domingo, 14 de diciembre de 2008

El permanente asombro de la posesión

He estado de viaje. Pero no por eso he dejado de leer. Un buen libro es siempre imprescindible compañero de viaje. En este caso ha sido Chesterton, autor máximamente recomendable. En un breve artículo -contenido en una recopilación recientemente publicada en España- Chesterton escribe sobre el valor de las cosas, hasta de las más cotidianas y aparentemente banales. El autor intenta escribir un artículo mientras los empleados de una agencia de mudanzas se van llevando progresivamente sus muebles y pertenencias, ya que está a punto de abandonar su casa de Londres para ir a vivir al campo. Con su ironía y profundidad acostumbrada el genial ensayista inglés escribe:

"...Vuelvo a mi mesa, aunque mejor sería decir que vuelvo a donde antes estaba mi mesa, pues ya se la han llevado con sigilo traidor mientras yo discurría sobre la muerte junto a la ventana. Me siento de nuevo y trato de escribir sobre las rodillas, labor verdaderamente difícil, sobre todo cuando uno no tiene nada sobre lo que escribir. Siento una extraña gratitud hacia el noble cuadrúpedo de madera que me sirve de asiento. ¿Quién soy yo para que los hijos de los hombres idearan y tallaran para mí cuatro patas de madera en lugar de las dos que me dieron los dioses?

El principal efecto de toda privación es acentuar la idea de valor. Quizá en un mundo mejor nos sea dado poseer de modo permanente junto con el permanente asombro de la posesión. Tal vez en algún país extranjero, más allá de las estrellas, sea posible al mismo tiempo poseer y disfrutar. Pero lo cierto es que en este mundo, por alguna afección de raigambre psicológica, para recordar que algo es nuestro necesitamos saberlo susceptible de desaparecer. Para nosotros el premio de la vida es el glorioso grito de los moribundos, un continuo morituri te salutant. En las cuatro esquinas de nuestro humano templo de la felicidad hay un cojo que señala un camino, un ciego adorando el sol, un sordo escuchando el canto de los pájaros y un hombre muerto dando gracias a Dios por su creación.

Empiezo a sentirme conmovido. Percibo los muchos misterios que oculta esta silla de cocina que bien podría llamarse (como en las universidades) Cátedra de Filosofía. Paseo arriba y abajo por la habitación regocijándome en el significado divino de las sillas. Rechazo, con gestos vehementes, la idea de esa democracia descolorida y tediosa según la cual ningún trono es más que una simple silla. Pues la verdadera democracia consiste en ver en cada silla un trono. Regreso entusiasmado a la silla, pero sin sentarme en ella, afortunadamente... porque la silla ya no está. De modo que me siento en el suelo, que los gigantescos operarios me aseguran (con cortesía elefantina) que de momento no se van a llevar".

G. K. Chesterton, Lectura y locura, Ediciones Espuela de Plata, 2008, pp. 18-20.

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