domingo, 29 de noviembre de 2009

Vivir en la mirada...

Acabo de leer una bellísima descripción de la experiencia vivida por Romano Guardini, pensador y teólogo alemán del siglo XX, en su visita a la Catedral de Monreale (Sicilia). Por su interés la ofrezco a todos. El texto es traducción de un fragmento de la obra Reise nach Sizilien [Viaje a Sicilia]:

"Hoy he visto algo grandioso: Monreale. Reboso de un sentimiento de gratitud por su existencia. El día era lluvioso. Cuando llegamos -era jueves santo- la misa solemne había pasado ya el momento de la consagración. El arzobispo, para la bendición de los óleos sagrados, estaba sentado sobre un sitio elevado bajo el arco triunfal del coro. El amplio espacio estaba abarrotado. Por todas partes las personas estaban sentadas en sus sillas, silenciosas, y miraban.

¿Qué podría decir del esplendor de este lugar? La mirada del visitante ve, en primer lugar, una basílica de proporciones armoniosas. Después percibe un movimiento en su estructura, y ésta se enriquece con algo nuevo, con un deseo de transcendencia que la atraviesa hasta traspasarla; pero todo ello progresa hasta culminar en una espléndida luminosidad.

Un breve instante histórico, por tanto. No dura mucho, le sucede algo completamente distinto. Pero este instante, aunque breve, es de una inefable belleza.

Oro en todas las paredes. Figuras y figuras, en todas las bóvedas y en todas las arcadas. Emergían del fondo áureo como de un cosmos. Del oro irrumpían por todas partes colores que tienen en sí algo de radiante.

Sin embargo la luz estaba atenuada. El oro dormía, y todos los colores dormían. Se veía que estaban ahí y esperaban. ¡Cómo serían si refulgiesen en todo su esplendor! Sólo aquí o allí destellaba un borde, y un aura claroscura se extendía sobre el manto azul de la figura de Cristo en el ábside.

Cuando llevaron los óleos sagrados a la sacristía, mientras la procesión -acompañada por la insistente melodía del antiguo himno- se desataba a través de aquella muchedumbre de figuras de la catedral, ésta se reanimó.

Sus formas se movieron. Entrando en relación con las personas que avanzaban con solemnidad, en el rozarse de los vestidos y de los colores de las paredes y las arcadas, los espacios se pusieron en movimiento. Los espacios vinieron al encuentro de los oídos tensos en la escucha y los ojos en contemplación.

La multitud estaba sentada y miraba. Las mujeres llevaban velo. En sus vestidos y en sus telas los colores esperaban el sol para poder resplandecer. Los acusados rostros de los hombres eran bellos. Casi nadie leía. Todos vivían en la mirada, todos estaban en tensión contemplativa.

Entonces se me hizo evidente cuál es el fundamento de una verdadera piedad litúrgica: la capacidad de captar lo “santo” en la imagen y en su dinamismo.

Monreale, sábado santo. A nuestra llegada la ceremonia sagrada estaba en la bendición del cirio pascual. Inmediatamente después el diácono avanzó solemnemente a lo largo de la nave principal llevando el Lumen Christi.

El Exsultet fue cantado delante del altar mayor. El obispo estaba sentado en su trono de piedra elevado a la derecha del altar y escuchaba. Siguieron las lecturas tomadas de los profetas, y allí volví a encontrar el significado sublime de las imágenes murales.

Después la bendición del agua bautismal en medio de la iglesia. En torno a la fuente estaban sentados todos los asistentes, con el obispo en el centro y la gente alrededor. Llevaron a los niños -se notaba el orgullo conmovido de sus padres- y el obispo los bautizó.

Todo era así de familiar. La conducta del pueblo era al mismo tiempo desenvuelta y devota, y cuando uno hablaba al vecino, no molestaba. De este modo la sagrada ceremonia continuó su curso. Se desplegaba un poco por toda la gran iglesia: ora se desarrollaba en el coro, ora en las naves, ora bajo el arco triunfal. La amplitud y la majestuosidad del lugar abrazaron cada movimiento y cada figura, haciéndolos compenetrarse recíprocamente hasta unirse.

De vez en cuando un rayo de sol penetraba en la bóveda, y entonces una sonrisa áurea invadía las alturas. Y allí donde, en un vestido o en velo hubiera un color en espera, era reclamado por el oro que llenaba cada ángulo, era conducido a su verdadera fuerza y asumido en una trama armoniosa que colmaba el corazón de felicidad.

Lo más bello, sin embargo, era el pueblo. Las mujeres con sus pañuelos, los hombres con sus capas sobre los hombros. Por todas partes rostros acentuados y un comportamiento sereno. Casi nadie leía, casi nadie se inclinaba para rezar solo. Todos miraban.

La sagrada ceremonia se prolongó durante más de cuatro horas, y sin embargo siempre hubo una viva participación. Hay diversos modos de participación orante. Uno se realiza escuchando, hablando, gesticulando. Otro por el contrario se desarrolla mirando. El primero es bueno, y nosotros los del Norte de Europa no conocemos otro. Pero hemos perdido algo que en Monreale todavía existía: la capacidad de vivir-en la-mirada, de estar en la visión, de acoger lo sagrado en la forma y en el acontecimiento, contemplando.

Estaba a punto de irme cuando, de repente, descubrí todos aquellos ojos vueltos a mí. Casi horrorizado aparté la mirada, como si experimentase pudor en mirar aquellos ojos que habían sido ya abiertos en el altar".

R. Guardini, Spiegel und Gleichnis. Bilder und Gedanken, Grünewald-Schöningh, Mainz-Paderbon, 1990, pp. 158-161.