domingo, 4 de octubre de 2009

No es bueno que el hombre esté solo

Homilía del domingo 4 de octubre de 2009 (XXVII del tiempo ordinario, ciclo B)

"Queridos hermanos, la liturgia de la Palabra de este domingo nos habla de una hermosa verdad de nuestra fe: que Dios, en su designio amoroso, ha querido crear al ser humano “a su imagen y semejanza”, a imagen de su naturaleza trinitaria, de modo que “no es bueno que el hombre esté solo”, pues cada uno de nosotros sólo puede alcanzar su verdadera estatura en el amor, en la relación con los demás y con nuestro Creador.

Dicho de otra manera: el ser humano no está condenado a un triste y solitario monólogo, a un soliloquio, sino que está llamado a un diálogo, un diálogo con sus hermanos y con Dios, su primer y principal interlocutor. Esta vocación al amor está presente en la Sagrada Escritura desde sus primeras páginas. En efecto, hemos escuchado en el libro del Génesis -el libro de los orígenes del mundo y de la historia- que Dios, al ver al hombre que acababa de crear, se dijo: “No es bueno que el hombre esté solo. Voy a hacerle a alguien como él, para que lo ayude. Entonces el Señor Dios formó de la tierra todas las bestias del campo y todos los pájaros del cielo y los llevó ante Adán para que les pusiera nombre... Pero no hubo ningún ser semejante a Adán para ayudarlo”.

Fijaos, el mundo es la morada del hombre, su hogar, y todos los animales que en él habitan están a su servicio y él los domina, pues “poner nombre” es conocer la naturaleza de las criaturas y ejercer un dominio sobre ellas. Esta es la verdad de la Revelación: el ser humano no es un animal más en la amplia variedad de la fauna terrestre. No es simplemente un animal que ha tenido suerte, en el que de un modo completamente aleatorio se ha desarrollado la chispa de la inteligencia, del lenguaje, del arte y la espiritualidad. El ser humano, tomado del barro de la tierra, es decir, de la materia cósmica -pues como algunos han dicho somos “polvo de estrellas”-, ha sido sin embargo modelado por las “manos de Dios”, recibiendo en sí mismo el hálito divino, el espíritu. Y así, si bien no hemos de ver ninguna incompatibilidad entre la actual constatación del origen evolutivo de la especie humana y la noción bíblica de la creación del hombre, pues éste fue “formado” y “modelado” pacientemente por el Creador, no podemos renunciar a la afirmación de que el ser humano no existiría sin un principio que no es material, es decir, sin un “alma”, que es relación directa y personal con Dios.

Pues bien, todo el mundo creado -nos recuerda el Génesis-, incluidos los animales más cercanos o queridos por el hombre, no resulta compañía adecuada, que pueda hacerle salir de su soledad. “No hubo ningún ser semejante para ayudarlo”, dice el texto bíblico.

Pensemos por un momento cuál sería nuestra situación si estuviéramos absolutamente solos en el mundo. Sin ningún otro ser humano. Por muy hermosos que fueran los paisajes, por muchas comodidades materiales de que pudiéramos gozar, por mucho alimento o vestido del que dispusiéramos, nuestra soledad sería terrible, radical. “No es bueno que el hombre esté solo”. ¿Qué hace entonces Dios? “Hizo caer al hombre en un profundo sueño...” y de una costilla suya, es decir, de su misma naturaleza, de su misma carne y sangre, formó a Eva, la mujer. Hay en este relato del Génesis una importantísima verdad: hombre y mujer son de la misma naturaleza, no sólo de la misma especie -lo cuál es biológicamente evidente-, sino de la misma condición, del mismo orden de ser, y por eso sólo ellos pueden hacerse mutua compañía de un modo completamente distinto a como puedan hacerlo los animales llamados “de compañía”.

El Génesis nos enseña, además, que no hay un solo modo de ser persona humana, sino dos: hombre y mujer, persona masculina y persona femenina. Hombres y mujeres nos complementamos y nos necesitamos. Y en el amor de predilección y en la unidad de una sola carne hombre y mujer resultan fecundos y pueden dar a luz nuevas vidas.
Pero llegados a este punto surge en nosotros rápidamente una objeción. Es verdad que los seres humanos podemos hacernos mucha compañía, que podemos ser verdadera ayuda en la vida, y ésta es una de las dimensiones más enriquecedoras de la amistad, de la familia, del matrimonio... pero -siempre hay un pero-, con frecuencia la convivencia se hace difícil, es mortificante, nos hace sufrir, hasta el punto de llegar a decir aquello de “más vale solo que mal acompañado”.

