domingo, 15 de noviembre de 2009

La Madre en cuyo regazo lo he aprendido todo

Homilía del domingo 15 de noviembre de 2009 (XXXIII del tiempo ordinario, ciclo B)

Hermanos, celebramos en esta mañana el día de la Iglesia diocesana. ¿Qué es la iglesia diocesana? ¿Es quizá una “sucursal” de la Iglesia católica, como los bancos y las cajas tienen sus oficinas centrales y sus sucursales? No. No es esa la verdad de la Iglesia. Nuestra diócesis de Alcalá no es sino la Iglesia, la única Iglesia de Jesucristo, que vive entre nosotros, que nos circunda, a la que pertenecemos. Es la Iglesia local, presidida por nuestro Obispo, D. Juan Antonio, uno de los sucesores del Colegio de los Apóstoles. Así pues, celebrar la Iglesia diocesana es celebrar nuestra pertenencia a la Iglesia católica.

Entonces la pregunta es: ¿y qué es la Iglesia para mí? ¿Qué importancia tiene? El poeta y escritor francés Paul Claudel, convertido en edad adulta, resume su experiencia de la Iglesia en estas pocas palabras: “El gran libro que se me abrió y en el que hice mis estudios fue la Iglesia. ¡Sea eternamente alabada esta Madre grande y majestuosa, en cuyo regazo lo he aprendido todo!”

¡Este es ya otro lenguaje! La Iglesia es Madre y Maestra. “Esta Madre grande y majestuosa, en cuyo regazo lo he aprendido todo”. Si esto es así para nosotros también, y en mi caso desde luego lo es, entonces no puedo sentir sino afecto hacia la Iglesia, agradecimiento, y también responsabilidad. Porque deseo que así como yo he encontrado este libro vivo que es la vida de la Iglesia, sus santos, su arte, su enseñanza, deseo que muchos otros puedan también encontrarla.

El papa Benedicto XVI, en una visita reciente a la diócesis de Brescia, en Italia, ha hecho una alabanza de la Iglesia, recordando las palabras de Pablo VI: “Podría decir que siempre la he amado -es Pablo VI quien habla- y que por ella, no por otra cosa, he vivido... Quisiera abrazarla, saludarla, amarla en cada ser que la compone, en cada obispo y sacerdote que la asiste y guía, en cada alma que la vive y la ilustra: bendecirla”. Y le dirige las últimas palabras, como si se tratara de la esposa de toda una vida: “Y a la Iglesia, a la que le debo todo y que fue mía, ¿qué le diré? Que Dios te bendiga, sé consciente de tu naturaleza y de tu misión, ten conciencia de las verdaderas y profundas necesidades de la humanidad; y camina pobre, es decir, libre, siendo fuerte y amando a Cristo”.

La Iglesia es, pues, un misterio. Misterio de Amor, del amor de Cristo. Acabamos de celebrar la fiesta anual de San Diego, este pasado viernes. San Diego, nos recordaba nuestro Obispo, es el testimonio vivo y elocuente, cercano a nosotros, de la caridad de Cristo. Un hombre apasionado por Dios, que lo buscó en la vida eremítica y en la vida conventual, en la estricta observancia franciscana. Que encontró a Dios y lo comunicó mediante sencillos pero elocuentes actos de caridad. Un hombre que murió abrazado a la cruz, signo insuperable del amor de Dios. Ahora que asistimos al debate sobre la presencia de la cruz en lugares públicos hemos de recordar que para nosotros los cristianos, y para todos aquellos hombres y mujeres que conozcan verdaderamente el anuncio cristiano, la cruz no puede ser motivo de amenaza, de ofensa, de violencia. ¡Todo lo contrario! Es el mayor signo de amor, el signo de la nueva alianza de Dios con la humanidad. Justamente porque la cruz ha sido plantada en el corazón del mundo, en el corazón de Europa, puede esperarse un futuro de convivencia, de tolerancia, de amor y perdón. Es la cruz la que permite que convivan con nosotros personas de otras religiones, de otras culturas, porque si el brazo vertical de la cruz de Cristo nos asegura el respeto a la libertad religiosa, la relación sagrada de todo hombre con Dios, su brazo horizontal nos revela nuestra hermandad, nuestra fraternidad. La cruz es garantía de libertad, de amor y de fraternidad. Por eso, si llegara el día en que fueran prohibidos los signos religiosos deberíamos recordar que cada uno de nosotros es una cruz viva, que cada cristiano ha nacido de la cruz redentora de Cristo, que el signo de la cruz da comienzo a todas nuestra celebraciones y a cada día de nuestra vida. Debemos ser cruces vivientes, como San Diego, testigos elocuentes del amor de Dios.

Y el cuerpo incorrupto de San Diego nos recuerda también lo que rezábamos en el salmo: “Mi suerte está en tu mano... Por eso se me alegra el corazón, se gozan mis entrañas, y mi carne descansa serena, porque no me entregarás a la muerte, ni dejarás a tu fiel conocer la corrupción. Me enseñarás el sendero de la vida, me saciarás de gozo en tu presencia, de alegría perpetua a tu derecha”.

Lo decía Jesús en el Evangelio. “El cielo y la tierra pasarán. Mis palabras no pasarán”. Todo lo que nos rodea, el mundo visible, los astros, la realidad material, pasará, pero Dios no pasa, el sol de Dios no se pone, su palabra, que es Jesucristo, es eterna y ha vencido a la muerte. Dice Jesús en el Evangelio: “Os aseguro que no pasará esta generación antes que todo se cumpla”. Pero murieron los apóstoles, y sus sucesores, y han pasado veinte siglos y el mundo sigue evolucionando y el universo continúa su expansión. ¿A qué se refería entonces Jesús? Es esta una lección importante. El fin del mundo, que a tantos atemoriza y que da lugar a películas apocalípticas, tendrá ciertamente lugar, porque nuestro mundo no es eterno, pero nadie sabe el día ni la hora. Lo cierto es que nuestra vida personal en este mundo tendrá término, aunque seguimos también en esto sin saber ni el día ni la hora. Pero las palabras de Jesús se cumplieron ya en su muerte y resurrección. Allí aconteció el fin del mundo, el juicio de la historia. Su muerte y resurrección marcan un antes y un después radical. Y nosotros, que hemos venido después de este acontecimiento, y que hemos sido bautizados en Él, ya no tenemos nuestra muerte delante, sino detrás. Es esta una imagen preciosa de un teólogo de nuestros días: para nosotros cristianos la muerte ya no está delante, sino detrás, porque ha sido ya vencida y transformada por Cristo. Nuestra vida es vida nueva, y nuestra muerte no será ya la muerte pagana, que aterroriza al hombre, sino la “hermana muerte” que cantaba San Francisco.

Hemos leído en el profeta Daniel: “Entonces se salvará tu pueblo: todos los inscritos en el libro... Los sabios brillarán como el fulgor del firmamento, y los que enseñaron a muchos la justicia como las estrellas, por toda la eternidad”.

Este es nuestro destino, este es el anuncio de la Iglesia. Terminemos con la invitación del papa Benedicto XVI: “Recemos para que el fulgor de la belleza divina resplandezca en cada una de nuestras comunidades y la Iglesia sea signo luminoso de esperanza para la humanidad del tercer milenio. Que nos alcance esta gracia María, Madre de la Iglesia. Amén!”

Juan Miguel Prim Goicoechea