domingo, 12 de febrero de 2012

Quiero, queda limpio

Interesante: no es el hombre impuro el que contamina a Dios, sino Dios el que purifica al hombre. Y lo hace "tocándolo", es decir, mediante su humanidad resucitada, mediante su Iglesia:

«La actitud de Jesús con relación al leproso revela un cambio de perspectiva. No es el hombre impuro el que puede contaminar a Dios, sino que es Dios el que hace puro al hombre. La pureza que irradia Jesús es la fuerza de la santidad divina; una potencia capaz de limpiar cualquier mancha que ensucie al hombre. Jesús es el Salvador universal y espiritual de todos, que extiende su mano y toca al leproso diciendo: "Quiero: queda limpio".

El gesto físico de tocar al impuro manifiesta que el Señor no emplea sólo el poder de su palabra –que hubiera bastado– sino que también pone en juego su humanidad porque Él quiere salvarnos "no sólo con el poder de su divinidad, sino asimismo mediante el misterio de su encarnación" (STh III 3 ad 2)».

Guillermo Juan Morado, Homilía para el VI Domingo del Tiempo Ordinario (Ciclo B), 11 de febrero de 2012.

Si quieres, puedes limpiarme

En el Evangelio de hoy (Mc 1,40-45) se narra la curación milagrosa de un leproso que «se acercó a Jesús y, de rodillas, le suplicó: 'Si quieres, puedes limpiarme'. Él, compadecido, extendió la mano, lo tocó y le dijo: 'Quiero: queda limpio'». Comenta el Papa:

«En la lepra se puede vislumbrar un símbolo del pecado, que es la verdadera impureza del corazón, capaz de alejarnos de Dios. En efecto, no es la enfermedad física de la lepra lo que nos separa de él, como preveían las antiguas normas, sino la culpa, el mal espiritual y moral. Por eso el salmista exclama: "Dichoso el que está absuelto de su culpa, a quien le han sepultado su pecado". Y después, dirigiéndose a Dios, añade: "Había pecado, lo reconocí, no te encubrí mi delito; propuse: 'Confesaré al Señor mi culpa', y tú perdonaste mi culpa y mi pecado" (Sal 32, 1.5).

Los pecados que cometemos nos alejan de Dios y, si no se confiesan humildemente, confiando en la misericordia divina, llegan incluso a producir la muerte del alma. Así pues, este milagro reviste un fuerte valor simbólico. Como había profetizado Isaías, Jesús es el Siervo del Señor que "cargó con nuestros sufrimientos y soportó nuestros dolores" (Is 53, 4). En su pasión llegó a ser como un leproso, hecho impuro por nuestros pecados, separado de Dios: todo esto lo hizo por amor, para obtenernos la reconciliación, el perdón y la salvación.

En el sacramento de la Penitencia Cristo crucificado y resucitado, mediante sus ministros, nos purifica con su misericordia infinita, nos restituye la comunión con el Padre celestial y con los hermanos, y nos da su amor, su alegría y su paz».

Benedicto XVI, Angelus, domingo 15 de febrero de 2009.