domingo, 30 de agosto de 2009

El culto verdadero

Homilía del domingo 30 de agosto de 2009 (XXII del tiempo ordinario, ciclo B)

"Queridos fieles de Cristo: asistimos hoy en el Evangelio a la indignación de Cristo ante la actitud de los fariseos, que se escandalizan de que los discípulos de Jesús coman sin lavarse las manos, y les llama hipócritas: “Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí”. “El culto que me dan está vacío”. Las palabras de Jesús también nos juzgan a nosotros. ¿Cómo es nuestro culto? ¿Honramos al Señor de corazón y no sólo con los labios, externamente? No es lo que entra de fuera, sino lo que sale del corazón lo que hace puro o impuro al hombre, dice hoy Jesús.

Pero, ¿cómo tener un corazón puro? Viviendo con Cristo, participando de la vida de la Iglesia, purificándonos constantemente gracias al testimonio de los hermanos.

En la primera lectura escuchamos a Moisés dirigiéndose al pueblo de Israel, hablándoles de los mandatos recibidos de Dios en el Sinaí. Moisés dice: “Escucha, Israel”. Esta es la primera invitación: “Escucha” (Shemá). Igual que acudimos al templo llamados por las campanas de la Catedral, así estamos hoy aquí para escuchar la voz del Señor, para escuchar su propuesta de vida.

“Escucha, Israel, los mandatos y decretos que yo os mando cumplir. Así viviréis y entraréis a tomar posesión de la tierra que el Señor, Dios de vuestros padres, os va a dar”.

Los mandamientos de Dios son para la vida, pero... atención... no sólo para la vida eterna, para la vida después de la muerte, sino para esta vida, para el camino de esta vida. El escritor ruso ortodoxo Boris Pasternak decía: “Los cristianos están llamados a vivir, no sólo a prepararse para la vida”. “Así viviréis -dice Moisés- y entraréis a tomar posesión de la tierra que Dios os va a dar”. La promesa de una vida conforme al designio de Dios es ya para esta vida, para tomar posesión de esta tierra, para vivir bien los días de nuestra vida.

El patriarca de Venecia, Monseñor Scola, en una entrevista reciente decía que a lo largo de dos mil años de cristianismo se han producido a veces equívocos y distorsiones que han llevado a abrir entre el más allá y el más acá -entre el cielo y esta vida- una fractura cada vez más profunda, hasta llegar a verlos como opuestos: un más acá alienante, oscuro, triste, sufrido como condición para un más allá luminoso, finalmente liberador. Una salvación negada en el presente para asegurarla en el futuro. Pero no es este el evangelio de Jesucristo.

La gracia de Cristo no se reduce a la gracia de la salvación en el más allá, pues Dios en su infinita misericordia y por medio de los méritos de Cristo, podrá salvar también -como recuerda el Concilio Vaticano II- a aquellos que no habiendo podido conocer a Cristo hayan vivido bien, rectamente, conforme a su conciencia.

Cristo no fundó la Iglesia sólo para la salvación eterna, sino para la salvación integral del ser humano, ya en esta vida. Cristo entró en el más acá, caminó por los caminos de nuestra tierra, se hizo amigo de los hombres, comió y bebió, amó y sufrió, murió y resucitó.

La gracia de la fe, cuya plenitud es -desde luego- la salvación eterna, se nos da para testimoniar el destino de resurrección dentro de la historia, para testimoniar el ciento por uno aquí.

Por eso Moisés podía decir al pueblo de Israel: “Poned por obra los preceptos del Señor, ya que ellos son vuestra sabiduría y vuestra inteligencia a los ojos de los pueblos que, cuando tengan noticia de todos ellos, dirán: Cierto que esta gran nación es un pueblo sabio e inteligente. Pues, en efecto, ¿hay alguna nación tan grande que tenga los dioses tan cerca como lo está el Señor Dios de nosotros, siempre que lo invocamos? ¿Y cuál es la gran nación cuyos mandatos y decretos sean tan justos como toda esta ley que hoy os doy?” Si Moisés, en el Antiguo Testamento, podía decir esto, qué no podremos decir nosotros, que hemos conocido a Cristo, que vivimos en la Iglesia.

