domingo, 6 de septiembre de 2009

Effetá, ábrete

Homilía del domingo 6 de septiembre de 2009 (XXIII del tiempo ordinario, ciclo B)

"La liturgia de la Palabra de este día nos habla de oídos que se abren, de lenguas que se destraban y ojos que se despegan. El profeta Isaías anunciaba en la primera lectura los tiempos del Mesías: “Sed fuertes, no temáis. Mirad a vuestro Dios, que trae el desquite, viene en persona... Se despegarán los ojos del ciego, los oídos del sordo se abrirán..., la lengua del mudo cantará”.

Y en el Evangelio, en el capítulo séptimo de San Marcos, se narra la curación de un sordomudo. Llama la atención el modo en que Jesús realiza el milagro. Dice el texto evangélico que: “apartándolo de la gente a un lado, le metió los dedos en los oídos y con la saliva le tocó la lengua” -¡no parece un gesto muy apropiado para estos tiempos, en los que estamos tan sensibilizados con la transmisión de la gripe!-. Jesús podría curar con sólo su palabra, pero quiere tocar al enfermo. Igual que Dios pudo crear en el origen nuestro universo con sola su Palabra, pero no desdeñó usar sus manos -el Hijo y el Espíritu- para modelar al hombre del barro de la tierra. Es decir, Dios nos creó y Cristo nos recrea. Hay en la curación de este sordomudo un gusto a nueva creación. Necesitamos que Cristo nos toque y libere nuestros sentidos.

Dice el Evangelio: “... y mirando al cielo suspiró y le dijo: Effetá, ábrete”. Effetá, esta palabra evoca inmediatamente uno de los ritos del Bautismo, que desgraciadamente desde hace unos años no siempre se realiza en la administración del sacramento. El sacerdote, tras haber ungido y haber bautizado a la criatura, toca con su dedo pulgar los oídos y la boca del niño mientras dice: “El Señor Jesús, que hizo oír a los sordos y hablar a los mudos, te conceda, a su tiempo, escuchar su Palabra y proclamar la fe, para alabanza y gloria de Dios Padre. Amén”.

Este rito bautismal, llamado exactamente Effetá, indica uno de los efectos en nosotros del bautismo, es decir, de la gracia de Cristo: nuestros oídos, nuestra inteligencia, se abren para que podamos escuchar y comprender la voz de Dios. Y nuestra boca, nuestra lengua, recibe el poder de proclamar las maravillas de Dios. Cristo toca nuestra vida para que no seamos sordos y mudos, para que no seamos irracionales como caballos y mulos -la imagen no es mía sino de la Sagrada Escritura-, para que podamos alabar y dar gloria a Dios Padre.

Si los cristianos no oímos la voz de Dios, decidme, ¿de qué vamos a vivir? ¿Qué va a llenar nuestros pensamientos, en qué vamos a soñar, qué vamos a desear? Seremos esclavos de un mundo finito, cerrado sobre sí mismo, asfixiante. Si nuestros oídos no están abiertos, por la gracia de Dios, sólo retumbarán en nuestras cabezas nuestros propios temores, nuestros miedos, nuestras pesadillas, una y otra vez repetidas. ¿No es así, hermanos, muchas veces en nuestra vida?

Y si nuestros labios no se abren a la alabanza, si no cantan las maravillas de Dios, ¿para qué sirven? ¿Para una cháchara vacía, superficial, inútil? ¡Cuántas palabras se emiten todos los días que no valen nada, que tan pronto como se pronuncian caen en la nada, pues no han pasado -adquiriendo calor y verdad humanas- por la mente y el corazón! La tradición cristiana ha invitado siempre a velar sobre nuestros sentidos, comparando al ser humano con una fortaleza en la que no debe entrar el enemigo. Los centinelas son los sentidos, los ojos, los oídos... No todo nos conviene, hermanos. Hemos de elegir, hemos de preferir ver y escuchar aquello que es noble, que es verdadero, que es bueno. Y también debemos velar sobre lo que sale de nuestros labios, pues podemos hacer mucho mal con nuestros comentarios, con nuestros juicios sin piedad... Effetá, ábrete al bien, a la verdad, a la belleza que Dios continuamente crea.

