domingo, 18 de octubre de 2009

La petición de los hijos de Zebedeo

Homilía del domingo 18 de octubre de 2009 (XXIX del tiempo ordinario, ciclo B)

"El Evangelio de este domingo nos presenta a dos de los discípulos de Jesús, Santiago y Juan -los hijos de Zebedeo- formulando una petición, o más bien casi una orden, a Jesús: “Maestro, queremos que hagas lo que te vamos a pedir”. ¿Cómo reaccionaríais vosotros si uno de vuestros hijos os dijera “quiero que hagas lo que te voy a pedir”? Probablemente todos responderíamos algo así como: “lo haré si quiero”, o al menos, “lo haré si lo considero oportuno”. Desde luego no parece una forma adecuada de pedirle algo a Jesús, y sin embargo muchas veces es lo que hacemos con Dios; le decimos lo que debe hacer por nosotros.

Ahora bien, Jesús parece no ofenderse, ya que hay confianza entre los discípulos y Él. Entonces les pregunta: “¿Qué queréis que haga por vosotros?” A ver si por lo menos el contenido de la petición es justo. Pero fijaros, lo que le piden los dos hermanos, nada menos que Santiago y Juan, es “sentarnos en tu gloria uno a tu derecha y otro a tu izquierda”. ¡Caramba! ¡El tráfico de influencias está ya presente en el Evangelio! Quieren llegar alto. Es lógica la reacción de los demás discípulos “que se indignaron contra Santiago y Juan”, no sabemos si porque se les habían adelantado en pedir este privilegio o porque les parecía indigno de un discípulo buscar el poder y el prestigio de esa manera.

Lo cierto es que los discípulos dan muestras de no haber comprendido el sentido de la realeza de Cristo. Pese al tiempo que llevan conviviendo estrechamente con Jesús no han entendido ni su mensaje, ni su Persona. Jesús, con paciencia pero también con firmeza les responde: “No sabéis lo que pedís. ¿Sois capaces de beber el cáliz que yo he de beber o de bautizaros con el bautismo con que yo me voy a bautizar?” Jesús sabe que al trono de gloria, a la gloria del cielo se llega por la humildad, por la obediencia a la voluntad del Padre, por la entrega de la propia vida. Por eso les habla del cáliz... de la pasión -el cáliz que alzamos en la Eucaristía cada domingo-, que es su sangre derramada por amor; y les habla del bautismo por el que ha de pasar, también éste de sangre, el bautismo de la pasión, muerte y resurrección. Pero ellos no entienden. Todavía no han comprendido que el Hijo del hombre, el Buen Pastor, debe padecer y derramar su sangre por la redención de los hombres. Con una enorme audacia, hija de la ignorancia, afirman: “Lo somos”. “Somos capaces”. Jesús entonces les anticipa la participación en su mismo destino: “El cáliz que yo voy a beber lo beberéis, y os bautizaréis con el bautismo con que yo me voy a bautizar, pero el sentarse a mi derecha o a mi izquierda no me toca a mí concederlo; está ya reservado”. Los discípulos llegarán a la gloria, ciertamente, pero pasando por el martirio, por la entrega de sus vidas. Es la condición del discípulo, que no es más que su maestro.

Jesús aprovecha esta situación para dar una lección a sus amigos, y con ello nos alecciona también a nosotros. “Sabéis -les dice- que los que son reconocidos como jefes de los pueblos los tiranizan, y que los grandes los oprimen. Vosotros, nada de eso: el que quiera ser grande, sea vuestro servidor; y el que quiera ser primero, sea esclavo de todos. Porque el Hijo del hombre no ha venido para que le sirvan, sino para servir y dar su vida en rescate por todos”.

Esto es lo que siempre diferenciará al cristianismo de cualquier filosofía, sistema político o ideología. Jesús invierte los valores. No es más grande el que domina, sino el que sirve. No es primero el que tiene el poder de oprimir, el más fuerte, sino el que más ama, el que más sirve a sus hermanos y a Dios. Es el ejemplo de los santos. Es el ejemplo de la liturgia.

Quizá alguno de vosotros se haya detenido un momento en estos días a leer un cartelillo que hay a la entrada de esta iglesia, aunque seguramente os haya pasado desapercibido. En él se dan las razones por las que los cristianos nos arrodillamos en misa en el momento de la consagración, cosa que no todos hacen, por una mala comprensión del gesto de arrodillarse. Recoge el cartel una frase de Benedicto XVI que dice: “Arrodillarse en adoración ante el Señor es el remedio más válido y radical contra las idolatrías de ayer y hoy. Arrodillarse ante la Eucaristía es una profesión de libertad: quien se inclina ante Jesús no puede y no debe postrarse ante ningún poder terreno, por más fuerte que sea. Nosotros los cristianos sólo nos arrodillamos ante el Santísimo Sacramento”.

Es una afirmación revolucionaria. Nunca es el hombre más grande que cuando se arrodilla ante el Señor, cuando reconoce su fragilidad y su grandeza. Todo lo contrario de lo que sostenía Nietzsche, el profeta de la muerte de Dios, del nihilismo y del superhombre, quien creía que el cristianismo era la religión de los débiles, de los pusilánimes, de los resentidos. Pero hay que ser fuerte para reconocer la propia fragilidad, para luchar todos los días por la propia conversión. El único superhombre es Cristo, porque siendo hombre verdadero es a la vez Dios. Él es, como dice hoy la Carta a los Hebreos, “el sumo sacerdote grande, que ha atravesado el cielo, Jesús, Hijo de Dios”. Él no es “incapaz de compadecerse de nuestras debilidades”, pues “ha sido probado en todo exactamente como nosotros, menos en el pecado”.

Cristo, como decía la lectura del profeta Isaías fue “triturado con el sufrimiento” y entregó su vida “como expiación”. Pero “verá su descendencia, prolongará sus años, lo que el Señor quiere prosperará por su mano”. La descendencia de Cristo la vemos todos los días en la vida de la Iglesia. La veíamos el pasado viernes en la Vigilia de Oración por la Vida que presidía en esta Catedral nuestro Obispo, D. Juan Antonio. La vimos ayer en el clamor, pacífico pero profético, de un pueblo que afirma la vida, que defiende a la mujer, que respeta y apoya la maternidad. La vemos también -hoy, día del Domund- en los miles de misioneros y misioneras que anuncian incansablemente el Evangelio en los cinco continentes, sirviendo al hombre, a su promoción integral. Como nos recuerda el Papa en su Mensaje de este año para el Domund: “La Iglesia no actúa para extender su poder o afirmar su dominio, sino para llevar a todos a Cristo”. Y afirma también: “La misión de la Iglesia es la de ‘contagiar’ de esperanza a todos los pueblos”. Somos “germen de esperanza”.

“El Señor ama la justicia y el derecho y su misericordia llena la tierra”, hemos cantado con el salmista. Que luchemos incansablemente por la justicia y el derecho, oponiéndonos siempre -de manera pacífica- a las leyes injustas, a las situaciones de violencia hacia la mujer embarazada y hacia la vida humana en el seno materno, hacia toda forma de violencia o de injusticia. Que, como nos exhortaba nuestro Pastor en la Vigilia del viernes pasado, promovamos la cultura de la vida, no juzguemos nunca a quien sufre los errores y la violencia de esta sociedad, y ejercitemos la misericordia con todos. El más fuerte es el que ama más, el que abraza más, el que no se resigna al mal. Que la Virgen María, nuestra Señora del Val, nos alcance la gracia de ser verdaderos discípulos de su Hijo, Jesucristo nuestro Señor. Así sea".

Juan Miguel Prim