lunes, 1 de diciembre de 2008

Un contemplativo al que nadie le había hablado del Dios vivo

Sigo con Clément que nos habla de su padre, y con él de tantos seres humanos que no han tenido la gracia de conocer al Dios vivo... pero que han vivido en los umbrales:

"Hay hombres que, incluso en una ciudad justa, serán siempre heridos por la vida colectiva porque llevan en sí un silencio, una nostalgia, un vacío que la sociedad no puede llenar. Mi padre era uno de esos hombres. Había heredado los ojos castaños y la infinita dulzura de su madre, que al final de su vida adormecía el vacío canturreando. En la guerra, cara a la muerte, mi padre conoció la desnuda experiencia de la amistad. Pero, terminada la guerra, se acabó la amistad: cada uno en su casa. Y esa amistad tenía, a pesar de todo, un sabor de horror. A mi padre, lo que aún le importaba y le absorbía era la familia y el trabajo. Pero ya no era la familia del pueblo, vivificada por la vecindad, sumergida en una comunidad mucho más amplia. Era la familia cerrada de la ciudad. Mi padre se hundía en las cuestiones familiares, en un mundo construido por las mujeres para los hijos. Se hundía, se callaba, se ahogaba. Era un parroquiano sin parroquia, un contemplativo al que nadie había hablado del Dios vivo. Siendo niño le gustaba leer el Apocalipsis (cuando se tienen ascendientes protestantes, agradezcámoselo, la casa está llena de biblias). -¡Qué tonto era, qué tonto!- decía. Pero -¡era tan bonita la Jerusalén celestial!"

O. Clément, El otro sol, Narcea 1983, p. 16.

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