Pero para oír la Palabra no basta tener los oídos abiertos. Hace falta que se proclame la Palabra. Para ver cosas grandes no basta tener ojos que ven, es necesario estar ante cosas grandes, volver nuestros ojos a la Presencia de Cristo Resucitado. Nuestro problema, hermanos, es que casi siempre separamos las palabras cristianas de los hechos que manifiestan su verdad. Pero como dice uno de los documentos más importantes del Concilio Vaticano II la Revelación, es decir, la comunicación de Dios a los hombres, se produce por “hechos y palabras intrínsecamente unidos”. Y San Agustín decía: “en nuestras manos están los códices -es decir, la sagrada escritura-, en nuestros ojos los hechos”. No podemos reducir el cristianismo a palabras, aunque sean palabras de la tradición cristiana. Necesitamos ver hechos, es decir, necesitamos testigos.

Pablo VI dijo en una ocasión que “el hombre de hoy escucha con más gusto a los que dan testimonio que a los que enseñan, o si escucha a los que enseñan es porque dan testimonio”. Tenemos necesidad de testigos, más que de maestros. Porque podemos escuchar con gusto a un maestro, pero luego ser incapaces de poner en práctica sus enseñanzas. Sin embargo el testigo nos mueve, porque nos conmueve.

El domingo pasado os proponía dos testimonios, el de la mujer curada milagrosamente en Lourdes y el de una mujer ecuatoriana cuya vida triste y dramática había cambiado gracias al encuentro con la Iglesia. Hoy quiero proponeros un testimonio más cercano, el de una joven que durante cuatro años ha participado de la vida de nuestra parroquia. Sofía, estudiante de medicina, a la que muchos de vosotros conocéis, el pasado viernes en la oración de jóvenes en el oratorio de San Felipe Neri anunciaba su próxima entrada en un Monasterio de Clarisas. Os leo solamente dos párrafos del testimonio que ella ha escrito:

“Mi vida ha sido de lo más normal. Hasta el paso a la Universidad yo he vivido junto a mis padres y hermanas en Manzanares (Ciudad Real). Fui a un colegio de religiosas. He crecido en un ambiente cristiano, no sólo en el colegio sino, sobre todo, en mi casa. Recuerdo que con 13 años ya tenía claro que mi vida era para entregarla a Dios, y mi mayor deseo era poder dedicarme a ayudar a los pobres de África. Y fue precisamente por este deseo por el que años después comencé la carrera de Medicina en Alcalá de Henares. Ahora tengo 22 años. Hace unos meses terminé 4º de Medicina y, si Dios quiere, el próximo 4 de octubre haré mi entrada en el Monasterio de Clarisas de la Aguilera, donde hace dos años -cosas del Misterio- entró mi hermana gemela, Estefanía.

A lo largo de todos estos años Dios me ha ido poniendo delante circunstancias y personas muy concretas a través de las cuales he ido conociendo Quién es Cristo. Para mí Cristo no es una idea o un pensamiento, y la fe no es un bonito sentimiento. Para mí Cristo es una Persona, real y presente, aquí y ahora, y la fe es ese gran Don que se nos concede dentro de la Iglesia y que nos permite conocer, reconocer tal Presencia. Realmente no hay que ir a ningún sitio en especial, no hay que salir de la realidad en la que cada uno vive, donde se le puede reconocer, donde se le puede encontrar. Ha sido a través de testigos, a través de testimonios de vida que me han remitido a Otro.

Y es que podemos pasar por encima de la vida como el surfista pasa por encima de las olas, sin preguntarnos, sin estremecernos, sin conmovernos ante hechos que ven nuestros ojos. Podemos pasar por la vida sin juzgar la realidad que vivimos, sin ir hasta el fondo... Yo simplemente he mirado a mi alrededor y he encontrado a personas que viven de una forma distinta. Todos conocemos tales personas que nos llaman la atención porque tienen ese “algo especial”, como solemos decir con frecuencia... personas ante cuyas vidas me he preguntado por qué viven así o Quién hace posible que vivan así. También ante la persona de Jesús se preguntaban “¿quién es éste?, porque no era como los demás. Y lo que he encontrado en estas personas ha sido a Cristo”.

Termino: “Éste es mi deseo -dice Sofía-, que todos conozcan a Cristo... Mi vida por Cristo y desde Él, y a través de la oración, por todos vosotros, por toda la humanidad. Es desde la oración el modo en el que puedo llegar a todos abrazaros a todos”. Hermanos, que Cristo nos abra los ojos y el corazón para dejarnos conmover por testimonios como éste".

Juan Miguel Prim

No hay comentarios: