viernes, 16 de julio de 2010

Lo uno y lo otro (sobre la preferencia)

Es increíble cómo la mirada del filósofo, del pensador, toma pie en la realidad -en este caso las torres de la catedral de Sigüenza- para ahondar en la vida, en el corazón humano, en la aspiración que todos llevamos dentro:

"Esta indecisión a que me invita el par de torres bárbaras que ahora veo coronar el municipio seguntino es muy de mi sabor. Vivimos entre antítesis: la religión se opone a la ciencia, la virtud al placer, la sensibilidad fina y estudiada al buen vivir espontáneo, la idea a la mujer, el arte al pensamiento... Alguien, al ponernos sobre el planeta, ha tenido el propósito de que sea nuestro corazón una máquina de preferir. Nos pasamos la vida eligiendo entre lo uno o lo otro. ¡Un penoso destino! ¡Prolongada, insistente tragedia! Sí, tragedia: porque preferir supone reconocer ambos términos sometidos a elección como bienes, como valores positivos. Y aunque elijamos lo que nos parece mejor, siempre dejamos en nuestra apetencia un hueco que debió llenarse con aquel otro bien pospuesto.

Ahora bien, las gentes suelen mostrarse demasiado presurosas en decidirse por lo mejor; olvidan que cada acto de preferencia abre, a la vez, una oquedad en nuestra alma. No no prefiramos; mejor dicho, prefiramos no preferir. No renunciemos de buen ánimo a gozar de lo uno y de lo otro: Religión y ciencia, virtud y placer, cielo y tierra... Cierto que hasta ahora no se han resuelto las antítesis; pero cada hombre debe pensar que es él el llamado a resolverlas.

La catedral de Sigüenza, toda oliveña y rosa a la hora de amanecer, parece sobre la tierra quebrada, tormentosa, un bajel secular que llega bogando hacia mí, trayéndome esta sugestión castiza en el viril de su tabernáculo...

La vida cobra sentido cuando se hace de ella una aspiración a no renunciar a nada".

José Ortega y Gasset, Paisajes, Cegal 1983, p. 12-13.

* * *

Sí, el espíritu humano lo quiere todo, no desea renunciar a nada, a nada que sea hermoso, bueno, verdadero. Porque llevamos en nosotros la huella del Eterno, el sello de la Plenitud divina. En eso Ortega tiene razón, en eso ve bien. Yo quiero lo uno y lo otro. El cielo y la tierra. Esto es profundamente católico. Pero para ello -y en esto discrepo de Ortega- es necesario aprender a preferir, es decir, a reconocer lo más bello, lo más verdadero, lo mejor, y a anteponerlo, dándole espacio, dedicándole tiempo. Porque preferir no es renunciar (aunque a veces sea necesario aceptar la apariencia de renuncia, el sacrificio de una cierta distancia), sino amar, eligiendo -somos libres, siempre libres- lo que más corresponde, lo que más nos hace crecer. Quererlo todo sin aceptar un orden, una jerarquía, es condenarse al capricho, a la glotonería indiscriminada, a la saturación que a la postre hace perder el apetito. La preferencia es lo que nos hace poder amarlo todo, cada cosa en su orden, en su significado verdadero y en su relación con nuestro destino.

Amar el silencio es renunciar, en este momento, a la conversación, o al negocio humano. Amar a la mujer es renunciar, para siempre, al donjuanismo, al narcisismo. Amar la verdad es preferirla incluso más que a uno mismo, pues sólo así se alcanza sin engaños. Pero tiene razón Ortega en que las antítesis están llamadas a resolverse: la razón y la fe, la libertad y la gracia, lo humano y lo divino, el cuerpo y el alma. El cristianismo no es antitético, es -en todo caso- paradójico, pues afirma que para salvar la razón hace falta la fe, que para salvar la libertad hace falta la gracia, que para salvar lo humano hace falta lo divino, que para salvar -y gozar- el cuerpo hace falta el alma... y que para salvar el alma hace falta Dios.

Madurar es aprender a preferir, y comprobar que desde lo Preferido todo se ordena, todo se salva, nada se pierde. Pero esto sólo lo saben verdaderamente quienes han conocido a Cristo, en quien todas las líneas convergen, por Quien y para Quien todo fue hecho. Ojalá Ortega lo hubiera comprendido. Hubiera sido infinitamente más grande.

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