Y así, la pregunta que los fariseos formulan a Jesús -“¿le es lícito a un hombre divorciarse de su esposa?”- se convierte también en nuestra propia pregunta, y con frecuencia en una implícita o explícita acusación a la Iglesia, por no ser “comprensiva”, por no “darse cuenta” de que el amor entre el hombre y la mujer puede acabar, por anteponer una “ley externa” a la felicidad del ser humano. Sí, hermanos, posiblemente en algunos de vosotros que habéis experimentado un matrimonio difícil, una separación o un divorcio, posiblemente en vosotros esté presente esta misma pregunta. Pero mirad, los fariseos se la hicieron a Jesús para ponerlo a prueba. Nosotros hemos de hacerla con el deseo sincero de escuchar la respuesta del Señor. ¿Qué respondió Jesús? “Desde el principio, al crearlos, Dios los hizo hombre y mujer; por eso dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su esposa y serán los dos una sola cosa. De modo que ya no son dos, sino una sola cosa. Por eso, lo que Dios unió, que no lo separe el hombre”.

¿Hemos de pensar que Dios quiere la infelicidad de hombres y mujeres al condenarles a una vida común sin posibilidad de “rescisión de contrato”? Seamos sinceros: cuando uno ama, desea que el amor dure, que sea para siempre. Los enamorados de todos los tiempos se han jurado amor eterno. El deseo del corazón es claro... su realización en el tiempo no tanto. Muchas veces fallan los cimientos, no hay madurez afectiva, no hay disponibilidad al perdón, falla la comunicación, no hay voluntad de construir juntos... Somos frágiles y egoístas. Podemos elegir mal, podemos darnos cuenta demasiado tarde de haber cometido un error... y entonces, ¿qué quiere Dios de mí? ¿Qué quiere de nosotros?

Mi experiencia de sacerdote -y la experiencia de muchos de mis amigos y conocidos feliz o tristemente casados- me dice que no hemos de negar el ideal porque no seamos capaces de vivirlo sin caídas o dificultades. Las uvas no dejan de estar maduras y apetitosas porque no seamos capaces de alcanzarlas... Cristo propone una y otra vez el mismo ideal a nuestro corazón: es posible amar, es posible la fidelidad, es posible el perdón... pero hace falta un corazón puro. Lo más realista es reconocer nuestra impotencia, nuestra incapacidad y pedir, mendigar. “Dejad que los niños se acerquen a mí, no se lo impidáis, porque de los que son como ellos es el Reino de Dios”.

La Iglesia es el Cuerpo de Cristo, un cuerpo que junto a miembros sanos y felices tiene también miembros heridos, matrimonios rotos, hijos que abandonan la fe de sus padres, sacerdotes o consagrados que no viven bien su vocación... pero no por eso deja de ser el Cuerpo de Cristo. Somos objeto de la misericordia de Cristo, Él cura nuestras heridas, Él carga con nuestras dolencias. Es tarea de toda la comunidad cristiana educar a los niños y a los jóvenes en la belleza de una vocación al amor, generoso y sacrificado, en la alegría de la donación, en la fecundidad del amor esponsal y virginal. Lo que para nosotros es imposible es posible para Dios, es posible con Dios. Y es tarea también de la comunidad eclesial acoger a aquellos que han sido asaltados en el camino de la vida, que han sido vapuleados, que han sufrido la injusticia y el dolor de un amor egoísta. La Iglesia es madre, y por eso, junto con la acogida y la ternura debe levantar nuestra mirada una y otra vez hacia el destino para el que hemos sido creados: “no es bueno que el hombre esté solo”. Por eso Dios nos ha puesto en la Iglesia, para que aprendamos a amar y a dejarnos querer. Para que cumplamos nuestra vocación esponsal, nuestra vocación al amor, pues “el Creador y Señor de todas las cosas quiere que todos sus hijos tengan parte en su gloria”. Que así sea".

Juan Miguel Prim

1 comentario:

Anónimo dijo...

Muy buena! Me alegra mucho el haber retomado la lectura de tu blog. Me han ayudado mucho tus palabras.
Un abrazo!
Ruth