martes, 17 de febrero de 2009

Ante la muerte de un amigo sacerdote...

Hace una semana que no escribo nada en el blog. Además del trabajo que se me acumula, puedo aducir en mi defensa que he estado varios días de peregrinación en Fátima, con los seminaristas y formadores del Seminario del que soy rector. Pero hay aún otra razón más inmediata; después de varias entradas en este blog hablando del dolor y del sufrimiento -con ocasión de la muerte de Eluana Englaro y la celebración de Nª Sª de Lourdes y del día del enfermo- ayer mismo el dolor vino a llamar a mi corazón con la noticia de la imprevista y trágica muerte de un amigo sacerdote en accidente de montaña. Todavía no la he digerido. Me sigue pareciendo mentira. Pero es cierta, como cierta es la misericordia del Padre que permitió que la ladera helada del Moncayo fuera su penúltima morada, antes de entrar en las moradas eternas.

Ya sobran las palabras. Quedan los hechos mirados a la luz de la fe, de la Presencia buena del Misterio, de la cual estoy absolutamente convencido.

Pablo y yo éramos compañeros de curso en el Seminario, fuimos compañeros de pastoral en nuestros primeros pasos ministeriales, y hace tan solo unos días estuve con él, pues vino a Alcalá -con su disponibilidad acostumbrada- a guiar con gesto amigo la "Lectio Paulina" del mes de febrero en la Catedral.

Recibí la noticia estando con los seminaristas en Portugal, en Nazaré, al pie del Atlántico, concluyendo nuestra peregrinación a Fátima. Han sido días intensos de oración, de presencia de la Virgen, de silencio, culminados en un entorno natural bellísimo, como es Nazaré, desde cuyo promontorio pudimos ver un espectáculo de belleza indescriptible: la enorme playa y los acantilados de la costa portuguesa, a plena luz de un sol de mediodía casi primaveral, junto al Santuario de la Virgen en el que Vasco da Gama rezó de corazón antes de su primer viaje hacia las Indias.

Poco después me llegaba la noticia. No puedo dejar de relacionar ambos hechos, pensando también en la belleza del paisaje que debió de llenar los ojos y el corazón de Pablo en la cima del Moncayo. Ni siquiera la muerte imprevista puede cancelar esa belleza que quedará para siempre en nuestras pupilas como signo de la victoria de Cristo en la creación y, más aún, en nuestras vidas.

No tengo dudas. Esta muerte tiene un sentido y será ocasión de muchas gracias... en realidad ya lo está siendo. La vida entregada es siempre fecunda.

Sólo me pregunto qué querrá el Señor de todos nosotros con un hecho como éste. Me respondo que, en primer lugar, nuestra conversión, y junto a ella nuestra total y plena disponibilidad al servicio de la Iglesia, desde la confianza total en su gracia.

Amigo Pablo, gracias,
in Deo semper vivas.