sábado, 27 de diciembre de 2008

Si Dios no hubiera venido al mundo...

Último fragmento del relato del "hecho extraordinario" de García Morente. Dios ha eliminado la distancia:

"No me cabe la menor duda que esta especie de visión no fue sino producto de la fantasía excitada por la dulce y penetrante música de Berlioz. Pero tuvo un efecto fulminante en mi alma. Ese es Dios, ese es el verdadero Dios, Dios vivo; esa es la Providencia viva -me dije a mí mismo-. Ese es Dios, que entiende a los hombres, que vive con los hombres, que sufre con ellos, que los consuela, que les da aliento y les trae la salvación. Si Dios no hubiera venido al mundo, si Dios no se hubiera hecho carne de hombre en el mundo, el hombre no tendría salvación, porque entre Dios y el hombre habría siempre una distancia infinita que jamás podría el hombre franquear.

Yo lo había experimentado por mí mismo hacía pocas horas. Yo había querido con toda sinceridad y devoción abrazarme a Dios, a la Providencia de Dios; yo había querido entregarme a esa providencia, que hace y deshace la vida de los hombres. ¿Y qué me había sucedido? Pues que la distancia entre mi pobre humanidad y ese Dios teórico de la filosofía me había resultado infranqueable. Demasiado lejos, demasiado ajeno, demasiado abstracto, demasiado geométrico e inhumano.

Pero Cristo, pero Dios hecho hombre, Cristo sufriendo como yo, más que yo, muchísimo más que yo, a ése sí que lo entiendo y ése sí que me entiende. A ése sí que puedo entregarle filialmente mi voluntad entera, tras de la vida. A ése sí que puedo pedirle, porque sé de cierto que sabe lo que es pedir y sé de cierto que da y dará siempre, puesto que se ha dado entero a nosotros los hombres. ¡A rezar, a rezar! Y puesto de rodillas empecé a balbucir el Padrenuestro. Y ¡horror... se me había olvidado!

Permanecí de rodillas un gran rato, ofreciéndome mentalmente a Nuestro Señor Jesucristo con las palabras que se me ocurrían buenamente. Recordé mi niñez; recordé a mi madre, a quien perdí cuando yo contaba nueve años de edad; me representé claramente su cara, el regazo en que me acostaba, estando de rodillas para rezar con ella; lentamente, con paciencia, fui recordando trozos del Padrenuestro; algunos se me ocurrieron en francés, pero al traducirlos restituí fielmente el texto español. Al cabo de una hora de esfuerzos logré restablecer íntegro el texto sagrado y lo escribí en un librito de notas. También pude restablecer el Avemaría. Pero de aquí no pude pasar. El Credo se me resistió por completo, así como la Salve y el Señor mío Jesucristo. Tuve que contentarme con el Padrenuestro -que leía en mi papel-, no atreviéndome a fiar en un recuerdo tan difícilmente restaurado, y el Avemaría, que repetí innumerables veces, hasta que las dos oraciones se me quedaron ya perfectamente grabadas en la memoria.

Una inmensa paz se había adueñado de mi alma. Es verdaderamente extraordinario e incomprensible cómo una transformación tan profunda pueda verificarse en tan poco tiempo... Sea lo que fuere el hecho es que me veía a mí mismo hecho otro hombre...

¡Querer libremente lo que Dios quiera! He aquí el ápice supremo de la condición humana... Y postrado de rodillas, perdida la mirada en el lejano horizonte del caserío de París, recité con íntimo fervor una vez más el Padrenuestro, entregando libremente toda mi voluntad en las manos llagadas de Nuestro Señor Jesucristo".

M. García Morente, El "Hecho Extraordinario", Rialp, 2002, 3ª ed., pp. 37-41.

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