos, nos cura, nos salva. Bartimeo, el ciego del Evangelio, “recobró la vista” al momento y -añade el Evangelio- lo seguía por el camino”.

Concluyo con esta observación: el ciego recobró la vista, pero no volvió al lugar de antes -al borde del camino-, ni se fue a su casa, sino que siguió a Jesús, se convirtió en discípulo suyo. Al recobrar la vista pudo ver a Jesús, en quien ya había creído. Por eso el mayor milagro es la fe, es ver a Jesús y ser discípulos suyos. Hermanos, no ahoguemos el grito de nuestro corazón, no acallemos las preguntas. Gritemos al Señor y aumentará nuestra fe. Sigamos a Jesús por el camino de la vida y podremos cantar cada día: “El Señor ha estado grande conmigo y estoy alegre”. Que así sea.

Juan Miguel prim Goicoechea