El apóstol Santiago expresa la novedad de la vida cristiana en la segunda lectura: Dios nos engendró “para que seamos como la primicia de sus criaturas”. Fijaos, la primicia es el primer fruto, la primera realización, quizá imperfecta, mejorable, pero realización al fin y al cabo. Los cristianos somos la primicia de la creación de Dios, el inicio de una creación renovada. “Aceptad dócilmente la palabra que ha sido plantada y es capaz de salvaros”. Hay un poder de salvación en nuestra fe. Es capaz de salvarnos. Pero es necesario vivirla, aceptar el desafío de la fe. “No os limitéis a escucharla”, dice Santiago, “engañándoos a vosotros mismos”. Por eso nos juntamos cada domingo, para eso existen las parroquias, para esto existe la Iglesia, para verificar el poder de salvación de la fe.

Hay muchos testimonios de este poder de salvación. Y no hablo sólo de los milagros en sentido estricto, como el que parece que se ha realizado en Lourdes este verano, en la persona de una mujer italiana curada de una esclerosis lateral amiotrófica. Esta mujer decía: “En Lourdes, yo no pedí un milagro. Yo recé a la Virgen para que me diera la fuerza de vivir con dignidad cada instante que me quedaba". Este es el milagro que muchos enfermos obtienen en Lourdes: aceptar su enfermedad y vivirla con dignidad, evitando la tentación de la muerte. Y además hay milagros excepcionales, para que creamos en el poder de Dios, en el poder de la fe.

Os cuento otro testimonio que he tenido ocasión de escuchar este verano: una mujer ecuatoriana, Amparo Espinosa, que trabaja en la actualidad como educadora en un proyecto que ayuda a más de 1500 niños y familias pobres, contaba su historia: Estaba enfadada con Dios. Había sido abandonada por mi marido por segunda vez y se me acababa de morir mi primera hija. ¿Qué quiere de mí el Señor, si yo no soy mala?, se preguntaba. ¿Por qué me pasan estas cosas? No quiero llorar más, ponme donde quieras, pero de manera que pueda ser útil a otros. Por desgracia, también su tercer hijo murió, a causa de una cardiopatía congénita.

¿Qué le ha cambiado la vida? El encuentro con cristianos, que le acompañaron en su dolor y le ofrecieron un lugar donde ayudar a otros. Primero las religiosas del colegio donde estudiaba su segunda hija y luego los miembros de un proyecto de cooperación internacional que le ofrecieron trabajo. Y ahora, ella, que ha pasado por el terrible dolor de ver morir a dos hijos, acompaña a madres en situación de pobreza para que puedan educar y alimentar a sus hijos.
Dios me ha acompañado a través de los rostros que me ha puesto delante, dice. Ya no estoy sola, he encontrado un sentido a mi sufrimiento. Dios está cerca de nosotros. Acojámoslo".

Juan Miguel Prim

Signos visibles que anticipan el Paraíso

En una reciente publicación que recoge conversaciones con el actual Patriarca de Venecia, Mons. Angelo Scola, encontramos estas esperanzadoras palabras:

"Tras la muerte no habrá un salto en la oscuridad. No es que nosotros, aquí en la tierra, estemos viviendo una existencia que sigue su propio ritmo marcado por la finitud y la herida del pecado y que, si nos comportamos bien ahora, recibiremos en el más allá un premio extraordinario e inimaginable. ¡No! ¡Es imaginable, porque es ya visible! Del Reino que se realizará plenamente en el Paraíso nosotros ya conocemos cuanto Jesús ha querido revelarnos para permitirnos desearlo, aspirar a él, perseguirlo: tenemos signos que anticipan el destino que nos aguarda. El Paraíso no es un puro futurible, totalmente ignoto".

Angelo Scola, Il Padre nostro, Cantagalli, Siena 2009, p. 11-12.