domingo, 2 de diciembre de 2012

La puerta del Adviento

Homilía en el Primer Domingo de Adviento (2 diciembre 2012):

"Hermanos, esta mañana he recibido un correo electrónico de un sacerdote amigo mío que estudia un Roma. En él, este amigo me saludaba diciendo: ¡Feliz Año Nuevo!

Al principio he pensado que se traba de un error. Porque hay gente que ya se atreve a felicitar la Navidad, aunque estamos comenzando el Adviento. ¡Pero felicitar el Año Nuevo, es demasiado! He mirado la fecha del correo y estaba bien. Y tampoco parece que hubiera perdido la cabeza, porque lo que decía después tenía sentido. Y es que hoy, realmente, inauguramos, con la celebración del Primer Domingo de Adviento, un nuevo año litúrgico.

Los cristianos no vivimos el tiempo como los demás. El tiempo cristiano no es cíclico, no es un círculo cerrado en el que una y otra vez se repiten los mismos acontecimientos, las cuatro estaciones, los cumpleaños, los aniversarios, las fiestas. Es verdad que podemos vivirlo así, como una cárcel sin novedad aparente. Pero, en realidad, el tiempo del universo, el tiempo de la historia y el de nuestra propia vida avanza, camina hacia su fin.

Y aquí tenemos un problema. Cuando oímos la palabra “fin” normalmente pensamos en el letrero final de las películas, o en la bajada de telón en una obra de teatro. “Fin” significaría entonces: “se acabó”. Y para nuestro mundo, pagano, significa más exactamente: “se acabó para siempre”. El amor se acaba, el placer se acaba, la vida se acaba. Y eso nos aterra, y con razón. No hace falta que además nos amenacen con soles y estrellas que caen del cielo, ni con terremotos o maremotos, ya hay bastante terror en pensar que nuestra vida, con todo lo que amamos, quedará repentinamente truncada. Jesús dice en el Evangelio de hoy: “Aquel día... caerá como un lazo sobre todos los habitantes de la tierra”.

Sin embargo, la palabra fin tiene otro significado. El fin de algo no es sólo su acabamiento, sino también su “finalidad”, su propósito. ¿Qué fin persigo haciendo esto?, puedo preguntarme. ¿Con qué fin lo has hecho? ¿Qué pretendías? Es decir, la palabra “fin” alude también al sentido del tiempo, a la finalidad o al propósito de la vida, de todo lo que sucede.

Aún más, la palabra “fin” puede traducirse también como “meta”. Y esto nos ayuda aún más. Porque la meta es. ciertamente, el final de un camino, pero indica también el reposo, el cumplimiento, el haber llegado al destino. Y si el destino es bueno, entonces es estupendo haber llegado, haber conseguido alcanzar la meta.

Por eso os decía que los cristianos vivimos el tiempo de un modo distinto, porque tenemos un concepto distinto de la meta, del destino. Nuestro destino es Dios, nuestra meta es el cielo, nuestro fin es nuestro comienzo. Sabéis que hay un dicho que reza: “Nacemos para morir”. Yo prefiero darle la vuelta y decir: “Morimos para nacer”. Nuestro fin, nuestra meta, es nacer a la vida eterna. Y esto ya comenzó el día de nuestro Bautismo, pero es necesario que la Vida Eterna penetre en nuestra carne, en nuestros sentidos, en nuestra manera de pensar y de sentir, y vivamos cada instante del camino con la conciencia de la meta, o mejor, con la presencia de la meta, de la cumbre. Un alpinista no subiría con energía una montaña si no creyera en la cumbre, si no la tuviera presente a cada paso, si no supiera que cada esfuerzo, a veces agónico, le está acercando a la meta.

El tiempo de la creación, y con él el tiempo de nuestra vida, está llamado a entrar en el descanso de Dios. Los seis días de la creación desembocan en el séptimo. Ese séptimo día es el día del Señor, el día del descanso y de la fiesta, el día de la Iglesia. Pero hay un octavo día, que rompe el encadenamiento de las semanas. Ese octavo día es la irrupción en nuestro tiempo mortal de la inmortalidad, y por eso los primeros cristianos edificaron baptisterios octogonales. El lugar del bautismo evoca el octavo día, el día en el que el tiempo entrará en la eternidad. ¿No es una meta hermosa? ¿No es un precioso “fin” del tiempo?

La liturgia, domingo tras domingo, y a través de los tiempos litúrgicos, como éste que hoy comenzamos, nos inserta en el significado del tiempo. Los ciclos litúrgicos no son exactamente un círculo, sino más bien una espiral ascendente, una escalera que nos acerca al destino. Como en la Divina Comedia de Dante, podemos subir, círculo tras círculo, por esta espiral que es el tiempo gobernado por Dios. Ahora se nos abre la puerta del Adviento, para recorrer un nuevo tramo virgen de este camino. Este Adviento no es como el del año pasado, y algunos de vosotros lo sabéis, pues en este año han pasado muchas cosas que os han cambiado.

Entremos en el Adviento con un santo deseo, con una petición: “Señor, enséñame tus caminos, instrúyeme en tus sendas, haz que camine con lealtad... Las sendas del Señor son misericordia y lealtad para los que guardan su alianza”.

San Pablo nos exhorta hoy: “Habéis aprendido de nosotros cómo proceder para agradar a Dios. Pues proceded así y seguid adelante... Que el Señor os colme y os haga rebosar de amor mutuo y de amor a todos... Para que cuando Jesús, nuestro Señor, vuelva acompañado de todos sus santos, os presentéis santos e irreprensibles ante Dios, nuestro Padre”.

Sólo hay una posible objeción a todo lo que he dicho. Podríais preguntarme: “¿Y si al final del camino me encuentro con el precipicio, con el abismo de mi condenación? Amigos, ni puedo engañarme, ni engañaros. Esta posibilidad está abierta a nuestra libertad. “Dios que te creó sin ti, no te salvará sin ti”, escribió San Agustín. Pero podemos estar ciertos de que Dios no quiere nuestra perdición, y que hace todo lo posible para que nunca sea así. Por eso hoy nos dice en el Evangelio: “Tened cuidado: no se os embote la mente con el vicio, la bebida y los agobios de la vida, y se os eche de repente aquel día... Estad siempre despiertos, pidiendo fuerza... para manteneros en pie ante el Hijo del Hombre”.

Encendamos, al comenzar este Adviento, la vela de nuestra fe, tengamos presente nuestro destino e invoquemos el Señor para que venga a nuestra vida y convierta nuestro corazón. Que María Santísima, a la que invocaremos dentro de unos días como Inmaculada, toda hermosa y sin mancha, sostenga nuestra espera y nuestro camino. Amén".


Juan Miguel Prim Goicoechea