sábado, 27 de diciembre de 2008

La "Infancia de Jesús" de Berlioz

Seguimos con García Morente. Lo dejábamos agotado, debatiéndose en el caracter contradictorio de sus propios pensamientos. Pero he aquí que de repente sucede lo imprevisto:

"Haciendo un esfuerzo enorme de voluntad me impuse la obligación de tomar algún descanso... Se me ocurrió poner en marcha la radio para ayudarme a la distracción".

"Estaban radiando música francesa: final de un sinfonía de Cesar Franck; luego, al piano, la Pavane pour une infante défunte, de Ravel: luego, en orquesta, un trozo de Berlioz intitulado L'enfance de Jesus. No puede Vd. imaginarse lo que es esto si no lo conoce: algo exquisito, suavísimo, de delicadeza y ternura tales que nadie puede escucharlo con los ojos secos. Cantábalo un tenor magnífico, de voz dulce, aterciopelada, flexible y suave, que matizaba incomparablemente la melodía pura, ingenua, verdaderamente divina."

"Cuando terminó, cerré la radio para no perturbar el estado de deliciosa paz en que esa música me había sumergido. Y por mi mente comenzaron a desfilar -sin que yo pudiera oponerles resistencia- imágenes de la niñez de Nuestro Señor Jesucristo. Vile en la imaginación caminando de la mano de la Santísima Virgen, o sentado en un banquillo y mirando con grandes ojos atónitos a San José y a María. Seguí representándome otros periodos de la vida del Señor: el perdón que concede a la mujer adúltera, la Magdalena lavando y secando con sus cabellos los pies del Salvador, Jesús atado a la columna, el Cireneo ayudando al Señor a llevar la Cruz, las santas mujeres al pie de la Cruz."

"Y así poco a poco se fue agrandando en mi alma la visión de Cristo, de Cristo hombre, clavado en la Cruz, en una eminencia dominando un paisaje de inmensidad, una infinita llanura pululante de hombres, mujeres y niños sobre los cuales se extendían los brazos de Nuestro Señor Crucificado. Y los brazos de Cristo crecían, crecían y parecían abrazar a toda aquella humanidad doliente y cubrirla con la inmensidad de su amor. Y la Cruz subía, hasta el Cielo y llenaba el ámbito todo y tras ella también subían muchos... Subían todos, ninguno se quedaba atrás, sólo yo, clavado en el suelo, veía desaparecer en lo alto a Cristo rodeado por el enjambre inacabable de los que subían con él; sólo yo me veía a mí mismo, en aquel paisaje ya desierto, arrodillado y con los ojos puestos en lo alto y viendo desvanecerse los últimos resplandores de aquella gloria infinita, que se alejaba de mí."

M. García Morente, El "Hecho Extraordinario", Rialp, 2002, 3ª ed., pp. 36-37.

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