domingo, 11 de octubre de 2009

El joven y triste rico

Homilía del domingo 11 de octubre de 2009 (XXVIII del tiempo ordinario, ciclo B)

“La Palabra de Dios es viva y eficaz, más tajante que espada de doble filo, penetrante... juzga los deseos e intenciones del corazón”. Son palabras de la segunda lectura de hoy, de la Carta a los Hebreos.

Hermanos, cuando cada domingo atravesamos el umbral, la puerta de esta Catedral, estamos aceptando ser iluminados, fortalecidos y también corregidos por la Palabra del Señor, Palabra viva y eficaz. Eso implica en nosotros una disposición básica, pero que no podemos dar por supuesta: la de aquellos que buscan humilde y sinceramente la Verdad.

“Todo está patente -sigue diciendo la Carta a los Hebreos-, todo está patente y descubierto a los ojos de aquél a quien hemos de rendir cuentas”. “No hay criatura que escape a su mirada”. Hay muchas personas a las que este vivir siempre bajo la mirada de Dios les agobia, les resulta insoportable, como si Dios fuera el “Gran Hermano”, o mejor el “Gran Padre” que continuamente nos acecha. Pero mirad, igual que no nos molesta vivir bajo la luz del sol que da vida, el sol que alegra y caldea nuestros días, no sólo no debe darnos miedo la mirada de Dios, sino que debe infundirnos alegría, esperanza, pues hay Alguien que nos ama, Alguien que sabe realmente lo que nos pasa, Alguien que valora y premia nuestros esfuerzos.

Hemos rezado con el salmo 89: “Sácianos de tu misericordia y toda nuestra vida será alegría”. La alegría no nos la da el que lo hagamos todo bien, ni el no equivocarnos, sino el saber que estamos en el camino justo, que nos arrepentimos del mal que hacemos, que vivimos bajo la mirada misericordiosa de Dios.

Lo contrario a la alegría es la tristeza y ése es el sentimiento que experimentó el personaje del evangelio de hoy, el joven rico, como la tradición cristiana le ha denominado, pues no conocemos su nombre. Él llegó corriendo ante Jesús, impulsado por su deseo sincero de ver a este hombre del que sin duda le habían hablado. Se pone de rodillas ante Él y le pregunta: “Maestro bueno, ¿qué haré para heredar la vida eterna?” La pregunta es buena: ¿qué he de hacer para tener vida verdadera, para que mi alegría no caduque, para alcanzar la vida eterna? ¿Acaso no es eso lo que todos deseamos: vivir para siempre, vivir bien? Hoy que se habla tanto de “calidad de vida” pensemos que no hay vida de más calidad que la vida eterna.

Pero Jesús, que conoce los deseos e intenciones del corazón, le responde: “¿Por qué me llamas bueno? No hay nadie bueno más que Dios”. Preguntémonos por qué Jesús dice esto. Él mismo es bueno, pues en Jesús no hubo mal deseo, ni mala intención, ni pecado alguno, pero Él mismo es Dios. Y el joven rico no lo ha reconocido todavía como Dios. Para Él Jesús es un maestro de moral, un rabbí. Y además, como veremos a continuación, el joven rico se considera bueno, se cree bueno. Cuando Jesús le dice que el bien consiste en seguir y cumplir los mandamientos el joven responde: “Todo eso lo he cumplido desde pequeño”. Como diría Don Pablo -párroco de Santa María y anterior párroco también de esta iglesia- vamos a bajar la imagen del santo de su peana y te ponemos a ti. El joven se cree bueno. Por eso Jesús le ha dicho: “Sólo Dios es bueno”.
Entonces Jesús -mirándole con cariño- le propone un seguimiento radical, le invita a salir de sí mismo, de su “yo”, que es todavía el centro, para seguirle: “Una cosa te falta: anda, vende todo lo que tienes, dale el dinero a los pobres, así tendrás un tesoro en el cielo, y luego sígueme”. Si Jesús le hubiera dicho que tenía que hacer más ayunos o más oraciones, seguramente las habría hecho, pero hubiera seguido centrado en sí mismo, sin reconocer y amar a Dios. Por eso le dice: “Sígueme”. Comienza a seguir a otro distinto de ti, ama a Otro, con mayúsculas. No estés tan preocupado por tu propia perfección, ni siquiera por tu salvación. Aprende a amar, a olvidarte de ti. Sígueme.

Entonces, “él frunció el ceño y se marchó pesaroso -triste-, porque era muy rico”. ¿Le ataban las riquezas? Sí, desde luego, pero sobre todo le ataba su propio “yo”. Esto es lo que más nos cuesta, hermanos, lo que más nos hace sufrir: el egoísmo, la afirmación suicida, la afirmación a muerte del propio “yo”, la incapacidad de amar y de dejarnos amar sin merecerlo. Queremos merecer el amor, siendo buenos. Pero las cosas no funcionan así.

Ante la retirada del joven, Jesús dice: “¡Qué difícil les va a ser a los ricos entrar en el reino de Dios!” Hoy en día esta afirmación no nos causa demasiados problemas, porque como no somos ricos -al menos según los criterios occidentales- pensamos que estas palabras no tienen que ver con nosotros. Seguimos teniendo metida en la cabeza la lucha de clases. Pobre igual a bueno, rico igual a malo. Pero Jesús no dice exactamente eso. Él dice: “¡Qué difícil les es entrar en el reino de Dios a los que ponen su confianza en el dinero!” Así se explica la reacción de los discípulos, que primero se extrañan y luego se espantan de las palabras de Jesús: “¡Entonces, ¿quién puede salvarse?” Porque todos, también nosotros hermanos, ponemos la confianza de nuestra vida, nuestra alegría y seguridad, en nuestros bienes. “Sólo Dios es bueno”, sólo Él es totalmente libre y vive sólo de Amor. Nosotros mezclamos a Dios y el dinero, ponemos una vela a Dios y otra... ¡Dios sabe a qué!

Como le pasó al joven rico, que se marchó triste renunciando a su deseo, también nosotros tenemos muchas veces miedo a perder algo si seguimos con mayor radicalidad a Cristo. Pero “Cristo no quita nada, sino que lo da todo”. Es la experiencia de los santos, de aquellos canonizados, como hoy lo ha sido en Roma el hermano Rafael, o de los “santos” que viven a nuestro lado, cuya alegría es Dios, su amor. El domingo pasado -día de San Francisco de Asís- acompañé por la tarde a una joven de nuestra parroquia, Sofía, en su entrada en el Monasterio de la Aguilera, de las clarisas de Lerma. La alegría de su rostro y el testimonio luminoso de las otras 138 clarisas de ese monasterio son signo incontestable de que Cristo lo da todo. Decía el hermano Rafael, desde hoy San Rafael Arnáiz: “Dios no nos exige más que sencillez por fuera y amor por dentro”. Lo repito: “Dios no nos exige más que sencillez por fuera y amor por dentro”. Quedaos con esta frase. Que nos acompañe en nuestra vida cotidiana. Seamos sencillos, pobres, y vivamos de amor, amor por dentro, sin alharacas, sin llamar la atención, sin intentar demostrar que somos buenos.

Esta es la sabiduría de la que hablaba la primera lectura: “La preferí a cetros y tronos... No le equiparé la piedra más preciosa, porque todo el oro, a su lado, es un poco de arena, y junto a ella la plata vale lo que el barro. La quise más que a la salud y la belleza, y me propuse tenerla por luz, porque su resplandor no tiene ocaso. Con ella me vinieron todos los bienes”. Hermanos, sigamos a Jesús y heredaremos la vida eterna. Amén".

Juan Miguel Prim